sábado, 31 de octubre de 2020

El bosque animado (1987)




Director: José Luis Cuerda
España, 1987, 107 minutos

El bosque animado (1987) de J.L. Cuerda


La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra; en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala. Es toda vida: una legua, dos leguas de vida entretejida, cardada, sin agujeros, como una manta fuerte y nueva, de tanto espesor como el que puede medirse desde lo hondo de la guarida del raposo hasta la punta del pino más alto. ¡Señor, si no veis más que vida en torno! Donde fijáis vuestra mirada divisáis ramas estremecidas, troncos recios, verdor; donde fijáis vuestro pie dobláis hierbas que después procuran reincorporarse con el apocado esfuerzo doloroso de hombrecillos desriñonados; donde llevéis vuestra presencia habrá un sobresalto más o menos perceptible de seres que huyen entre el follaje, de alimañas que se refugian en el tojal, de insectos que se deslizan entre vuestros zapatos, con la prisa de todas sus patitas entorpecidas por los obstáculos de aquella selva virgen que para ellos representan los musgos, las zarzas, los brezos, los helechos. El corazón de la tierra siente sobre sí este hervor y este abrigo, y se regocija.

Wenceslao Fernández Flórez
El bosque animado

Pocos libros hay tan deliciosos como esa joya cuasi panteísta que Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964), amparándose en modelos ligeramente telúricos como El libro de las tierras vírgenes (1894) de Kipling, ambientó en las profundidades de su Galicia natal. Un cuadro abigarrado, rezumante de vida, por cuyas dieciséis estancias desfilan los más diversos seres que conforman ese microcosmos. A priori, y habida cuenta de que los pinos dialogan con el eucalipto, el ratón con el topo y que las moscas pronuncian encendidas arengas, podría parecer que se trata de una obra inadaptable. Pero la pericia de Rafael Azcona alumbró un guion que, además de ser un portento en lo tocante a conferirle cohesión al carácter episódico de la novela, permitiría el lucimiento de actores de la talla de Alfredo Landa, cuya recreación del bandido Fendetestas ("¡Me caso en Soria!") le valió un merecidísimo Goya a la mejor interpretación masculina.



Enmarcada en la fotografía un tanto tenebrista de Aguirresarobe, la lectura que de El bosque animado propone José Luis Cuerda bebe de ese surrealismo tan sui géneris (surruralismo lo llamaba él, con su habitual sorna albaceteña) que estará también presente en Amanece que no es poco (1989) y otros títulos emblemáticos de la filmografía del director manchego. Una particular visión del mundo en la que lo primordial, amén de un inclasificable sentido del humor, pasa por congraciarse con quienes no poseen más que la humilde ambición de ver realizados sus sueños a pesar de la miseria en la que viven inmersos.

Y es que, aparte del ya mencionado Malvís (alias Fendetestas), que se desvive por aparentar una fiereza que está lejos de poseer (por eso le devuelve a Pilara el duro que la niña había perdido y que él tuvo la suerte de encontrar), el resto de personajes va asimismo tras de un ideal prácticamente inalcanzable. Es el caso del alma en pena de Fiz Cotovelo (genial Miguel Rellán) o de Geraldo el cojo (Tito Valverde), a quien la pierna que perdió en un barco ballenero no le impide ser un consumado zahorí pero sí que la bella Hermelinda (Alejandra Grepi) repare en él.

Un reparto coral en el que intervienen muchos otros secundarios, como el mítico Fernando Rey en el papel del señor D'Abondo, Encarna Paso en el de la mísera Juanita Arruallo, María Isbert encarnando a la moribunda meiga Moucha o Luis Ciges en la piel del dadivoso loco de Vos. "Y vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres y las historias de estos seres...", sentenciará Fernández Flórez en el ultílogo que cierra la obra. Sin embargo, Azcona y Cuerda se muestran un poco más benévolos con sus criaturas, de modo que el modesto pocero gozará en vida de los encantos de su idolatrada Hermelinda y no a través de la extraña fantasía en el umbral de la muerte con la que finaliza la novela.



viernes, 30 de octubre de 2020

Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980)




Director: Pedro Almodóvar
España, 1980, 82 minutos

Pepi, Luci, Bom... (1980) de Pedro Almodóvar


Respecto a Pepi Luci Bom y otras chicas del montón sólo puedo repetir lo que ya he dicho más de una vez: que es una comedia que participa de muchas otras cosas, lo cual la hace bastante atípica. Que es divertida, audaz, corrosiva, incorrecta, moderna, desigual, subversiva y amoral.

