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lunes, 6 de junio de 2022

Varietés (1971)




Director: Juan Antonio Bardem
España, 1971, 99 minutos

Varietés (1971) de J.A. Bardem


Casi veinte años después del estreno de Cómicos (1954), Juan Antonio Bardem se descolgaba con un remake en clave musical de su propia película, al servicio, como suele decirse en estos casos, de una Sara Montiel que ya sobrepasaba la cuarentena. A diferencia de su predecesora, Varietés (1971) es una cinta repleta de colorido en la que la carga dramática queda atenuada ante la profusión de números cantados ("La pícara ingenua", "La bien pagá", "Toda una vida", "Lágrimas negras"...) y el consabido sex appeal de la actriz.

De hecho, si Cómicos contenía una honda reflexión sobre las interioridades y miserias de un oficio que Bardem, en tanto que hijo de actores, conocía de primera mano, Varietés se rueda, en cambio, en una época en la que el mundo del espectáculo, como el propio país, atraviesa una situación algo más boyante. Lo cual da como resultado una cinta desprovista de contenido social, apenas un vodevil para lucimiento de la Montiel excelentemente fotografiado, eso sí, por el francés Christian Matras (1903–1977).



La rivalidad entre la joven aspirante Ana Marqués (Sara Montiel) y la veterana Carmen Soler (Trini Alonso) dará lugar a más de una situación tensa a consecuencia del carácter despótico de la segunda, así como los sucesivos amoríos de Ana con el pianista Miguel Solís (Vicente Parra) y el empresario teatral Arturo Robles (Chris Avram): avatares de una compañía de variedades en la década de los treinta que acaparan la práctica totalidad del argumento.

Con gran acierto por su parte, Bardem deja en el anonimato a "ese juez invisible que se llama público", mostrando apenas negrura cuando enfoca el espacio, más allá del escenario, que se supone ocupa el patio de butacas. Oportuna manera de subrayar la fragilidad de quienes, en un mundo de zancadillas y sinsabores, pasan la mayor parte de su vida esperando, ya sea "el triunfo, la gloria, el dinero o sólo el aplauso".



domingo, 8 de noviembre de 2020

Pequeñeces... (1950)




Director: Juan de Orduña
España, 1950, 130 minutos

Pequeñeces... (1950) de Juan de Orduña


Lector amigo: Si eres hombre corrido y poco asustadizo, conocedor de las miserias humanas y amante de la verdad, aunque ésta amargue, éntrate sin miedo por las páginas de este libro; que no encontrarás en ellas nada que te sea desconocido o se te haga molesto. Mas si eres alma pía y asombradiza; si no has salido de esos limbos del entendimiento que engendra, no tanto la inocencia del corazón como la falta de experiencia; si la desnudez de la verdad te escandaliza o hiere tu amor propio su rudeza, detente entonces y no pases adelante sin escuchar primero lo que debo decirte.

Luis Coloma
Pequeñeces

Decir CIFESA es sinónimo de grandilocuencia, de superproducción a base de cartón piedra. Constantes que definieron lo más parecido que hubo nunca en España al sistema de estudios hollywoodense. Una fórmula que arrasó con el éxito de Locura de amor (1948) y que Pequeñeces pretendía repetir valiéndose de similares ingredientes. No en vano, el director y gran parte del elenco de intérpretes eran los mismos, aunque en esta ocasión el trasfondo histórico elegido fue el Madrid decimonónico de Amadeo de Saboya.

Magnificencia de vestuario y de unos decorados espléndidos, a cargo del mítico Sigfrido Burmann, que sirven de marco para que los actores reciten el texto con la habitual ampulosidad del cine patrio de aquel entonces. Algo que, en buena medida, ya estaba presente en la polémica novela del jesuita Padre Coloma, publicada por entregas entre 1890 y 1891: una sátira de la vida mundana, de marcado tono moralizante, que a los responsables de la productora les pareció el material idóneo para contentar, a partes iguales, al público ávido de morbosidad en forma de adulterios y a la mojigata censura franquista, siempre propensa a los finales aleccionadores.



