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viernes, 10 de noviembre de 2023

El tigre de Chamberí (1958)




Director: Pedro L. Ramírez
España, 1958, 79 minutos

El tigre de Chamberí (1958) de Pedro L. Ramírez


Los tópicos que se dan cita en El tigre de Chamberí (1958) son los habituales de una cinematografía que por aquellos años recurría con frecuencia a la picaresca y el deporte como bazas seguras a la hora de asegurarse el éxito en taquilla. No en vano, el país atravesaba momentos de un incipiente desarrollismo (y de ahí el auge de competiciones deportivas de masas como el fútbol y el boxeo), pero venía, al mismo tiempo, de la miseria y la cochambre propias del racionamiento autárquico.

Es en ese contexto sociológico que el tándem de guionistas integrado por los dos Vicentes (Coello y Escrivá) sitúa la acción de una entrañable historia al servicio de la vis cómica de Tony Leblanc y José Luis Ozores. El primero de ellos da vida a Manolo, el típico jeta dispuesto a sacar partido de cualquier situación que le permita salir adelante, mientras que el otro, de nombre Miguel Orégano y algo tartamudo, responde a un perfil mucho más apacible. O por lo menos en apariencia, ya que el derechazo que le propina al campeón de los pesos pesados, a consecuencia de una disputa durante el transcurso de un partido en el Bernabéu, dará pie a que entre unos y otros lo conviertan en una "estrella" pugilística de la noche a la mañana.

Matías Prats (izquierda) en una aparición estelar


Huelga decir que el estilo del pobre Miguel no es precisamente el más ortodoxo que se haya visto sobre un cuadrilátero, si bien Manolo y el entrenador (Antonio Garisa) untan a los rivales para que el muchacho salga victorioso de cada combate. Además, los incentivos que mueven a Miguel (rebautizado con el imponente alias que da título a la película) no son tanto económicos, sino sentimentales, toda vez que se haya prendado de la bella Marisa (Hélène Rémy) y estaría dispuesto a cuanto hiciese falta con tal de llamar su atención.

Y por si todo lo anterior no fuese poco, pulula por allí, como en tantas producciones de la época, el típico niño chusco (hermanito pequeño del púgil, claro está) que hará de las suyas para que las cosas lleguen a buen puerto. Al igual que la buena de su madre (Julia Caba Alba) o el señor Román (José Marco Davó), "capitalista" y dueño del bar, personajes que en un principio parecen más duros de lo que realmente son. Todo un universo que la puesta en escena de Pedro L. Ramírez capta con más amabilidad que eficacia, pero que mantiene intacto su encanto de instantánea del Madrid popular de finales de los cincuenta.



domingo, 5 de noviembre de 2023

Una isla con tomate (1962)




Director: Tony Leblanc
España, 1962, 85 minutos

Una isla con tomate (1962) de Tony Leblanc


De sobras conocido como intérprete, y de los mejores de su generación, a menudo se pasa por alto que Tony Leblanc (1922-2012) dirigió también tres películas: El pobre García (1961), Los pedigüeños (1961) y la insólita Una isla con tomate (1962). El humor blanquísimo y a veces absurdo del que hace gala en esta última pone de manifiesto su carácter eminentemente cándido, en un registro más cercano a las tiras cómicas del célebre TBO que no a lo que cabría esperar de una cinta, magníficamente fotografiada en color por Manuel Berenguer, en la que el propio Leblanc (además de coescribir el guion, ejercer de productor y componer la banda sonora) comparte protagonismo con José Luis López Vázquez y Antonio Garisa.

Verosímil o no, la trama arranca y concluye en la imaginaria población costera de Panaqués, adonde las clases adineradas se dan cita para hacer pública ostentación de su estatus social. Tal es el caso, por ejemplo, del aguerrido Ulpiano (López Vázquez), capaz de cruzar a nado el Canal de la Mancha del revés y en día de lluvia y que será condecorado como hijo único o predilecto (tanto monta) por el alcalde y en presencia de su augusta madre.



El caso es que, aparte de cuatro náufragos (el ya mencionado Ulpiano, más un tipo que se pasa la vida huyendo de su esposa y una pareja de recién casados), por la ínsula de marras irán desfilando piratas, caníbales y demás elementos que el imaginario colectivo suele ubicar en semejante enclave, si bien unos serán fruto de un sueño y el resto los extras que los propietarios del islote, unos señores muy antipáticos, han ido disponiendo para ahuyentar a los visitantes.