Declaraciones del director recogidas por Nuria Vidal en El cine de Pedro Almodóvar (Destino, 1989)

Iconoclasta y transgresora, la ópera prima de Almodóvar tiene hoy el valor añadido de una cápsula del tiempo que nos devuelve al Madrid de la Movida: aquella ciudad mítica donde todo era posible y cuyas calles, ávidas de libertad tras cuarenta años de dictadura, fueron tomadas por la imaginación de una juventud que soñaba con dinamitar lo establecido. En ese aspecto, la impronta que destila semejante divertimento, rodado sin apenas medios durante los fines de semana, conecta de pleno con la frescura irreverente de algunas propuestas televisivas que vendrían poco después, tales como La Edad de Oro (1983-1985) de Paloma Chamorro o La bola de cristal (1984-1988) de Lolo Rico.

De hecho, huelga decir que Alaska (nombre artístico de Olvido Gara) fue el nexo de unión entre varias de esas producciones, amén de figura icónica de un movimiento entre lo underground y la contracultura, con ribetes de punk y todo lo que conllevase altas dosis de provocación. Sexo, drogas y rocanrol: he ahí los ingredientes básicos de un cóctel explosivo que tuvo en esta película una de sus más afortunadas encarnaciones.



Sin embargo, lo curioso del caso sería constatar hasta qué punto, más allá de las andanzas del heterogéneo trío protagonista, resulta relativamente fácil reseguir la influencia ejercida por el filme en la trayectoria posterior del cineasta manchego e incluso en la obra de jóvenes directores de hoy en día para quienes la película sigue siendo modélica en cuanto a cómo contar una historia radicalmente innovadora valiéndose exclusivamente de clichés.

También la presencia en el reparto de Félix Rotaeta (el policía y su hermano gemelo) o Carmen Maura (Pepi) ayudó a sacar adelante el rodaje de un proyecto que se financió a base de contribuciones económicas del entorno de amistades del director y sus actores. De ahí las apariciones fugaces de Fabio McNamara, Julieta Serrano o Assumpta Serna, por no hablar de la presencia de Cecilia Roth en los spots publicitarios de "Bragas Ponte" ("Hagas lo que hagas, ¡ponte bragas!") o una deslenguada Kiti Mánver, que se reivindica a sí misma como "la chica que es modelo y cantante, pero no puta". Aunque si algo transmite, por encima de todo, Pepi, Luci, Bom..., ya desde su propio título, es una visión desinhibida de la realidad. Hasta el extremo de que el propio Almodóvar se permita irrumpir en un fugaz cameo para anunciar "erecciones generales" o que dos de las heroínas se enfrasquen en una audaz lluvia dorada lésbica que pasaría a la posteridad como uno de los momentos más recordados de la película.



domingo, 25 de octubre de 2020

La buena estrella (1997)




Director: Ricardo Franco
España/Francia/Italia, 1997, 110 minutos

La buena estrella (1997)
de Ricardo Franco


Tres personajes extremos en un triángulo insólito... Y un director, el añorado Ricardo Franco (1949-1998), que afrontaba la que sería su última película en vida (Lágrimas negras, finalizada por Fernando Bauluz, se estrenó póstumamente, al año siguiente de su fallecimiento). De hecho, se cuenta que la abundancia de planos cortos en La buena estrella se debe a que prácticamente no podía ver y de ahí la dedicatoria final que encabeza los títulos de crédito: "Al doctor Del Río Herrmann y a todos los que cuidaron de mis ojos en el Instituto Oftalmológico de Madrid".

La película, galardonada con cinco premios Goya y una mención especial en Cannes, se divide en tres partes cuyos títulos aluden directamente al trío protagonista: "La Tuerta", "El guapo de cara" y "El Manso". O lo que es lo mismo: Marina (Maribel Verdú), el quinqui Daniel (Jordi Mollà) y el carnicero Rafa (Antonio Resines). Una historia, basada en hechos reales, y que Ricardo Franco, pese a tratarse de un encargo (que tenía que haber dirigido, inicialmente, Juanma Bajo Ulloa), supo hacer suya hasta el punto de teñirla de un distintivo tono crepuscular, subrayado por la excelente partitura de Eva Gancedo. Ángeles González Sinde, por cierto, futura ministra de cultura del gobierno de Zapatero y reputada cineasta, no sólo participó en el guion, sino que, además, interviene en un breve cameo haciendo de funcionaria del registro civil.



"Nunca, nada, nadie..." Las tres enes que rigen la vida de Dani, un ser autodestructivo que presume de que al nacer lo abandonaron en un cubo de basura, irrumpen al cabo de los años y en plena noche en el hogar que han formado Marina y Rafa, amenazando con desbaratar la estabilidad por ambos conseguida en compañía de Estrella, la "hija" de la pareja. Pero Daniel, que, aparte de carne de cañón, es también culo de mal asiento, no aguantará por mucho tiempo bajo el mismo techo que sus anfitriones.

Verosímil o no, lo cierto es que la relación a tres bandas entre un bondadoso castrado y dos antiguos expósitos que recoge de la calle sigue provocando un nudo en la garganta veintitantos años después de su éxito arrollador de crítica y público. Lo cual confirma la condición de obra maestra de una cinta que, según se desprende de su fuerza (y corroboran quienes participaron en ella), se rodó en estado de gracia.



sábado, 24 de octubre de 2020

Pascual Duarte (1976)




Director: Ricardo Franco
España, 1976, 94 minutos

Pascual Duarte (1976) de Ricardo Franco


Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie puede borrar ya.