Y es que la revoltosa Currita Albornoz (Aurora Bautista), versión celtíbera de la traviata italiana, es ese tipo de mujer descarriada que más pronto que tarde deberá arrepentirse de su conducta disoluta pagando un alto precio en lo personal tras haber engañado al tonto de su marido con varios amantes y haber desatendido al hijito que será carne de internado por culpa de la desidia materna. Niño al que, por cierto, daba vida en la versión fílmica un jovencísimo Carlos Larrañaga de apenas doce años, mostrando, a pesar de tan temprana edad, unas cualidades interpretativas que ya hacían presagiar su posterior trayectoria como actor de renombre.

Los duelos a muerte, los grandes salones repletos de comensales, los bailes de disfraces, las calles tomadas por los partidarios de la república (la primera, por supuesto), los aristócratas exiliados en París... Un contexto convulso, rebosante de intrigas palaciegas, que discurre en paralelo a los desmanes de la tal Currita, la adúltera despreocupada e irredenta para quien sus imprudencias en compañía del malogrado Velarde (Ricardo Acero) o del apuesto Marqués de Sabadell (Jorge Mistral) no son sino insignificantes "pequeñeces".



viernes, 5 de junio de 2020

La bella Lola (1962)




Director: Alfonso Balcázar
España/Francia/Italia, 1962, 111 minutos

La bella Lola (1962) de Alfonso Balcázar


En su libro Paco Pérez-Dolz, el camí de l'ofici (Pòrtic/Filmoteca de Catalunya, primera edición: octubre de 2007), Ferran Alberich revela el siguiente episodio a propósito del filme que nos ocupa: "Antes de que finalizase el rodaje, Sara Montiel echó fuera del plató a Alfonso Balcázar porque no le gustaba cómo estaba dirigiendo la película. Era una situación sumamente peculiar, si tenemos en cuenta que el director era también el productor. Fue la misma Sara Montiel la que escogió a Paco Pérez-Dolz para que acabase la película. […] Todos colaboraron para que las cosas salieran lo mejor posible, sobre todo el director de fotografía, Mario Montuori. El resto del rodaje transcurrió sin ningún problema. Sara se comportó como si no hubiera pasado nada: llegaba a la hora, hacía caso de las indicaciones del nuevo director y no puso ninguna pega a la planificación de los números musicales, que eran bastante diferentes de los que ella estaba acostumbrada a hacer." [Traducción de Paulino Rodríguez]

Que la Montiel era una mujer de armas tomar queda meridianamente claro tras anécdotas como la anterior. Una diva a la altura de los personajes que solía interpretar en el cine y a la que no le temblaba el pulso si tenía que enfrentarse con cualquier mandamás que se le pusiera por delante. De ahí ese hieratismo que transmite a la pantalla, quizá el rasgo más característico de una actriz que más que actuar levitaba.



Filme de una conseguida ambientación decimonónica, el guion de La bella Lola (1962), coescrito por Jesús María de Arozamena, Miguel Cussó y José María Palacio, era, no obstante, una versión oficiosa e indisimulada de La dama de las camelias hecha a la medida de su protagonista, quien interpreta hasta once números musicales distintos. Una de aquellas coproducciones entre varios países, fruto del tesón del clan Balcázar, que deja entrever el poderío de un imperio (modesto, pero imperio al fin y al cabo) que tenía, sin embargo, los días contados.

En efecto, esta película fue la última que se filmó en los míticos Estudios Orphea de Barcelona, devorados, apenas un mes después de concluido el rodaje, por un incendio cuyas causas nunca llegarían a esclarecerse del todo y que acabó marcando el declive de la producción cinematográfica en la ciudad.


martes, 30 de julio de 2019

La dama de Beirut (1965)




Director: Ladislao Vajda
España/Francia/Italia, 1965, 89 minutos

La dama de Beirut (1965) de Ladislao Vajda


La dama de Beirut, coproducción hispano-franco-italiana rodada en los míticos estudios Balcázar de Barcelona, fue lo que, en el argot cinematográfico de aquel entonces, se solía denominar película para el lucimiento de la actriz protagonista, en este caso una Sara Montiel a las puertas de su decadencia profesional. Aunque si la cinta ha pasado a la historia no lo es tanto por sus dudosos méritos artísticos, sino porque el director Ladislao Vajda, aquel húngaro entrañable que alcanzara la fama una década antes gracias a Marcelino pan y vino (1955), falleció en pleno rodaje a consecuencia de un infarto fulminante.

