Mostrando entradas con la etiqueta Julita Martínez. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Julita Martínez. Mostrar todas las entradas

lunes, 27 de agosto de 2018

Bombas para la paz (1959)




Director: Antonio Román
España, 1959, 83 minutos

Bombas para la paz (1959) de Antonio Román


Ciertamente sería estupendo que las bombas provocasen estallidos de concordia en vez de masacrar poblaciones enteras, a menudo ajenas al conflicto. Antonio Román y su nutrido equipo de guionistas (Iglesias, Paso, Vich, Elorrieta) así debieron considerarlo al pergeñar, a finales de la década de los cincuenta, la entrañable Bombas para la paz. Conviene tener en cuenta que, por aquel entonces, la amenaza nuclear era uno de los temores que más acongojaba a la humanidad, por lo que no deja de ser lógico que, entre bromas y veras, el tema se prestase como idea de fondo para hacer una comedia.

En la estela de clásicos hollywoodenses de la categoría de Me siento rejuvenecer (Monkey Business, 1952) de Howard Hawks, el hallazgo de estos científicos españoles (geniales Félix Fernández en el papel de don Carlos y Fernán Gómez como su fiel discípulo Alfredo) resulta incluso más trascendental que la fórmula de la eterna juventud.



En realidad, la cuestión que planea entre líneas —a pesar de una primera parte sainetesca en la que Alfredo es hostigado por su prometida, su oronda futura suegra y un as de la lucha libre— es el miedo a qué barbaridades no será capaz de inventar la ciencia en aras del progreso, cuando no de la supremacía política o militar de las naciones si ésta se pone al servicio de los poderosos. Por eso, el que unos investigadores conciban explosivos benignos gracias a "un cuerpo químico nuevo" debe considerarse un sarcasmo en toda regla, aún más, si cabe, a la luz de cómo se desarrollará la Gran (y accidentada) Conferencia de la Paz que tiene lugar en París.

Llegados a este punto, se hace necesario puntualizar qué línea ideológica deja traslucir una película todo lo cómica que se quiera, sí, pero rodada en pleno franquismo al fin y al cabo. Y la conclusión es más bien desalentadora, puesto que las ocurrencias y demás agudezas de sus diálogos, sin duda brillantes, encubren, en cambio, una visión de lo que se estaba cociendo allende nuestras fronteras con evidente tendencia al menosprecio. Sirva de ejemplo la ya mencionada cumbre parisina: el continuo galimatías en el que se enzarzan unos y otros, ante la mirada atónita de Alfredo en representación de los Países Libres Unidos Tras (sic) Oceánicos (PLUTO), no deja de ser una manera un tanto burda de mofarse de las democracias occidentales (EE.UU., Francia, Reino Unido...) lo mismo que de la URSS, de los regímenes comunistas y del propio sistema parlamentario. Por no hablar, en el plano cultural, del tugurio existencialista que visitan Alfredo y Cecilia (la argentina Susana Campos en su primer papel en España): apenas una atracción turística en la que los parroquianos son mostrados por un guía como si fuesen las fieras del zoológico y donde, tras arrojar uno de esos artefactos "pacificadores", hasta los propios barbudos se vuelven "normales", avergonzándose de la vida ociosa y contemplativa que hasta ese momento llevaban.

"¡Menos pum y más pan!"

domingo, 21 de enero de 2018

Fulano y Mengano (1957)




Director: Joaquín Luis Romero Marchent
España, 1957, 82 minutos

Fulano y Mengano (1957)


GUARDIA: Podrían ir más decentes. ¡Parecen pordioseros! 
CARLOS: (avergonzado) Tiene razón. Hay que adecentar la ropa. 
EUDOSIO: Podríamos comprar trajes nuevos... 
CARLOS: Lo más nuevo que haya en ropa vieja. 

Por su ambientación eminentemente neorrealista, Fulano y mengano forma parte de esa poco frecuente nómina de películas del cine español de los cincuenta y sesenta que se atrevieron a mostrar las estrecheces que padecía buena parte de lo que entonces se llamaba, no sin cierta ironía despreciativa, clases subalternas. Infrecuentes y, sobre todo, malditas, habida cuenta del celo con el que la censura franquista masacraba todo aquello que arrojase una imagen mínimamente divergente respecto a la versión oficial impuesta por el régimen. 

El inquilino (1958) o Surcos (1951), ambas de Nieves Conde; El pisito (1958) y El cochecito (1960) de Marco Ferreri; Plácido (1961) o El verdugo (1963) de Berlanga; Mañana... (1957) de Nunes y tantas otras, a menudo protagonizadas por Pepe Isbert o Fernando Fernán Gómez a partir de guiones de Rafael Azcona. En todas ellas (y aun en alguna más que no citamos) se respira la misma miseria, el mismo agridulce desencanto.