Camilo José Cela
La familia de Pascual Duarte

Austera como los paisajes del erial extremeño en los que se rodó, Pascual Duarte (1976) sigue siendo uno de los hitos del cine español de todos los tiempos. Y lo es no sólo por la soberbia interpretación en el papel principal de un José Luis Gómez que obtendría el premio a mejor actor en el Festival de Cannes, sino también gracias a haber sabido recrear una atmósfera de impasibilidad, rozando la ataraxia, insólita en nuestra cinematografía y que, sin embargo, es el fiel reflejo de la idiosincrasia de la España profunda.

Algunos de esos elementos ya estaban presentes en la fuente literaria de la que bebe el filme (la primera y tan celebrada novela de Camilo José Cela, publicada en 1942, cuando el autor era aún un sólido aspirante a literato y no el mercachifle desagradable en el que se acabaría convirtiendo con el paso de los años), si bien Ricardo Franco y el productor Elías Querejeta, con la colaboración en el guion del también cineasta Emilio Martínez-Lázaro, limpiaron el texto de cuanto les pareció superfluo hasta quedarse con la esencia de una trama tan sobria como terrible.



Narrar la historia de un condenado a muerte mediante flashbacks, casi sin diálogos ni subrayados que esclarezcan las motivaciones del personaje, hasta desembocar en la ejecución de la pena máxima (truculencia de la que se aprovecha el cartel de la película) confiere al conjunto un aire vagamente documental que la música minimalista de Luis de Pablo y la fotografía en color de Luis Cuadrado no hacen sino sublimar elevándolo a la categoría de retrato estremecedor de un entorno marcado por la miseria moral.

Tremendismo carpetovetónico, de raíz determinista, filmado con voluntad de denuncia: y es que la situación política que atravesaba el país en 1976 (muerto ya el dictador, pero con su aparato represivo aún funcionando a pleno rendimiento) favorecía que los espectadores de aquel entonces viesen en Pascual Duarte un alegato contra los mecanismos de coerción del Estado, empeñado en ajusticiar mediante garrote vil a quien, en realidad y a pesar del salvajismo de sus acciones, no deja de ser una víctima del propio sistema.



viernes, 23 de octubre de 2020

La trastienda (1976)




Director: Jorge Grau
España, 1976, 102 minutos

La trastienda (1976) de Jorge Grau


La trastienda feroz a la que alude el título de esta película mítica no es otra sino la provocada por la doble moral de una sociedad hipócrita que practica los vicios privados con la misma soltura con la que presume públicamente de sus virtudes. Porque ése es, y no otro, el verdadero tema de un filme que ha pasado a la posteridad por contener el primer (y fugaz) desnudo íntegro femenino del cine español. Lo cual terminaría eclipsando el auténtico interés de una historia centrada en el dilema interior que atenaza a un respetable cirujano pamplonica, miembro supernumerario del Opus Dei, cuya estabilidad familiar y matrimonial se verá seriamente amenazada cuando se cruce en su camino una joven enfermera hacia la que se siente irresistiblemente atraído.

Dotada de una fuerte impronta documental, pues buena parte del metraje recoge imágenes reales de la celebración de los sanfermines, La trastienda (1976) supuso el regreso de Jorge Grau a un cine más sociológico —en la línea de las anteriores Noche de verano (1963), El espontáneo (1964) y Una historia de amor (1967)— tras sus incursiones en el género de terror con Ceremonia sangrienta (1973) y No profanar el sueño de los muertos (1974). Fue, además, la antesala de lo que acabaría denominándose destape, amén de una de las cintas que mejor captaron la decadencia de los ambientes pequeñoburgueses durante el tardofranquismo.



Sin embargo, el planteamiento de los hechos adolece de un cierto maniqueísmo que se refleja en la poca profundidad psicológica de unos personajes comme il faut, típicos representantes del puritanismo provinciano que precisamente se pretende cuestionar. A este respecto, el doctor Navarro (Frederick Stafford, quien actuara a las órdenes de Hitchcock en Topaz) aparece caracterizado como lector asiduo del Camino de Escrivá de Balaguer, mientras que su "desconsolada" esposa (la italiana Rosanna Schiaffino) se la pega con uno de los amigos de la pareja. Aunque cuando el entorno del médico descubra los escarceos de éste en compañía de la rolliza Juana (María José Cantudo) reaccionará airadamente pese a practicar los mismos e incluso peores pecados en la intimidad.