Carente casi por completo de un argumento sólido, más allá de que tres hombres y una mujer coincidan en una isla "desierta", la mayor parte de sus diálogos son una sarta de chistes a cuál más ingenuo (a veces incluso de mal gusto, como el gag a propósito de los juanetes del personaje de Garisa), por no mencionar la incorrección política en la que hoy incurrirían algunas de dichas ocurrencias. No obstante, hay que situar la obra en su contexto histórico y juzgarla de acuerdo con los parámetros de una época en la que el público no tenía mayores reparos en divertirse con ésta y otras humoradas por el estilo.



lunes, 16 de agosto de 2021

Esa pareja feliz (1953)




Directores: Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga
España, 1951-1953, 83 minutos

Esa pareja feliz (1953) de Bardem y Berlanga


Poco o nada estaba acostumbrado el público español a que le mostrasen su propia realidad a través de la pantalla cuando el tándem Bardem-Berlanga, a la sazón dos jóvenes realizadores recién salidos del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, les sorprendió con una comedia tan atípica como genial. Porque Esa pareja feliz (rodada en el 51 y estrenada dos años después, tras el éxito de Bienvenido, Mr. Marshall) detallaba el día a día de unos recién casados que, aparte del mutuo amor que se profesan, apenas tienen medios de subsistencia: irónico retrato de unos esposos que viven realquilados en un cuartucho de mala muerte, eternos aspirantes a una prosperidad que nunca acaba de llegar.

Lo cierto es que la película, uno de los hitos de nuestro cine, se valía de los supuestos del neorrealismo italiano para poner el dedo en la llaga mediante una caricatura bastante más corrosiva de lo que a simple vista pudiera parecer. A este respecto, la pareja protagonista se las ve y se las desea para llegar a fin de mes, ella (Elvira Quintillá) soñando con mejorar su suerte gracias a concursos como el del jabón Florit y él (Fernando Fernán Gómez) con su mísero empleo de regidor en unos estudios cinematográficos y sus cursos de radio por correspondencia.



Así, a lo tonto a lo tonto y como quien no quiere la cosa, la cinta ofrece una imagen de conjunto de la clase obrera marcada por la escasez y la picaresca de individuos que, como Rafa (Félix Fernández), viven de pegarle el sablazo al primer imprudente que se deje liar. Un ambiente muy de patio de vecinos, con las miserias e incomodidades propias de un régimen autárquico, cuyos moradores suspiran por dejar atrás las estrecheces económicas e integrarse en la incipiente sociedad de consumo. Buena prueba de ello, y del tono mordaz que Bardem y Berlanga confieren al relato, son los eslóganes que los personajes no se cansan de repetir: "¡Sentido comercial!", "¡A la felicidad por la electrónica!"

Pero, aparte de incisivo sainete, Esa pareja feliz es, por encima de todo, una declaración de intenciones: un a modo de manifiesto mediante el que sus jóvenes creadores, conscientes de estar inaugurando un nuevo capítulo respecto al cine que hasta esa fecha se había llevado a cabo en el país, pretenden marcar distancias con la grandilocuencia de cartón piedra de las producciones de temática histórica que ridiculizan en la secuencia inicial. Una nueva mirada, en definitiva, cuyo hermoso final, repleto de esperanza, conecta de pleno con la sensibilidad poética de los grandes cineastas.



jueves, 28 de enero de 2021

Los derechos de la mujer (1963)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1963, 95 minutos

Los derechos de la mujer (1963)


Un primer acercamiento a Los derechos de la mujer apuntaría en la dirección de su indisimulada factura teatral. Y, sin embargo, si la película revela bien a las claras el sustrato escénico del que proviene (la comedia homónima de Alfonso Paso), ello no es tanto por demérito, sino porque así lo quiso su director, un José Luis Sáenz de Heredia que acometió la adaptación cinematográfica con el firme propósito de sacarle partido a la misma fórmula que previamente había conocido el éxito en los escenarios madrileños.

En dicho sentido, es básicamente la artificiosidad de las interpretaciones, sobre todo en el caso de la pareja protagonista, lo que hoy pudiera achacarse a falta de pericia por parte de los actores cuando, en realidad, se trataba de recrear la inmediatez de las tablas para, una vez captada y trasladada al celuloide, su posterior explotación comercial en salas. A ello contribuye, en buena medida, la utilización del sonido directo en múltiples escenas, recurso que la televisión, todavía en ciernes en aquel lejano 1962, acabaría de explotar en años venideros.



Mucho menos asumible, en cambio, es un planteamiento cuya comicidad reside en que el marido adopte roles tradicionalmente asociados a la mujer. Así pues, lo que ya desde el título semeja el anuncio de alguna reivindicación feminista no es más que el reflejo de una sociedad abiertamente patriarcal, documento impagable a propósito del franquismo sociológico en el que la figura de una mujer abogada, tan adicta al trabajo que pasa la noche de bodas atareadísima resolviendo un pleito en compañía del servicial Ortiz (López Vázquez), se contempla como algo exótico y hasta cierto punto antinatural.