Circunstancia, esta última, que queda patente por lo apresurado del desenlace o en esos horrendos playback mediante los que la Montiel se marca hasta siete numeritos musicales —algunos de inspiración flamenca; otros, como "Les feuilles mortes", para satisfacer a los socios franceses— que son la verdadera razón de ser del filme. Lo demás, incluido un guion sin pies ni cabeza en el que intervinieron demasiadas manos (entre ellas las de José Antonio de la Loma), es puro relleno.

El doctor Castello (Fernand Gravey) abraza a Isabel Llanos

La cosa va de una cupletista (otro de esos términos arcaizantes o caídos en desuso) que, al aceptar una jugosa oferta de trabajo para convertirse en la estrella de los cabarés de la capital del Líbano (los exteriores, sin embargo, se rodaron en Tánger, que pillaba más cerca y era más barato...), acaba siendo víctima de una peligrosa red de trata de blancas. Suerte que un apuesto galán, primero, y un bondadoso doctor ya entrado en años, que luego resulta ser padre del anterior, se cruzarán en su camino para salvarla, redimirla y llevarse a la moza a París.

No faltarán quienes se pregunten, después de haber visto La dama de Beirut, cuál tuvo que ser el mérito de Sara Montiel para llegar a convertirse en el mito que fue. No obstante, conviene tener en cuenta, al respecto, que juzgar el valor de un artista a toro pasado suele comportar errores de apreciación si únicamente nos guiamos por los gustos actuales: puede que su forma de cantar, actuar o bailar nos parezca pomposa y hasta afectada, pero también hay que considerar que los gustos del público varían y que lo que hoy se nos antoja ridículo, en el marco de una mediocre producción de serie B, en aquella España raquítica y reprimida bien pudo ser recibido como el summum del erotismo.


sábado, 28 de abril de 2018

El Capitán Veneno (1951)




Director: Luis Marquina
España, 1950, 85 minutos



- I -

Un poco de historia política

La tarde del 26 de marzo de 1848 hubo tiros y cuchilladas en Madrid entre un puñado de paisanos que, al expirar, lanzaban el hasta entonces extranjero grito de ¡Viva la República!, y el Ejército de la Monarquía española (traído o creado por Ataúlfo, reconstituido por Don Pelayo y reformado por Trastamara), de que a la sazón era jefe visible, en nombre de doña Isabel II, el Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, don Ramón María Narváez...

Y basta con esto de historia y de política, y pasemos a hablar de cosas menos sabidas y más amenas, a que dieron origen o coyuntura aquellos lamentables acontecimientos.

Pedro Antonio de Alarcón
El Capitán Veneno

El repaso pormenorizado de los títulos de crédito de El Capitán Veneno nos deja alguna que otra sorpresa: diálogos de Wenceslao Fernández Flórez, música de Cristóbal Halffter... Nombres ilustres de los que cabe inferir la importancia de una película que hoy podría pasar, erróneamente, por una de tantas producciones históricas del cine español de finales de los cuarenta y primeros cincuenta.

Cantando una jota

El carácter cómico de la misma ya estaba presente en el texto de Pedro Antonio de Alarcón en el que se basa, si bien con un estilo muy diferente. Compárese, si no, la alambicada prosa alarconiana con el chiste que, en boca del colérico Jorge de Córdoba, abre la acción en la película:

¿El rey? ¿A qué viene el rey? Qué terrible imprudencia, el rey en la mesa, cuando no tenemos más que dos copas. ¿No comprende usted que me obliga a soltar el tres, en beneficio de Suárez, que tiene el as?

Juego de palabras que contrasta vivamente con la prolija descripción que hallamos al frente del original decimonónico:

- II -

Nuestra heroína

En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa y limpia casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel entonces, y teatro de la refriega en tal momento, vivían solas, esto es, sin la compañía de hombre ninguno, tres buenas y piadosas mujeres, que mucho se diferenciaban entre sí en cuanto al ser físico y estado social, puesto que éranse que se eran una señora mayor, viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija suya, joven, soltera, natural de Madrid y bastante guapa, aunque de tipo diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en todo a su padre); y una doméstica, imposible de filiar o describir, sin edad, figura ni casi sexo determinables, bautizada, hasta cierto punto, en Mondoñedo, y a la cual ya hemos hecho demasiado favor (como también se lo hizo aquel señor Cura) con reconocer que pertenecía a la especie humana...