Fariseísmo que hoy se nos puede antojar de lo más ingenuo, pero que en aquel contexto histórico hizo correr ríos de tinta (con nota incluida del Episcopado) a propósito de lo que se consideraba toda una osadía, consecuencia de las nuevas (y algo más permisivas) normas de calificación cinematográfica que se habían aprobado en febrero del 75. "No es la película de la apertura, es la película de la libertad", anunciaban los carteles publicitarios de lo que acabaría siendo un sonado éxito de taquilla. Y es que, para aquel entonces, apenas transcurridos algunos meses tras la muerte del dictador, la represión en materia carnal había alcanzado tales cotas que resultaba tentadoramente fácil confundir la morbosidad con el incipiente advenimiento de la democracia.



domingo, 18 de octubre de 2020

Gary Cooper, que estás en los cielos... (1980)




Directora: Pilar Miró
España, 1980, 98 minutos

Gary Cooper, que estás en los cielos (1980)
de Pilar Miró


De no haber fallecido víctima de un infarto en 1997, Pilar Miró habría cumplido este año los ochenta. Al igual que John Lennon. Como tantos otros miembros de una generación cuyas filias y fobias recoge esta película. Gary Cooper, que estás en los cielos... (1980) es, de por sí, un título lo suficientemente explícito como para dejar clara la pasión cinéfila de su protagonista, una mujer independiente inmersa en plena crisis existencial, realizadora de televisión, aspirante a dirigir, algún día (y si la dejan), sus propias películas y trasunto en casi todo de la mismísima Pilar Miró.

A este respecto, la colaboración entre la directora y la actriz Mercedes Sampietro, que en el futuro daría como resultado filmes tan notables como El pájaro de la felicidad (1993), alcanzaba aquí una de sus cumbres más personales, retrato generacional en clave femenina, así como testimonio del estado de toda una sociedad, la España de la transición, justo cuando Miró se hallaba inmersa en el ominoso episodio suscitado a raíz de la prohibición de El crimen de Cuenca (1980).



Por su temática, y dado que Andrea (Sampietro) está pendiente de una decisiva intervención quirúrgica, la cinta entroncaría con referentes de la Nouvelle Vague como Cléo de 5 à 7 (1962) de Agnès Varda, si bien las continuas alusiones a mitos del cine clásico americano (por no hablar del aire melancólico que destila la banda sonora de Antón García Abril) denotan una más que evidente afinidad de la directora con el estilo que por aquel entonces practicaban algunos de sus más afamados colegas de profesión. Tal sería el caso, por ejemplo, del José Luis Garci de Solos en la madrugada (1978) o del Méndez-Leite de El hombre de moda (1980).

Sin embargo, aquí lo primordial no era tanto el toque antiheroico que define a los personajes creados por los susodichos, sino el carácter abiertamente feminista de una mujer en la que el éxito profesional no va acompañado de una vida sentimental plenamente satisfactoria. Lo cual no es óbice para que Andrea, a caballo entre una relación sin futuro con el periodista Mario (Jon Finch) y el recuerdo de otros hombres a los que amó, decida libremente sobre su cuerpo de la misma forma que solió hacerlo en la vida real la persona que inspira semejante alegato en favor de la emancipación.



martes, 13 de octubre de 2020

Red Land (2011)




Título en español: Tierra roja
Director: Jaime Rosales
España, 2011, 22 minutos

Red Land (2011) de Jaime Rosales


Pudiera pensarse que se trata de los despojos de alguna hecatombe nuclear. O de un paisaje marciano, pese a los restos de edificaciones que delatan vestigios de presencia humana en aquel lugar. Una explosión de mil tonalidades distintas de ocres y aguas ambarinas revelan, no obstante, que nos hallamos en las inmediaciones de las minas de Riotinto (mejor dicho: de lo que queda de ellas).



Grupos de escolares visitan el recinto; jubilados del Imserso hacen lo propio en el museo y la tienda de suvenires. También el cementerio local atrae la atención del objetivo, tal vez subrayando el carácter mortecino del hábitat circundante. Y la cámara recoge fragmentos de esa realidad, apresando el instante que luego, debidamente engarzado con otras porciones, conformará un todo de impresiones fugaces.



Red land (2011) no es sino la tercera de las cartas que integran la correspondencia fílmica entre el barcelonés Jaime Rosales y el chino Wang Bing: un nuevo formato cinematográfico, promovido por el CCCB (Centre de cultura contemporània de Barcelona) a raíz de la exposición "Erice-Kiarostami: correspondencias" que dicha entidad organizara hace ya algunos años.



lunes, 12 de octubre de 2020

Sueño y silencio (2012)




Director: Jaime Rosales
España/Francia, 2012, 110 minutos

Sueño y silencio (2012) de Jaime Rosales


Yolanda y Oriol residen en París con sus dos hijas pequeñas. Él es arquitecto; ella, profesora de español. La vida que llevan en la capital francesa no difiere gran cosa de la de cualquier otro matrimonio de su mismo medio social: reuniones de trabajo, clases en un instituto de secundaria, apacibles veladas en el apartamento familiar... Sin embargo, un trágico accidente echará por tierra la estabilidad de la que hasta ahora habían gozado. 