Aunque lo más rancio del argumento reside en la trampa que concibe la esposa (Mara Cruz) con el objetivo de poner en aprietos al solícito Juan (Javier Armet), intriga para la que requiere los servicios de una prostituta (Lina Canalejas) que deberá tentar al varón, a cambio de cinco mil pesetas, y así pescarlo en adulterio infraganti. Curiosa inversión de papeles, en contraposición a lo que dictaban las leyes de aquel entonces en materia de infidelidad conyugal, en una comedia que se abre con una cita bíblica a propósito de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso.



jueves, 19 de noviembre de 2020

Vamos por la parejita (1969)




Director: Alfonso Paso
España, 1969, 68 minutos

Vamos por la parejita (1969) de Alfonso Paso


Mucho más conocido por su faceta de autor teatral y guionista, Alfonso Paso (1926–1978) dirigió también seis largometrajes. Que no son, huelga decirlo, el summum del séptimo arte, pero que encarnan a la perfección la idiosincrasia del franquismo sociológico. O, si se prefiere, de los gustos del público consumidor de un determinado tipo de productos comerciales que por aquel entonces gozaban de enorme popularidad.

De entrada, Vamos por la parejita es un título que denota bien a las claras una de las obsesiones primordiales del régimen: el del incremento de la natalidad. Reforzado, para más inri, con la tozudez del protagonista por incrementar su ya de por sí larga descendencia, formada íntegramente por mujeres, con un vástago masculino que sea la honra de su orgullo viril.



A tal efecto, Juan Fernández (Antonio Garisa) estará dispuesto a lo que haga falta con tal de asegurar la pervivencia de su "ilustre" apellido. Incluso a tener una aventura extramatrimonial con una oronda viuda (Florinda Chico) que, pese a ser madre de cuantiosos varones, hará una excepción con el susodicho donjuán y le dará otra niña más que sumar a su ya extensa colección de hijas y de nietas.

Sin embargo, y en consonancia con el histrionismo del que hace gala el protagonista cada vez que le anuncian el nacimiento de una nueva heredera, podría decirse que el planteamiento ideado por Paso hunde sus raíces en un modelo tan preclaro como la comedia clásica latina, cuyos personajes respondían a similares perfiles básicos (el padre desesperado, la esposa fiel, la amante seductora, el hijo tarambana...) a los aquí expuestos. Y que el autor adaptaba a los roles sociales de finales de los sesenta, como ese yerno yeyé (proteico-copto) que una de sus hijas se traerá de Londres para desesperación del patriarca de la familia.

Bajo ese flequillo se esconde un jovencísimo Emilio Gutiérrez Caba


lunes, 16 de noviembre de 2020

Azafatas con permiso (1959)




Director: Ernesto Arancibia
España, 1959, 93 minutos

Azafatas con permiso (1959)
de Ernesto Arancibia


Un autobús llega cargado de turistas al Museo del Prado y las atractivas y algo bohemias Celia (Silvia Morgan) y María (Diana Maggi) se confunden entre el gentío para robar carteras... Elegante y bobalicona, Azafatas con permiso se inscribe en el mismo registro de comedia ligera que Los tramposos (de hecho, se estrenó tres meses antes que la cinta de Pedro Lazaga), si bien no puede decirse que haya gozado del mismo predicamento.

La dirigió el argentino Ernesto Arancibia (1904–1963) cuatro años antes de su fallecimiento y contó con la participación estelar del italiano Adriano Rimoldi en un típico papel de galán maduro y mujeriego del que se enamoran las dos protagonistas. Un Antonio Garisa travestido y el bueno de Manuel Alexandre, quien encarna al disparatado Agente C-38, aportaban su habitual nota histriónica como secundarios de lujo.



Pero Celia y María, que son mangantes más por necesidad que por vocación, aspiran a ver mejorado sensiblemente su estatus social, por lo que se alían con Pepe "El viudo" (Garisa) para hacerse pasar por sofisticadas azafatas de vuelo que están de vacaciones (de ahí el título de la película) y se trasladan a Málaga para desplumar a algún incauto que se cruce en su camino.

El elegido será Alberto Suárez (Rimoldi), un viudo que, a pesar de estar a punto de contraer matrimonio en segundas nupcias con Gloria (Mary Lamar), se dedica a ir de flor en flor, causando los celos de su prometida, que pone tras sus pasos a C-38 para que tome buena nota de sus aventuras, y la pesadumbre de su hija Betty (Pilarín Casanova), decepcionada al constatar el carácter promiscuo de su padre. Huelga decir, sin embargo, que al final todos estos equívocos quedarán resueltos con la misma simplicidad que preside la trama de principio a fin.



jueves, 5 de noviembre de 2020

Secretaria para todo (1958)




Director: Ignacio F. Iquino
España, 1958, 90 minutos

Secretaria para todo (1958) de Iquino


Tan asociado está el nombre de Iquino con películas de bajo presupuesto que a más de uno le sorprenderá descubrir cómo el prolífico director catalán también abordó alguna que otra superproducción a lo largo de sus cincuenta años de carrera profesional. Tal sería el caso, por ejemplo, de la comedia Secretaria para todo (1958), vehículo especialmente concebido para el lucimiento de una Carmen Sevilla que se marcaba un par de números musicales de resonancias flamencas ("Ojitos traidores" y "Las coplas de Luis Candelas") pese a que la acción transcurre íntegramente en Madrid.