Queda clara, pues, la pericia del director Luis Marquina a la hora de traducir en imágenes un material tan, a priori, alejado de la gramática cinematográfica. Y que, interpretado por un elenco de actores encabezado por Fernando Fernán Gómez y Sara Montiel (y en el que no faltaron los habituales secundarios: Pepe Isbert como el perogrullesco doctor Sánchez, Manolo Morán haciendo de relamido primo del protagonista o Julia Lajos en el papel de Marquesa de Villadiego), conforma un delicioso cuadro en torno a la disparatada figura de un atrabiliario oficial, herido de guerra y soltero irredento.

Rasgos, estos últimos, que encajaban a la perfección en la escala de valores franquista, al tratarse de un héroe que pone en peligro su integridad física intentando sofocar una sublevación republicana (palabra que aún conservaba temibles connotaciones apenas transcurrida una década tras la contienda civil) y que finalmente sucumbe a los encantos de la vida familiar.


sábado, 19 de agosto de 2017

Alhucemas (1948)




Director: José López Rubio
España, 1948, 77 minutos

Alhucemas (1948) de José López Rubio


Hay que rendirse a la evidencia. El problema de Marruecos no es para España. Esas fuerzas militares repartidas por los riscos marroquíes no conquistan nada ni defienden nada ni protegen nada. Ningún beneficio puede deducirse de su estancia en blocaos y campamentos. Ahora dicen que hace falta la operación sobre Alhucemas. Lo preparan quienes se empeñan en estirar la guerra para prolongar el mangoneo de figuración y de millones. Y bien, hecha la teatral operación sobre Alhucemas, habremos enterrado unos centenares de víctimas y unos centenares de millones más, ¿para qué? Para una aventura sin honra ni provecho, porque según avancemos en territorio enemigo, necesitaremos más posiciones, más guarniciones, más convoyes, más columnas de protección. El país es montañoso, árido, pelado, pobrísimo. No tiene caminos, hay que llevarlo todo. Para domarlo se necesita luchar, más que con hombres, con una naturaleza inclemente y hostil. ¿Continuará derramándose la sangre de nuestra juventud e invirtiéndose montones de oro en una campaña que aborrece el pueblo español y que sólo tiene por fin satisfacer las ruines ambiciones de los militares y pugna con el interés de la nación? No, el desembarco a pecho limpio en Alhucemas no puede entrar en los cálculos de ningún estratega por muy Escipión el Africano que se sienta consultando los planos del Estado Mayor.

Por extraño que parezca, el texto anterior es leído en voz alta en una película abiertamente franquista y concebida para hacer apología de las campañas militares llevadas a cabo por el ejército español en el norte de África. Sin embargo, el mismo artículo que un grupo de oficiales escucha con actitud burlona y que los autores del filme consideraron recurso idóneo para ridiculizar el punto de vista de los, en su opinión, poco patriotas, se revela, casi setenta años después, como la única verdad contenida en él.

Porque el ejercicio propagandístico que se lleva a cabo en Alhucemas es tan abyecto como las atrocidades cometidas por todos los regímenes militares en las denominadas guerras coloniales. Y lo curioso del caso es que la produjo y protagonizó Julio Peña, el mismo actor que, una década antes, en plena contienda civil, participó en el rodaje de la republicana Sierra de Teruel (L'espoir) a las órdenes de Malraux. Quizá necesitaba desquitarse o, tal vez, simplemente justificarse ante las autoridades de la dictadura para aplacar cualquier suspicacia sobre su pasado reciente. De hecho, interpreta a un capitán en principio apático respecto a la vida marcial, pero que, poco a poco, se irá contagiando del viril ardor guerrero de sus camaradas. Ya se lo había prevenido un viejo coronel al incorporarse a filas: "Y no olvide que ésta es una guerra que ha de hacerla la oficialidad con su prestigio, con su esfuerzo y con su sangre..."