Fiel a una manera muy precisa de hacer cine a lo largo de su trayectoria, el cineasta Jaime Rosales (Barcelona, 1970) posee una caligrafía perfectamente reconocible en los seis largometrajes que hasta la fecha ha dirigido. Señas de identidad que en el caso de Sueño y silencio (2012) —su obra predilecta, pero también la que le causó mayor número de quebraderos de cabeza— se concretaron en la elección del blanco y negro (salpicado por sendas notas de color en dos momentos muy puntuales del filme), sonido directo, iluminación natural y actores no profesionales filmados a toma única.



Una técnica vagamente documental, aderezada, por otra parte, con elementos artesanales, más un cierto estatismo a lo Ozu, y que, sin llegar al extremo de la polivisión (o pantalla partida), como ya hiciera en La soledad (2007), le permite adentrarse en el día a día de los protagonistas hasta convertirse en espectador privilegiado de su intimidad.

Parco en explicaciones, el relato se desarrolla con la parsimonia de la vida que fluye, sin subrayados innecesarios y dejando fuera de campo eventualidades efectistas. Las vacaciones en el Delta del Ebro, una crisis de pareja... Ni siquiera cuando la trama parece derivar momentáneamente hacia lo sobrenatural, fruto de la ofuscación que conlleva enfrentarse al duelo ocasionado por la pérdida de un ser querido, dispondremos de mayor información que lo que se ve en pantalla. Los trazos huidizos del pintor Miquel Barceló, al principio y al final de la película, nos recuerdan, por último, lo efímero de la existencia: apenas un esbozo, casi un sueño, diluido por las aguas silenciosas del olvido.



domingo, 11 de octubre de 2020

Guest (2010)




Director: José Luis Guerín
España, 2010, 127 minutos

Guest (2010) de José Luis Guerín


Con el pretexto de asistir a cuantos festivales requieran su presencia a lo largo y ancho del planeta, un cineasta se pone el mundo por montera y decide registrar su estancia en cada ciudad con la única ayuda de una cámara digital. Tras un año de ir de aquí para allá filmando paisajes y gentes en blanco y negro el resultado es un cuaderno de bitácora que el autor decide titular Guest en honor a su condición de mero invitado en todos y cada uno de esos lugares.

Rodada entre septiembre de 2007 y septiembre de 2008, durante la gira promocional de En la ciudad de Sylvia (2007), la película adopta la forma de un diario de viaje, ecléctico y caleidoscópico, en el que se dan cita multitud de retazos con los que pudieran esbozarse mil posibles historias. Son los predicadores de São Paulo o de Santiago de Chile, con su verbo incisivo; las mulatas de Cali; los niños palestinos que juegan entre las ruinas de una guerra despiadada; el anciano cubano que se parece a don Quijote; el nonagenario fotógrafo de Macao; los habitantes de las chabolas limeñas... Otras veces, en cambio, no hace falta salir de Europa para topar con una manifestación de sin papeles en París o coincidir en Venecia con Chantal Akerman, Abbas Kiarostami o Ermanno Olmi (por desgracia, hoy todos fallecidos).



«Anoche estuve en el reino de las sombras...», escribió Máximo Gorki. «Si supierais hasta qué punto es aterrador... Allí no existe ni el sonido ni el color: todo, la tierra, los árboles, los hombres, el agua y el aire, todo tiene allí un color gris uniforme. En el cielo gris, rayos de sol grises; en los rostros grises, ojos grises. Y hasta las hojas de los árboles son grises como la ceniza: no es la vida, sino una sombra de vida. No es el movimiento, sino una sombra de movimiento, desprovista de sonido». Palabras que un día inspiraron el título de uno de los largometrajes más logrados de Guerín, Tren de sombras (1997), y que vuelven a escucharse en algún momento de Guest, quizá para subrayar el carácter fantasmagórico de toda experiencia cinematográfica.

El caso es que su director, tras el éxito cosechado diez años antes con En construcción (2001), volvía a recurrir a la técnica del work in progress como procedimiento creativo de primer orden: el azar puesto al servicio de la imagen poética. O del filme-ensayo que nos recuerda que habitamos una aldea global. Tal vez, incluso, del documento social que da voz a los desheredados del tercer mundo. Sea como fuere, Guest es, por su estructura de película-diario, a medio camino entre la ficción y el documental, un sentido homenaje a Jonas Mekas, quien interviene en uno de los momentos culminantes de la cinta y con quien el cineasta mantuvo una interesantísima correspondencia.



sábado, 10 de octubre de 2020

En construcción (2001)




Director: José Luis Guerín
España/Francia, 2001, 127 minutos

En construcción (2001) de J.L. Guerín


Pocos podían imaginar que En construcción, un proyecto auspiciado por el Máster en Documental de Creación de la Universidad Pompeu Fabra, se iba a convertir, de boca en boca y como quien no quiere la cosa, en el rotundo éxito de público que acabó siendo. Pero así de imprevisible es la reacción del respetable y los cines se llenaron de espectadores dispuestos a dejarse seducir por una propuesta tan atractiva como insólita. En cualquier caso, la popularidad alcanzada por el filme de Guerín propició que otras películas de similar factura —por ejemplo La pelota vasca (2003) de Julio Medem e incluso los panfletos de Michael Moore— pudiesen estrenarse con relativa facilidad en salas comerciales, dando pie a la época dorada de un género, el de los documentales, que hasta entonces permanecía relegado al ámbito televisivo.