Un reparto estelar en el que, amén de la mencionada intérprete, sobresalían los nombres de estrellas rutilantes como Tony Leblanc (en uno de sus característicos papeles de gracioso entrañable y más bien torpe, enamoradizo y adicto al horóscopo), Antonio Casal, Carmen de Lirio (la esposa frívola), Antonio Garisa (haciendo de nuevo rico o palurdo con dinero) y el norteamericano Frank Latimore. Excelentemente fotografiada en Eastmancolor por Alfredo Fraile, la cinta sirvió, asimismo, para ensayar el sistema Ifiscope, adaptación un tanto sui géneris del formato Cinemascope al ámbito local mediante la que se pretendía arrojar una impronta de modernidad y elegancia acorde con la del modelo hollywoodense.



Sergio Romero (Casal), enérgico propietario de una empresa de importación y exportación, tiene a su servicio a la encantadora Cristina (Sevilla), salerosa andaluza y "secretaria para todo": hasta para cerrar, en ausencia de su jefe y con la ayuda de su compañero de oficina Lorenzo (Leblanc), un suculento contrato con un empresario holandés al que venden setecientas cincuenta toneladas de tomates... Pero el señor van Waguen de marras (Latimore), un incondicional de la cultura española, anda más interesado en contraer matrimonio que en las hortalizas, por lo que llega dispuesto a casarse con la primera mujer que reúna todos los tópicos que tanto le entusiasman. 

Lo que vendrá después, aparte de una amable comedia urbana de enredo, proporciona gran cantidad de información a propósito de lo que era (y, sobre todo, de lo que quería ser) la sociedad española de finales de los cincuenta. Glamurosas veladas de alto copete especialmente propicias para que las señoras luzcan sofisticados vestidos de cóctel; que tendrán continuación, ya de madrugada, en algún tablao donde la compostura y la etiqueta dejen paso a la jarana (aunque sin pasarse). Sin embargo, son los roles respectivos de hombres y mujeres lo más llamativo en un filme cuyo título deja bien a las claras la posición sumisa de quien está predestinada a servir al varón.



miércoles, 7 de agosto de 2019

Dulcinea (1962)




Director: Vicente Escrivá
España/Italia/Alemania, 1962, 92 minutos

Dulcinea (1962) de Vicente Escrivá


A diferencia de las muchas adaptaciones que se han llevado a cabo de la obra de Cervantes, Dulcinea parte de un planteamiento cuando menos insólito: que sea la labriega Aldonza Lorenzo (Millie Perkins) quien, tras tener noticia de la existencia de don Quijote, a través de la misiva que Sancho le entrega en mano, decida transformarse, por voluntad propia, en emperatriz del Toboso. Lo cual supone un cambio trascendental respecto al argumento de la novela, puesto que la sin par, que hasta entonces apenas había sido una quimera forjada en la imaginación del hidalgo, de repente se convierte en un personaje de carne y hueso.

Con esto no sólo varía el punto de vista, sino que, con muy buen criterio, don Quijote pasa a ser un ente in absentia, del que escuchamos la voz y hasta veremos su cuerpo yacente, pero jamás su rostro. Y es que así se evita que el Caballero de la Triste Figura pudiese robarle protagonismo a quien realmente lo merece en esta singular versión de la obra teatral del francés Gaston Baty (1885–1952), que ya había sido llevada a la pantalla por Luis Arroyo en 1947 con Ana Mariscal como protagonista.

"¡No existe Dulcinea!"


Lo singular de la puesta en escena ideada por Vicente Escrivá es que toma como referencia dos filmes, a cuál más prestigioso, a priori bastante alejados de lo que venía siendo la estética predominante en el cine español de los sesenta: El séptimo sello (1957) de Bergman y La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer (también serviría, en este último caso, la Santa Juana (1957) de Otto Preminger). 

De la primera toma el grupo de cómicos de la legua con los que se cruza Aldonza/Dulcinea al dejar atrás su pueblo o el aspecto austero del cura que administra la extremaunción a Alonso Quijano y que recuerda, en todo, a la Muerte tal y como la imaginara el cineasta sueco en la ya mencionada película. De Juana de Arco, una vez condenada al suplicio, procede el detalle de que le rapen la cabellera, así como el juicio sumarísimo al que la someten los inquisidores. Motivos, todos ellos, que acaban confiriendo al conjunto, pese a sus muchos méritos, un sorprendente enfoque de exaltación cristiana ajeno al espíritu cervantino y más propio del nacionalcatolicismo franquista.