Julio Peña (Capitán Salas) y José Bódalo (Comandante Almendro)

Pero, en cualquier caso, poco podemos añadir nosotros cuando son las propias proclamas surgidas de la pluma del guionista Enrique Llovet las que hablan por sí solas. En el momento álgido del desembarco, y dando rienda suelta a la repugnante retórica entonces tan en boga, la voz en off del capitán Salas deja ir la siguiente perorata que, por su interés histórico, reproducimos íntegramente:

Los mejores soldados del mundo, aquellos de los que se había dicho que cada uno de ellos merecía el bastón de mariscal, marchaban alegremente a realizar un viejo sueño. Librar en el corazón del Rif la última batalla, conquistar la paz victoriosa y bautizar una vez más con sangre española las tierras extranjeras. En aquellas horas, soñaron los corazones al nombre de una victoria que ya aleteaba en las palabras del general, temblorosas por la emoción de aquel amanecer en el Estrecho. Los bravos y aventureros legionarios, que han visto en la bandera española la tradición gloriosa y el emblema de la civilización en ésta impresa, los indígenas expertos que conocen la justicia de nuestro proceder, la limpieza de nuestro trato y el bienestar que representamos para su país, y los soldados peninsulares, descendientes legítimos de aquellos héroes que acompañaron al Gran Capitán, forman esta falange que lleva a España a bordo de sus navíos y con la que va a reverdecer, no por afán de guerrear, sino por espíritu de propia conservación, las glorias de sus antepasados. Cumplamos, pues, como soldados españoles dignos del pasado y de nosotros mismos, que podemos y debemos tener el orgullo de ser una raza excelsa, un pueblo fuerte y una nación organizada y gobernada. Los legionarios de Franco, las jarcas de Varela y Muñoz Grande, los infantes, los artilleros, los jóvenes pilotos españoles, los servicios, todos, todos en sus puestos, habían tensado sus nervios en aquella mañana inolvidable.

Sobre todo la parte de "los indígenas [...] que conocen [...] el bienestar que representamos para su país" es de una perversidad inadmisible. De modo que si, en estos días de dolor tras el brutal atentado perpetrado en las Ramblas de Barcelona, alguien siente la tentación de despotricar contra los marroquíes, que eche la vista atrás y que considere el daño que se les hizo previamente: la violencia es siempre condenable, venga del bando que venga, pero a lo mejor es de aquellos polvos de donde ahora nos vienen estos lodos...


domingo, 18 de diciembre de 2016

Bambú (1945)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1945, 94 minutos

"Pobre, limpia y decente"

Bambú (1945) de J.L. Sáenz de Heredia


Superproducción de Suevia Films al servicio de Imperio Argentina, Bambú contenía todos los elementos imprescindibles para lograr captar la atención del autárquico público de 1945: elevadas dosis de evasión a base de "auténticos" decorados cubanos realizados en los estudios CEA de Ciudad Lineal (Madrid), un repertorio de canciones de inspiración antillana compuestas (al igual que el guion) por Joaquín Goyanes de Osés y música incidental nada más y nada menos que a cargo de don Ernesto Halffter (1905–1989). A lo que había que sumar la ambientación del maestro Moisés Simons, más Regino Sainz de la Maza como guitarra solista, la asesoría musical de A. de las Heras, el cuerpo de baile del Teatro Lope de Rueda bajo la dirección de Roberto Carpio y la Orquesta Nacional dirigida por el maestro portugués Pedro de Freitas Branco. ¡Uf...!

Abrumador despliegue que se completaba con un elenco de actores en el que sobresalían Luis Peña como el compositor, reconvertido en soldado, Alejandro Arellano; Fernando Fernán Gómez (Antonio) en su típico rol de galán cómico y una pléyade de secundarios como Alberto Romea (el General don Jerónimo), la oronda Julia Lajos (doña Matilde, esposa del General), una jovencísima Sarita Montiel (Yoyita, hija del General), Nicolás Perchicot (padre del recluta por el que se cambia Alejandro) o Fernando Fernández de Córdoba (el pérfido don Arturo).

Bambú (Imperio Argentina) en pleno candombe


Situada en plena revuelta de los mambises de la manigua, Bambú posee unos diálogos brillantes, repletos de réplicas ingeniosas, como aquella en la que Alejandro, cansado de la cachaza del criado afroamericano del General, pierde los nervios:

MAYORDOMO: ¿Qué nombre me dijo? 
ALEJANDRO: ¡Alejandro Arellano, caramba! 
MAYORDOMO: Dispense: se me había olvidado el segundo apellido...