Ya desde su propio título, En construcción anuncia sin ambages la naturaleza de un filme cuya producción se prolongó a lo largo de tres años y sin un guion preestablecido. La única premisa, teóricamente sencilla, aparece sobreimpresionada en los primeros instantes de metraje: "Cosas vistas y oídas durante la construcción de un nuevo inmueble en "el Chino", un barrio popular de Barcelona que nace y muere con el siglo". O lo que vendría a ser lo mismo: de cómo la transformación de los paisajes urbanos conlleva, a su vez, la forzosa modificación del paisaje humano.



Y es que la terquedad de las administraciones por adecentar y dignificar el Raval dejaba entrever, ya por aquel entonces, maniobras especulativas que terminarían acarreando el feroz proceso de gentrificación hoy de todos conocido. Así pues, la mirada de Guerín, cineasta dotado de una sensibilidad excepcional, anticipa algunos aspectos que la posterior crisis del sector inmobiliario haría aflorar irremisiblemente.

Por lo demás, es ésta una cinta que, aparte de abordar cuestiones de orden arquitectónico o urbanístico, deja constancia del crisol de culturas que es aquel distrito barcelonés, con diálogos en diferentes lenguas (catalán, castellano, amazigh, urdu) e interesantísimas reflexiones a cargo de los operarios de la construcción o de los vecinos que asisten atónitos al descubrimiento de los restos de una antigua necrópolis romana.



viernes, 9 de octubre de 2020

Mónica del Raval (2009)




Director: Francesc Betriu
España, 2009, 108 minutos

Mónica del Raval (2009)
de Francesc Betriu


Ha muerto Paco Betriu, director con una sólida trayectoria que, a fuerza de causticidad, dejó constancia de algunos de los aspectos más sórdidos de nuestra realidad inmediata. Suyos son títulos como Corazón solitario (1973), Furia española (1975) o Los fieles sirvientes (1980). Aunque en años sucesivos desarrollaría también una faceta más seria, si se puede calificar así a las adaptaciones cinematográficas de novelas como La plaça del diamant (1982) de Rodoreda o Réquiem por un campesino español (1985) de Sender. En cualquier caso, se va uno de los grandes, entendiendo por dicha palabra no tanto al creador de infalibles obras maestras, sino al cineasta capaz de bucear en el alma humana hasta ofrecer un retrato conmovedor de seres marginales, pero no por ello menos fascinantes.

Deliciosamente cutre, a ratos esperpéntica, real como la vida misma, Mónica del Raval (2009) pertenece a esta última categoría. Su protagonista, una prostituta bastante sui géneris del Barrio Chino, narra en primera persona los avatares de una biografía repleta de episodios truculentos que arranca en un pueblecito de Ciudad Real para continuar su periplo por Alcàsser, Ibiza o Mallorca hasta aterrizar en la Ciudad Condal a principios de los noventa.

Ramona Coronado, más conocida como Mónica del Raval


Con un lenguaje descarnado, sin tapujos, desprovisto de hipocresía y falsa moral, los entrevistados (gente del barrio, clientes de Mónica, personas que en algún momento han tenido contacto con ella y hasta familiares avergonzados...) completan un mosaico desinhibido cuyas líneas generales oscilan entre lo felliniano y el documento social. Elementos que el cine español ha frecuentado con asiduidad, por ejemplo en aquel episodio de Juguetes rotos (1966) de Summers que transcurría en la mítica Bodega Bohemia, pero que Betriu sabe traer a colación para recordarnos que la Barcelona postolímpica, devorada por la diseñitis y el turismo de masas, alberga todavía en su interior mucha más miseria de lo que cabría esperar.

Porque de eso, precisamente, trata este documental: de una mujer de la vida, tan popular e icónica como la Moños, que inició su andadura puteril en la puerta del Liceo y a la que hasta no hace muchos años se podía ver en las inmediaciones de la Filmoteca (que, de hecho, está ubicada justo en frente de la calle Robadors, donde residía Mónica) vendiendo copias piratas del DVD de la película. Epílogo genial, tan simpático como el propio personaje, para una historia que, se quiera o no, arroja una impronta fidedigna sobre quiénes somos y quiénes nos gustaría ser.



martes, 6 de octubre de 2020

El disputado voto del señor Cayo (1986)




Director: Antonio Giménez Rico
España, 1986, 94 minutos

El disputado voto del Sr. Cayo (1986)
de Antonio Giménez Rico


Los tres se sobresaltaron. Un hombre viejo, corpulento, con una negra boina encasquetada en la cabeza y pantalones parcheados de pana parda, les miraba taimadamente desde la puerta, bajo el emparrado de la casa. Víctor, al verle, franqueó la lancha que salvaba el arroyo y se dirigió resueltamente hacia él.