La picaresca también hace acto de presencia:
Antonio Ferrandis (centro) caracterizado como mendigo

domingo, 14 de abril de 2019

Canción de cuna (1961)




Director: José María Elorrieta
España, 1961, 90 minutos

Canción de cuna (1961) de J.Mª Elorrieta


Para ser la típica historia de monjas que acogen y educan a una niña que alguien dejó abandonada a las puertas de su convento, lo cierto es que Canción de cuna ha gozado de extraordinaria popularidad desde que se estrenara en 1911. Firmada por Gregorio Martínez Sierra (1881–1947), aunque, según parece bastante probado, escrita, en realidad, por la primera esposa de éste, María Lejárraga, la obra ha sido objeto de hasta cinco adaptaciones cinematográficas, más una para la televisión, siendo ésta que nos ocupa la primera realizada en España, tras las versiones estadounidense (Mitchell Leisen, 1933), argentina (dirigida por el propio Martínez Sierra en 1941) y mejicana (Fernando de Fuentes, 1953). José Luis Garci llevaría a cabo una nueva adaptación, de momento la última, en 1994.

Por otra parte, no deja de tener su punto morboso el hecho de que la angelical Teresa fuese interpretada por una debutante Soledad Miranda de tan sólo diecisiete primaveras, quien, en apenas unos años, se iba a convertir en musa del cineasta Jesús Franco y, de la mano de éste, en icono erótico al servicio de producciones de terror lésbico de Serie B, como Las Vampiras (1971), que hoy son considerados auténticos títulos de culto.

Teresa (Soledad Miranda)


El siempre moderado José María Elorrieta llevó a cabo una versión acorde con la mojigatería beatífica tan propia del régimen franquista en materia religiosa, si bien su intento de convertir la película en un musical queda del todo deslucido por lo insulso de las canciones que entonan las protagonistas. La cosa mejora, sin embargo, con creces gracias a la fotografía en color de Pablo Ripoll y a unos excelentes exteriores rodados en Huelva, en las inmediaciones del Monasterio de Santa María de la Rábida.

Cine gazmoño y santurrón, paradigmático de una época en la que los dictadores desfilaban bajo palio, y que, siguiendo en clave femenina la estela marcada por Marcelino pan y vino (1955), venía a sumarse al éxito anteriormente cosechado por otras ilustres franquicias monjiles como La hermana San Sulpicio, según la novela homónima de Armando Palacio Valdés, y que fuera llevada a la pantalla en 1927, 1934 y 1952, respectivamente.

Sor Juana de la Cruz (Lina Rosales)

lunes, 23 de julio de 2018

El arte de casarse (1966)















Directores: Jordi Feliu y Josep Maria Font
España, 1966, 92 minutos

El arte de casarse (1966)

Dos directores, dos películas. Y un mismo tema: el matrimonio. Sacrosanto y obsesivo asunto en una España en la que no parecía existir alternativa posible para las mujeres "de bien". Claro que tratándose de un par de comedias había algo más de margen para la ironía, aparte de que en Hollywood también habían abordado, más o menos, la misma cuestión con títulos como How to Marry a Millionaire (1953) de Jean Negulesco.

El arte de casarse y El arte de no casarse, ambas estrenadas en 1966, forman un curioso díptico, dirigido por los catalanes Feliu y Font-Espina, en el que el papel de mujer desesperada y algo casquivana le correspondió, como no podía ser de otro modo, a una Concha Velasco en la cima de su popularidad y capaz de encarnar diversos personajes en los distintos episodios que conforman cada filme.

Las ilustraciones de Mingote que preceden a cada episodio

Las cuatro partes que integran El arte de casarse responden a los siguientes títulos: "Amor con amor se paga", "Profesor de matrimonio", "La niña alegre" y "Pastoral". De las cuales, la primera y la última las dirigió Josep Maria Font-Espina, mientras que Jordi Feliu se encargaría del segundo y el tercer cuadro.

La nada sofisticada idea que se desprende de cada una de esas historietas es que al hombre hay que "cazarlo". Lo mismo da que se trate de un médico aficionado a tricotar (Alfredo Landa) o de un muchacho gangoso con tienda de novedades y un chalé en Aravaca (Pepe Sacristán); de un médico de las Fuerzas Aéreas estadounidenses (James Philbrook); del dependiente de una cerería (Manolo Gómez Bur) o del dueño de una sala de fiestas (Antonio Garisa); de un paleto enamorado (Paquito Cano) o de otro paleto aún más paleto que a duras penas acierta a tararear la "Habanera" de Carmen (de nuevo Alfredo Landa). Todos y cada uno de ellos acabarán sucumbiendo, respectiva y gradualmente, a las artes de la Velasco en sus distintas manifestaciones: hija de la casera, empleada del servicio doméstico, vicetiple y pueblerina yeyé con peluca rubia.


domingo, 24 de junio de 2018

La batalla del domingo (1963)




Director: Luis Marquina
España, 1963, 99 minutos

La batalla del domingo (1963) de Luis Marquina


Más que una película, La batalla del domingo fue un publirreportaje, un panegírico narrado por Matías Prats que hoy sólo sería posible como especial televisivo (y aun ni eso). Se trata de un formato típico de una época en la que la política oficial del Régimen podría resumirse bajo el lema "pan y fútbol" y cuyo ídolo indiscutible, Alfredo Di Stéfano, capitaneaba el buque insignia madridista a lo largo y ancho del solar patrio e incluso del europeo, adonde el equipo blanco se paseaba ganando las copas por docenas.