Antonio (Fernando Fernán Gómez) y Alejandro (Luis Peña)


Un aspecto menos cuidado, en cambio, es el acento con el que se expresan algunos de los personajes, como la muchacha de exótico nombre a la que encarna Imperio Argentina, que en su modo de hablar tiene más de andaluza que de cubana. O el gracioso Antonio, supuestamente malagueño y que no soportará mucho rato la estulticia del anciano erudito que lo requiere como informante, durante el transcurso de una fiesta en la residencia del General, para completar un estudio que prepara sobre "giros y voces" propios del mediodía español: pero resulta que en Málaga a los boquerones los llaman boquerones, al pato lo llaman pato y a don Cleto Suárez el mozalbete lo llama plomo (a lo que el "sabio" queda tan y tan agradecido).

Tiene, por último, Bambú un final apoteósico: Alejandro, en el delirio de la batalla y tras ser alcanzado por una bala, se vuelve a ver dirigiendo una orquesta, la misma que pone música a la escenificación de la vida de su amada. Pero ésta también resulta malherida, con lo que se estrechan las manos de los dos amantes, en un soberbio primer plano final que se anticipa en más de un año al desenlace de Duelo al sol de King Vidor.


lunes, 4 de julio de 2016

Mariona Rebull (1947)




Director: José Luis Sáenz de Heredia

España, 1947, 110 minutos


¡Rebull te da aalaaasss...!

Mariona Rebull (1947) de José Luis Sáenz de Heredia


La ceniza fue árbol es el bello título con el que el novelista catalán Ignacio Agustí (1913-1974) bautizó su más célebre saga de novelas. La primera de ellas, Mariona Rebull (1943) obtuvo tal éxito que sucesivamente le seguirían El viudo Rius (1944), Desiderio (1957), Diecinueve de julio (1965) y, por último, Guerra civil (1972).

Para la adaptación cinematográfica que dirige en 1947, José Luis Sáenz de Heredia decide comprimir los dos primeros volúmenes (aunque mantiene el título del primero como título de la película). Se nota que hay mucha materia resumida en el filme. De entrada, por las inusuales dos horas de metraje (lo cual es mucho para la época), pero también por la fugacidad con la que se suceden en la pantalla los numerosos acontecimientos que jalonan la historia familiar de los Rius.

Porque he ahí donde reside el meollo de Mariona Rebull: en cómo logra un clan de la burguesía barcelonesa erigir su propio imperio a partir de la industria textil. La fábrica que Joaquín hereda de su padre y que, a su vez, éste legará a su hijo se convierte en el marco principal de una historia con una estructura muy particular: durante un trayecto en tren, el viudo Rius (José María Seoane) le cuenta a la bella Lula, su joven compañera de viaje (Sarita Montiel), la desgracia que le sucedió quince años atrás. Y así iremos saltando en el tiempo hasta que el viaje llega a su fin y la película continúa con la entrada en escena del joven Desiderio, heredero del emporio.

Ernesto (T. Blanco), Mariona (B. de Silos) y Joaquín (J. Mª Seoane)


En el ínterin, habremos conocido los dos hechos que enturbian el recuerdo de Joaquín: por una parte el fallecimiento de su mujer Mariona (Blanca de Silos) en 1893, víctima de la bomba Orsini que el anarquista Santiago Salvador lanzó desde el quinto piso del Liceo (el contexto histórico es absolutamente verídico); por otra, el adulterio que Mariona comete con Ernesto (Tomás Blanco).

Como vemos, el trasfondo ideológico de la película no puede ser más reaccionario, ya que se castiga con la muerte (violentísima, por lo demás) el pecado mortal en el que incurren la ingrata esposa y el amigo desleal. Pero es todavía peor la visión paternalista que se ofrece de las relaciones entre patrón y empleados, por no hablar de los desarrapados huelguistas que, con sus protestas, ponen en "peligro" el orden social. 

Se hace evidente, por lo tanto, que lo de menos en una superproducción de estas características es la trama decimonónica, con sus líos de alcoba y su boato de salón, sino que lo más importante es la defensa a ultranza de los valores capitalistas y de la docilidad de unos empleados que deben besar, y nunca morder, la mano del amo que los protege.

domingo, 7 de febrero de 2016

La mies es mucha (1948)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1948, 103 minutos

La mies es mucha (1948)


En este mismo momento, antes y después, cuando cada uno de nosotros descansa, hay un misionero que no conoce el descanso ni la comodidad ni la paz. Desde Alaska a la Tierra del Fuego, desde el Amazonas al mar del Japón, en la India, en África, en la China, en Oceanía, por toda la redondez del mundo, camina esta milicia derramando la única luz que alumbrará hasta la consumación de los siglos: la fe de Cristo.