Miguel Delibes
El disputado voto del señor Cayo

El próximo sábado 17 de octubre se cumplirán cien años exactos del nacimiento de Miguel Delibes (1920-2010). Ocasión propicia, pues, para comentar otra de las muchas adaptaciones cinematográficas que han merecido las novelas del autor vallisoletano. De hecho, Giménez Rico es, muy probablemente, el director que con mayor asiduidad ha frecuentado su obra narrativa. Aparte de la que ahora nos ocupa, suyas son Retrato de familia (1976),  a partir de Mi idolatrado hijo Sisí, y Las ratas (1997): notable promedio, como queda patente, a razón de una adaptación cada diez años.

Pero entrando ya de pleno en el análisis de El disputado voto del señor Cayo las diferencias más notables entre texto y filme se reducen básicamente a dos. Por un lado, Giménez Rico y su guionista Manolo Matji optaron por añadir una serie de escenas en blanco y negro, frente al colorido de las que relatan la campaña electoral del 77, con el objetivo de remarcar hasta qué punto los protagonistas (antiguos “compañeros de viaje”) han perdido la inocencia al cabo de los años, dejando ideales y amistades por el camino, fagocitados por el mismo sistema que un día pretendieron cambiar. Y, por otra parte, aunque no menos importante, la película muestra abiertamente la pertenencia al PSOE del candidato Víctor Velasco (Juan Luis Galiardo), si bien los diálogos, pese a que en repetidas ocasiones se dejen ver carteles con la efigie de Felipe González, omiten cualquier tipo de alusión directa al partido.



El eje fundamental de la trama reside en el shock que supone para los urbanitas Víctor, Laly (Lydia Bosch) y Rafa (Iñaki Miramón) el encuentro con el señor Cayo (Paco Rabal), personaje cuya apariencia remite al Azarías que el mismo actor interpretara dos años antes, a las órdenes de Mario Camus, en Los santos inocentes (1984), también inspirada en Delibes, pero más refinado en su particular dominio de la gramática parda. Un sentido común, fruto de la sabiduría popular y el contacto directo con la naturaleza, mediante el que el aldeano irá desmontando todos y cada uno de los prejuicios latentes en el paternalismo izquierdista de sus visitantes.

“¿Qué ocurrirá el día en el que ya no quede ningún hombre que sepa para qué sirve la flor del saúco?”, se pregunta VV en un momento del relato. Y es que el bueno de Cayo Fernández, con todas las limitaciones que implica el residir en un remoto caserío burgalés con cuyo único vecino no se habla (eco cainita de las dos Españas), se basta y se sobra para subsistir, por más que el mundo entrase en un hipotético colapso, amparándose únicamente en los recursos que le depara su hábitat rural. Sin embargo, el progreso inmisericorde, causante de la despoblación interior y de que el viejo campesino se vea abocado al desamparo cuando le fallen las fuerzas, hará que la película termine con una nota agridulce, incluso cruel: ¿quién necesita realmente a quién? ¿Es la solidaridad lo que mueve a Rafa, ayer soñador y hoy político profesional, a acudir en auxilio del señor Cayo? ¿O son los remordimientos de conciencia?



domingo, 4 de octubre de 2020

La marrana (1992)




Director: José Luis Cuerda
España, 1992, 100 minutos

La marrana (1992) de José Luis Cuerda


Road movie porcina; relectura en clave picaresca de la España de 1492: he ahí dos etiquetas que muy bien podrían definir lo que José Luis Cuerda se propuso llevar a cabo con La marrana, comedia histórica al servicio de un Alfredo Landa (Bartolomé en la ficción) que se alzó con el Goya al Mejor Actor Protagonista por su papel de rufián hambriento. Junto con él, encabezaba el reparto Antonio Resines (Ruy), otro gañán que, curiosamente, prefiere mantener con vida a la puerca con la que se dirige a Portugal, antes que sacrificar al animal para saciar en sus carnes el hambre que le acucia, dando a entender el posible origen semita del personaje.

Y es que los Reyes Católicos no sólo acaban de conquistar el reino nazarí de Granada, sino que han promulgado, además, el edicto de expulsión de los judíos. Momento clave de nuestra historia, antesala del descubrimiento de América, en el que la cámara se va a centrar en dos seres anónimos cuyas andanzas por los caminos y posadas de una sociedad convulsa arrojarán el reverso (y, por ende, la imagen verídica) de la versión idealizada que de aquel mismo período difundiría posteriormente la historiografía oficial.