Para 1963, sin embargo, la saeta rubia era ya un delantero en horas bajas y su traspaso al Espanyol de Barcelona no tardaría mucho en llegar. Es por ello que el filme desprende una cierta aura de despedida, sobre todo cuando, en la primera y en la última escenas, el jugador contempla las gradas vacías del Santiago Bernabéu.



No puede decirse que Di Stéfano poseyera unas grandes dotes interpretativas: lo suyo era el balón y así queda claro desde el minuto uno. En su lugar, y dadas las carencias expresivas del protagonista, son el resto de intérpretes quienes llevan la iniciativa en una serie de situaciones, a cuál más estrambótica, para repasar su trayectoria en clave humorística. Antonio Garisa, por ejemplo, será Mister Thompson, un productor cinematográfico claramente inspirado en la figura del mítico Samuel Bronston y empeñado en llevar a la pantalla la vida del futbolista. Y Mary Santpere, que en Once pares de botas era una criada que escuchaba tras las puertas, comenzará siendo la guionista de la futura superproducción para terminar encandilada por las costumbres españolas y su gastronomía (incluido el aceite de oliva, que antes aborrecía).

Y como el argumento era un mero pretexto para que el hispanoargentino luciese en todo su esplendor, los secundarios irán desfilando hasta completar los casi cien minutos de metraje. Aparte de los arriba mencionados, cabe destacar la presencia de Ismael Merlo haciendo de gánster, Manolo Gómez Bur como mánager del jugador, Félix Fernández encarnando al viejo conserje del estadio y un largo etcétera que incluye a Agustín González, Manuel Alexandre, Queta Claver, Ángel de Andrés o la venerable Isabel Garcés.

Junto a doña Aurorita (Isabel Garcés)

domingo, 18 de marzo de 2018

El grano de mostaza (1962)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1962, 89 minutos

El grano de mostaza (1962) de Sáenz de Heredia


Hay películas que desde el primero al último de sus planos son del todo redondas. Películas que, como solía decirse antiguamente, fueron rodadas en estado de graciaEl grano de mostaza de Sáenz de Heredia pertenece, sin ningún género de dudas, a dicha categoría.

Tomemos, por ejemplo, a su protagonista: el insignificante propietario de una tienda de antigüedades ("tímido y pusilánime", según nos aclara el propio director en el prólogo) que responde al nombre de don Evelio Galindo. Algo taciturno y más bien mojigato, la solemnidad de su semblante ridículamente serio recuerda al retrato de Azorín pintado por Zuloaga. Un tipo aburrido de costumbres rutinarias que el actor Manolo Gómez Bur supo encarnar a la perfección.



Luego está el arrogante Horcajo (José Bódalo), que es el típico fanfarrón de café, siempre dispuesto a partirse la cara con el más pintado por un quítame allá esas pajas. Todo de boquilla, naturalmente. O el sabelotodo Toledano (Rafael Alonso), ganador de barómetros en Tortosa, "reputado" publicista y liante de tomo y lomo. La galería de secundarios la completan Gracita Morales y Amparo Soler Leal, en el papel de las respectivas esposas, y una cáfila de nombres míticos que van desde Antonio Garisa (camarero en una venta flamenca de carretera) hasta Rafaela Aparicio (empleada del Café Nacional), pasando por el italiano Gustavo Re (Míster Quino), Erasmo Pascual (guardacoches del aeropuerto) o Rafael López Somoza (propietario de la susodicha venta).

Los diálogos, obra del mismo Sáenz de Heredia, son un portento de comicidad, lo mismo que la puesta en escena: la clave para hacer que llegue a buen puerto una screwball comedy bastante sui géneris en la que, como el simple grano de mostaza de la parábola bíblica, todo comienza por culpa de una ficha de dominó. Lo dicen los títulos de crédito, en clara alusión a la Guerra Fría y demás conflictos internacionales, y lo dice el sabiondo Toledano: "Las tonterías gobiernan el mundo desde Adán y Eva. Más tonto que lo de la manzana... Somos muy poca cosa, amigo, y sabemos menos aún. Lo que no logran sabios y políticos lo decide a veces la espina de un besugo."


domingo, 5 de noviembre de 2017

La venganza de don Mendo (1962)




Director: Fernando Fernán Gómez
España, 1962, 84 minutos



DON MENDO: ¡Viva el cielo, venga el duelo! 
DON PERO: ¡Vive Dios, aunque sean dos! 
DON MENDO: ¡Habéis de medir el suelo!
DON PERO: ¡Habéis de medirlo vos! 
DON MENDO: ¡Por mi dama, vive el cielo! 
DON PERO: ¡Por mi dama, vive Dios!

Pedro Muñoz Seca
La venganza de don Mendo (1918)

La primera vez que oí hablar de La venganza de don Mendo (de la película, se entiende: que de la obra homónima de don Pedro Muñoz Seca tuve cumplida noticia en COU) fue durante mi último año de universidad, un día que hojeaba distraídamente un libro sobre adaptaciones cinematográficas de clásicos de la literatura castellana. Recuerdo que lo que más me llamó la atención en aquel entonces (¡bendita inocencia!) fue el hecho de que Fernando Fernán Gómez hubiese sido director además de actor.