Con estas palabras en off comienza La mies es mucha, dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1948. La misma voz en off que nos presentará al padre Santiago Hernández (interpretado por Fernando Fernán Gómez) a su llegada a la India procedente de Castilla, cuando "aún perdura en sus ojos el polvillo de la última siega". 

Ilusionado ante las expectativas de su destino en Cuttack, el buen misionero pronto descubrirá que las cosas son allí más complicadas de lo que esperaba. Ya de entrada, tendrá que competir por las conversiones de los locales con un pastor protestante que dispone de recursos más atractivos que los suyos para atraer a los hambrientos: no sólo posee un armonio en el templo sino que les ofrece un curioso sistema de puntos (hasta treinta si van a misa) por salvar su alma. 

También deberá soportar las intrigas de los líderes religiosos paganos que incitan a la población nativa en contra de la misión española, así como las de Sander, el propietario de una mina de manganeso que explota a los trabajadores y les presta dinero a un alto interés. En este último caso, el padre Santiago interviene a favor de los mineros ofreciéndose para pagar una deuda que asciende a 47 libras, lo que le coloca en una situación comprometida, ya que en realidad no posee dicha cantidad de dinero. Las cosas se ponen cada vez más y más duras para el misionero, incluyendo una epidemia de peste, pero el padre Santiago se enfrentará a todos los retos con abnegación, a pesar de las inclemencias del clima.

Sin embargo, nadie diría, viendo La mies es mucha, que la película no se rodó realmente en la India sino en Málaga y que los supuestos hindúes de la aldea de Catinga eran en realidad extras gitanos. Claro que no menos chocante resulta ver a Julia Caba Alba o a Sara Montiel ataviadas con un sari.


domingo, 26 de julio de 2015

Con la pata quebrada (2013)




Director: Diego Galán
España, 2013, 83 minutos

Eso de que la mujer casada debía estar encerrada en casa y con la pata quebrada es algo que, desafortunadamente, queda reflejado en no pocas películas de la cinematografía española. Así lo corrobora el análisis que lleva a cabo Diego Galán en su documental Con la pata quebrada (2013), coproducido por Enrique Cerezo y los hermanos Almodóvar y relatado a través de la voz del actor Carlos Hipólito.

Resulta de enorme interés el recorrido realizado a lo largo de fragmentos extraídos de numerosos filmes (muchos de ellos hoy en día olvidados, pero aun así de indudable valor histórico), desde los tiempos de la Segunda República hasta la actualidad. De modo que es perfectamente posible observar la evolución de la sociedad española y del papel que ocupa en ella la mujer a través de películas tan dispares como El negro que tenía el alma blanca (1934), Carne de fieras (1936), Alba de América (1951), Las chicas de la Cruz Roja (1958), La tía Tula (1964) o Varietés (1971).

No es de extrañar, por tanto, que los filmes del periodo republicano reflejen la efervescencia política de aquel entonces (momento en el que, bajo el influjo de personalidades del mundo de la política como Dolores Ibárruri o Frederica Montseny, se consiguió el derecho al voto y un claro avance en los derechos de la mujer) para pasar, ya en pleno periodo franquista, a un papel mucho más tradicional: el de la casta madre y ama de casa, aleccionada por la Sección Femenina y reposo del 'guerrero'. Claro que el cine patrio también reservaba entonces un lugar para las descarriadas, siendo Sara Montiel una de las actrices que más veces encarnó dicho rol en filmes como El último cuplé (1957). Luego vendrían el Landismo y sus frivolidades y, finalmente, el consabido destape que, lejos de contribuir a su emancipación, convirtió a la mujer en objeto de deseo sexual.


El director Diego Galán

lunes, 20 de julio de 2015

Locura de amor (1948)



Director: Juan de Orduña
España, 1948, 112 minutos

Superproducción Cifesa basada en la obra homónima de Manuel Tamayo y Baus estrenada el 12 de enero de 1855 y que ya había sido previamente adaptada a la pantalla en 1909 por los barceloneses Ricardo de Baños y Albert Marro. 