Quizá con un desenlace cómico presumiblemente concebido para agradar a los censores y que más bien desentona comparado con el planteamiento inicial, Fulano y mengano no dejaba en muy buen lugar ni a la justicia, puesto que Eudosio (Isbert) y Carlos  (Juanjo Menéndez) no dejan de ser dos inocentes encarcelados injustamente, ni al sistema penitenciario (la escena en la prisión presenta a los internos hacinados en el patio, vestidos con el burdo uniforme carcelario) ni mucho menos a la Seguridad Social (el padre de Esperanza fallece en condiciones deplorables tras serle administrados, tarde y mal, unos medicamentos muy caros) o al Ministerio de la Vivienda (no hay más que ver la casa ruinosa en la que acabarán refugiándose los protagonistas tras recuperar la libertad). Duras condiciones de subsistencia, como queda patente, que obligarán a los dos amigos, ya que son demasiado honestos y torpes para robar, a buscarse la vida mediante la venta ambulante de corbatas.

El guion de Suárez Carreño y de Jesús Franco destaca, por otra parte, por la ingenuidad con la que es caracterizado el trío protagonista, sobre todo el anciano Eudosio o la cándida Esperanza (el nombre ya lo dice todo). Lo cual es bastante curioso, ya que José María Nunes (otro outsider como Jess Franco) optó ese mismo año por atribuir una similar inocencia a los personajes de Mañana..., su ópera prima. En cuanto a Romero Marchent, del que no puede decirse que fuese nunca un autor dotado de un estilo personal, en esta película demuestra, sin embargo, una cierta tendencia al uso de ángulos picados y contrapicados con la que resuelve magistralmente la composición de más de un plano, sobre todo al rodar en el interior de la casa en ruinas, donde Carlos y Eudosio ocupan el piso de arriba.


sábado, 24 de septiembre de 2016

Hay un camino a la derecha (1953)




Director: Francisco Rovira Beleta
España, 1953, 81 minutos

Hay un camino a la derecha (1953)


¿Qué tendrá Rovira Beleta que las entradas a propósito de sus películas son de las más consultadas en Cinefília Sant Miquel? Desde que comenzamos este blog a finales de enero de 2015, raro es el día, rara es la semana, que no recibimos alguna visita interesándose por El expreso de Andalucía, La espada negra, Altas variedades, La larga agonía de los peces fuera del agua o tantos otros títulos de su filmografía que hemos ido comentando a lo largo de más de año y medio.

La respuesta quizá haya que buscarla en una mezcla de elegancia y sencillez, valga la paradoja: la sencillez de centrar su interés en personajes de extracción popular, de rodar en las calles de Barcelona; la elegancia de un director que supo darle a sus trabajos, pese a la modestia de la producción, un toque que poco o nada tenía que envidiar al cine de Hollywood.

En todo caso, en Hay un camino a la derecha se cumple buena parte de estas premisas. La Barcelona que nos presenta es una Barcelona grasienta, obrera y humilde: la del puerto y el Raval (cuando al Raval se le llamaba Barrio Chino). Al protagonista, Miguel, lo interpreta el otro Rabal (éste escrito con b de Barcelona, nunca mejor dicho). Un Paco Rabal de rostro casi adolescente (contaba, a la sazón, 27 años) que ganaría en San Sebastián el premio a mejor actor, al igual que su compañera de reparto Julia Martínez (entonces Julita), la abnegada Inés que se afana en subsanar con su ternura y empeño de madre de familia los arrebatos del impetuoso marido.

Porque de eso trata precisamente Hay un camino a la derecha: de las segundas oportunidades que da la vida, a pesar de sus sinsabores. Claro que ello va a costa de hacer apología de la familia ("el estrecho círculo en que está encerrada la felicidad", la llama la voz en off) en el más estricto sentido cristiano: la película se abre y se cierra con una imagen de la Sagrada Familia (no la de Gaudí, se entiende, sino la bíblica) que el matrimonio tiene colgada en su cuarto. De lo que también se desprende una más que discutible moralina conformista, expuesta de nuevo a través de la innecesaria voz en off que enmarca el relato: "La mayoría de los seres giran sometidos a su destino, conformes con el papel que les ha correspondido desempeñar. Hay otros, en cambio, que se rebelan contra su suerte a ciegas, inútilmente, porque ignoran a qué distancia de sus pesares está la dicha; porque no saben que la vida puede empezar de nuevo cuando creemos que ya todo ha terminado".

Es fácil adivinar que una estructura tan peculiar, empezando por el final para dar paso a un largo flashback, así como un mensaje de lo más acomodadizo, son el peaje que había que pagar para lograr a toda costa un final "feliz" que hiciese más tolerable la tragedia del niño Víctor (Manuel García Colás), así como la clave que lograse aunar en un mismo filme lo policíaco con el melodrama.


Rovira Beleta no cejó en el empeño hasta dar con el marco ideal:
detalle de las escaleras del inmueble donde viven Miguel e Inés