La segunda ocasión, muchos años después, fue ya como profesor, cuando unos alumnos (un par de gemelos simpatiquísimos, altos como torres, que lo mismo recitaban de memoria a Esquilo que los ripios de Muñoz Seca) me la recomendaron encarecidamente, advirtiéndome, incluso, que sería una elección ideal para verla en clase o hasta como objeto de alguno de nuestros cinefórums. Hoy, por fin, he tenido oportunidad de comprobar cuánta razón tenían.



Así, a bote pronto, se me ocurre que visualmente se parece muchísimo a otras dos películas ambientadas en la Edad Media, ambas posteriores: una es la adaptación de La Celestina que llevó a cabo César Fernández Ardavín en 1969; la otra, francesa, es Perceval le Gallois (1978), dirigida por Éric Rohmer a partir de la novela de Chrétien de Troyes. Aunque las dos obedecen a planteamientos mucho más serios que la astracanada, comparten, sin embargo, una similar estilización de los decorados y un mismo colorido en lo que a fotografía se refiere (si Fernán Gómez contó con los servicios de Aguayo, La Celestina se benefició de la pericia de Raúl Pérez Cubero y el Perceval de Rohmer nada más y nada menos que del maestro Néstor Almendros).

Pero, volviendo al tema que nos ocupa, si algo destaca en esta versión de La venganza de don Mendo es el uso reiterado del anacronismo, forma de subrayar el carácter satírico del texto original. De modo que Magdalena (Paloma Valdés) protagoniza un atrevido estriptis a ritmo de jazz o asistimos a una mazmorra de castigo donde uno de los peores suplicios es recibir una ducha perpetua (ya se sabe que, en cuestión de hábitos de higiene, el medievo no fue precisamente ejemplar...) La otra característica destacable de la puesta en escena es la obstinada utilización de elementos deliberadamente irrisorios, a saber: antorchas de celofán, escudos de armas que declaran a las claras el nombre del noble que los lleva (el de don Pero Collado, duque de Toro, contiene una colina, un asta y... una pera), pelucas que se nota que son pelucas, chorros de sangre que brotan en forma de surtidor de las víctimas malheridas en duelo... Hasta el mencionado duque (Juanjo Menéndez) tendrá la mala fortuna de situarse en varias ocasiones ante alguno de esos blasones, propiciando un curioso efecto óptico a resultas del cual se acentúa su condición de cornudo.

Bien, esto es todo: la espera para ver la película, al cabo de tantos lustros, ha valido la pena. Puede que estos engendros teatrales ya no estén hoy día muy en boga, pero forman parte de nuestro legado y siempre es provechoso conocerlos, como mínimo. Aplausos. Baja el telón. "Sabed que menda... es don Mendo y don Mendo... mató a menda."


viernes, 6 de octubre de 2017

El diablo toca la flauta (1953)




Director: José María Forqué
España, 1953, 88 minutos

El diablo toca la flauta (1953) de Forqué


Angélicos o diabólicos, los enviados del más allá han constituido, desde los orígenes del cinematógrafo, un nutrido grupo. Filmes como Les quatre cents farces du diable (1906) de Méliès o La maison ensorcelée (1907) de Segundo de Chomón, en el caso de los pioneros, El diablo y yo (1946) de Archie Mayo en el Hollywood clásico o, en la facción opuesta, ¡Qué bello es vivir! (1946) de Capra dan buena fe de ello.

También el cine español ha tenido su lado mefistofélico: por ejemplo Faustina (1957), de Sáenz de Heredia, presentaba a un Fernando Fernán Gómez transfigurado en demonio con la misión de tentar a la ya de por sí tentadora María Félix. Curiosa aproximación humorística a los temas luciferinos que no era, sin embargo, nueva, puesto que cuatro años antes Noel Clarasó y José María Forqué habían coescrito El diablo toca la flauta (1953).



Un diablo, en este caso, más bien torpe y obtuso, magistralmente interpretado por José Luis Ozores y cuya suerte va ligada a la estatuilla de un fauno, que irá sucesivamente prestando sus nulos servicios a un acaudalado y ambicioso inventor que pagará un alto precio por su vanidad (Félix Dafauce), un arrogante paisajista (Luis Prendes), un matrimonio en horas bajas y el heroico hijo de un jardinero agasajado y luego ignorado por la solemne UFI (Unión Filantrópica Internacional).

Con una fotografía magnífica de Cecilio Paniagua, los exteriores de la película fueron rodados en Sitges.

"Un diablo torpe da más trabajo que un hombre bueno"

lunes, 25 de septiembre de 2017

El indulto (1961)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1961, 101 minutos

El indulto (1961) de Sáenz de Heredia


De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.

Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios...