Con la grandilocuencia propia de la época, la trama viene a sugerir que doña Juana la Loca no enloqueció realmente sino que fue víctima de las intrigas palaciegas urdidas por el entorno de Felipe el Hermoso. A tal efecto, resulta curioso observar cómo los personajes positivos son en su mayoría nobles castellanos de lealtad inquebrantable, como, por ejemplo, el capitán don Alvar de Estúñiga (Jorge Mistral), el Almirante (Juan Espantaleón) o la pobre reina (Aurora Bautista), mientras que los traicioneros proceden de otras latitudes, como Flandes (Felipe el Hermoso o Don Filiberto de Vere, interpretados, respectivamente, por Fernando Rey y Jesús Tordesillas) o la Granada morisca (caso de la pérfida Aldara, encarnada por la bella Sarita Montiel).

Al margen de la lectura interesada que se hiciera en su momento del episodio histórico, lo realmente interesante de una película como Locura de amor es la magnificencia de los decorados de cartón piedra obra del alemán Sigfrido Burmann (1891–1980), figura emblemática del cine español de aquel periodo que participó en cuantiosas producciones y que, por ello, merecería un reconocimiento mayor del recibido.

Como también hay que valorar en su justa medida la interpretación que lleva a cabo Aurora Bautista de la reina y su locura. A pesar de que puede ser tildada de hiperactuación (el personaje, en este caso, lo requiere), resulta muy llamativa la semejanza del travelín en retroceso de la escena final, junto al lecho de muerte de su amado Felipe, con la gesticulación extravagante que llevaría a cabo dos años después Norma Desmond (Gloria Swanson) al bajar por la escalera de su mansión, filmada también con análogo movimiento de cámara, en El crepúsculo de los dioses (1950). Si los devaneos de la Swanson son hoy considerados geniales, no deberían serlo menos su precedente en Locura de amor.


Fernando Rey y Aurora Bautista
Programa de mano
Doña Juana la Loca (1878) de Francisco Pradilla y Ortiz

lunes, 1 de junio de 2015

Don Quijote de la Mancha (1947)











Director: Rafael Gil
España, 1947, 137 minutos



La obra cumbre de la literatura castellana ha sido objeto de no pocas adaptaciones cinematográficas. Además de la versión de Rafael Gil, cabría mencionar también Don Quijote cabalga de nuevo (1973), con Cantinflas en el papel de Sancho y Fernando Fernán Gómez en el del hidalgo manchego, El Quijote de Miguel de Cervantes (1991–1992), dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón para RTVE, y, del mismo director, El caballero Don Quijote (2002).

De las versiones extranjeras, las más curiosas son la inacabada de Orson Welles (iniciada en 1955), El hombre de la Mancha (1972), sobre el musical de Brodway del mismo título y protagonizada por Sofia Loren y Peter O'Toole, la soviética Don Kikhot (1957) dirigida por Grigori Kozintsev o el Don Quixote (1933) de Georg Wilhelm Pabst.

Estando, como estamos, en 2015 (año de conmemoración del cuarto centenario de la publicación de la segunda parte de la novela), era bueno recordarlo.



En cuanto a la adaptación de cartón piedra de Rafael Gil, poco se puede añadir que no salte a la vista: la España de la autarquía no estaba para muchos cohetes, pero, aun así, Cifesa se permitió la licencia de rodar esta superproducción (para los medios escasos de la época, claro está), rebosante de decorados y vestuario. La interpretación de los actores (encabezados por Rafael Rivelles y Juan Calvo) adolece, sin embargo, del estilo declamatorio y engolado que imperaba por aquel entonces en las tablas nacionales.

Da la sensación, por otra parte, de que se ha querido resumir mucho texto en poco espacio y la transición entre un episodio y otro resulta precipitada. No se proyecta la imagen real del don Quijote popular, con su castellano coloquial, sino que deliberadamente se quiso "ennoblecer" al personaje (en el peor sentido de la expresión), prescindiendo de todo elemento realista. En el afán por condensar la trama, además, se falta a la verdad: cuando hacia el final de la película don Quijote propone a Sancho una cuarta salida (como pastores: Quijótiz y Pancino) se está obviando que en la novela de Cervantes es Sancho quien hace la propuesta, con lo que tiene de revolucionario que el escudero haya interiorizado los valores de su amo (se ha quijotizado, por así decirlo). Parece como si la censura franquista hubiera querido evitar que la locura (la sana locura de don Quijote) pudiera contagiarse a otros personajes.