Emilia Pardo Bazán
El indulto

Tal vez porque no acababa bien, quizá porque su temática, entre lo marcadamente literario y lo excesivamente realista, se apartaba un tanto de lo que había sido hasta aquel entonces la tónica general en el cine de Sáenz de Heredia, pero lo cierto es que El indulto no ocupa el lugar que merece dentro de su filmografía. Y es extraño, porque sólo por su reparto ya es un filme excepcional: baste decir que lo encabezaba el mejicano Pedro Armendáriz, toda una estrella de Hollywood que había trabajado a las órdenes de John Ford en Fort Apache (1948) y que se suicidaría apenas dos años después de El indulto, tras haber intervenido en Desde Rusia con amor junto a Sean Connery.



"Que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague...": casi podríamos decir, parafraseando el título de la célebre comedia del Siglo de Oro, que el tema central de la película es el destino. Ya lo advierte Lucas (Armendáriz) cuando se lo llevan esposado: "¡Adiós, Antonia! ¡Por ti voy a la cárcel o al otro barrio! ¡Pero de los dos sitios han vuelto algunos!" Un destino contra el que ni Antonia (Concha Velasco) ni Pedro (Manuel Monroy) pueden hacer nada, por más que se trasladen a Madrid huyendo del bárbaro Lucas. Como dicen durante su viaje en tren:

ANTONIA: Tú y yo estaremos siempre a la misma distancia: a la que él nos separa. 
PEDRO: Es cierto. Yo debí disparar aquella noche...

"La negra que llaman honra": sí, de eso también hay bastante en esta historia. Puesto que todo comienza con un matrimonio forzado entre la joven y el hombre que abusó brutalmente de ella, dejándola embarazada. Salvaje forma de zanjar un delito de estupro, ensalzada por el teatro calderoniano y aún en boga en tiempos de la Pardo Bazán (al menos en el ámbito campestre). En realidad, lo que pretende la madre de Antonia es recuperar la honorabilidad de su hija a cambio de veinte mil reales, pero Lucas es la encarnación del mal y no hay suma capaz de poner límite a sus bajos instintos.

Como en toda tragedia, dos hermanos se disputarán el amor de una misma mujer: a uno, pese a su fiereza, lo avala la legalidad vigente como legítimo esposo; al otro, los buenos sentimientos y su afán de protección. Sea como fuere, lo que está claro es que Sáenz de Heredia, aun siendo un cineasta adicto al régimen, se avanzó a su tiempo al filmar en plena dictadura un drama rural en la línea de El crimen de Cuenca (1980) o el Pascual Duarte (1976) de Ricardo Franco.


domingo, 23 de abril de 2017

Historias de la televisión (1965)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1965, 109 minutos

Historias de la televisión (1965)


Coincidiendo con el décimo aniversario del estreno de Historias de la radio, a Sáenz de Heredia le cayó el encargo de rodar lo que vendría a ser una secuela made in Spain. No puede decirse de Historias de la televisión (1965) que fuese una película redonda, ni mucho menos, pero sí vale la pena analizarla desde el punto de visto sociológico, con toda esa pléyade de personajes que representan al españolito medio de la época, ansioso de sacar unas pesetillas de aquí o de allá. Como Felipe Carrasco (Tony Leblanc), de profesión concursista o Katy (Concha Velasco) obsesionada con triunfar en el mundo de la canción.

Siguiendo una fórmula muy al uso en aquel entonces, la producción contó con la mayoría de secundarios del momento, amén de no pocos cameos (José Luis Uribarri, Pedro Chicote, Luis Aguilé...) El argumento era lo de menos y contenía un poco de todo: desde una corrida en la que Katy saltaba al ruedo como espontánea hasta un concurso de saltos de trampolín con Felipe pegando planchazos, pasando por Eladio (José Luis López Vázquez) disfrazado de gorila. En cuanto a los diálogos... Pues una sarta de chistes fáciles (bueno: alguno hay salvable, sí).

Leblanc - Uribarri - Coll


Y luego están las anécdotas por las que una película de circunstancias como ésta, concebida sin mayor ambición que la de hacer taquilla, acaba pasando a la historia. La más destacable: la dichosa "Chica ye-yé" que la Velasco canta desgañitándose, acompañada por su conjunto (los Three Horses, con Luis Varela de batería).

Aunque, a tenor de lo dicho en el párrafo anterior, quizá deberíamos puntualizar que cuando calificamos Historias de la televisión de "película de circunstancias" no es por capricho: en primer lugar, quienes la rodaron no se tomaban muy en serio el formato televisivo. De hecho, el prólogo inicial con una voz en off ya arroja una imagen frívola del medio, con esos seriales americanos de lenguaje soez que se cuelan en los salones de las casas a la hora de comer. Pero es que, además, el filme se rodó como se hacía la televisión en aquel entonces: con sonido directo y en tiempo real. Lo cual nos da una idea de la inmediatez que se pretendía transmitir con un producto muy del momento, fresco y sin voluntad de perdurar.

"¡No te quieres enterar, ye-yé!"