Resines, Landa y Cuerda durante el rodaje


Como suele ocurrir en este tipo de producciones del cine español, la película arranca con un innecesario prólogo en el que una voz en off pone en antecedentes al espectador, recordándole las fechas más señaladas del contexto geopolítico en el que se va a desarrollar la acción. Tras lo cual, Bartolomé mira de reojo al objetivo, receloso, como si se hubiese dado cuenta de que lo están filmando. Sin embargo, lo que mira, y a quien le habla, es un hermoso pajarillo que canta desde lo alto de las ramas de un árbol. Porque al tal Bartolomé lo mismo se le hace la boca agua con las aves canoras que con las ratas malolientes: la cuestión es llenar el buche.

La relación paternofilial que se establece entre los dos protagonistas (o de "tío y sobrino", que es lo que finge el uno y acepta ser el otro) dará pie a los continuos consejos juiciosos de Bartolomé quien, a pesar de su carácter un tanto grotesco, logrará persuadir a Ruy de que olvide a la ramera de la que se ha encaprichado (Cayetana Guillén Cuervo) y convencerlo para que ambos prueben fortuna enrolándose en el viaje de Colón. Aunque siendo, como son, dos perdedores natos, no tardarán en caer en desgracia a manos de unos desaprensivos que se aprovechan de ellos, llevándose a la marrana, símbolo de su esperanza, al Nuevo Mundo. Suerte que a Bartolomé, que es un fabulador de padre y muy señor mío, no le cuesta nada rememorar su pasado como grumete en la cocina de un galeón para hacer más llevaderas las noches, con su inacabable repertorio de anécdotas, en el hospital de pobres en el que él y Ruy se reponen de sus heridas.



sábado, 3 de octubre de 2020

Amanece, que no es poco (1989)




Director: José Luis Cuerda
España, 1989, 110 minutos

Amanece, que no es poco (1989)
de José Luis Cuerda


De llevarse a cabo una encuesta para dilucidar cuál sería la película más extravagante en toda la historia del cine español, es muy probable que dicho "honor" le correspondiera a la inefable Amanece, que no es poco (1989). Su director y guionista, el albaceteño José Luis Cuerda, nos dejaba en febrero de este año, legando para la posteridad una docena de largometrajes de ficción (más algún que otro trabajo televisivo), de entre los que éste sea, quizá, el que más a menudo ha merecido la etiqueta de filme de culto. En realidad, Cuerda ya venía ensayando la comedia coral desde su debut en la gran pantalla con Pares y nones (1982), una típica trama desenfadada de enredo amoroso a varias voces. Planteamiento al que, un año más tarde, con la realización del telefilme Total (1983), añadiría ese genuino toque campestre tan característico de buena parte de su filmografía, consolidado posteriormente gracias al éxito de la adaptación cinematográfica de El bosque animado (1987).

Un padre y un hijo (profesor en la universidad de Oklahoma) que viajan en moto con sidecar, un pastor mandinga que da placer sexual a las esposas de los aldeanos, un borracho que se desdobla sin darse cuenta, un guardia civil con acento catalán, el hortelano que dedica una sentida oda a la calabaza, el maestro que enseña la lección a ritmo de góspel, disidentes soviéticos que asisten al alzamiento de ostia en la misa de doce, intelectuales que plagian a Faulkner, una asamblea de mujeres que decide quiénes se presentan a puta, adúltera y marimacho en las elecciones municipales... Situaciones, a cuál más insólita, que explicarían por qué se ha abusado tanto del término surrealista a la hora de intentar definir (o, por lo menos, clasificar en alguna categoría conocida) el peculiar sentido del humor presente en los diálogos de Amanece, que no es poco. "Parece lo de siempre, pero es lo nunca visto...", advertía su eslogan publicitario (véase, más arriba, el cartel de la película). En efecto, quien decidiere aventurarse por los vericuetos de este microcosmos carpetovetónico descubrirá que ni las acciones ni lo que dicen sus múltiples personajes resulta tan absurdo como, en principio, cabría esperar.



Hay, en primera instancia, una impronta netamente berlanguiana, heredera del modelo establecido a partir de ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953). De hecho, no sólo el reparto está constituido por la misma generación de secundarios (los irrepetibles "Saza", Manuel Alexandre, Chus Lampreave, Cassen...), sino que el personaje del alcalde (Rafael Alonso), con el recibimiento multitudinario que la población dispensa al "munícipe por antonomasia" y las palabras que éste dirigirá después a los exaltados vecinos que se congregan en la plaza del pueblo, remiten inevitablemente al discurso que Pepe Isbert pronunciaba desde el balcón consistorial de Villar del Río. La diferencia, sin embargo, estriba en el hecho de que, si en los cincuenta se entonaba aquello de "¡Americanos, os saludamos con alegría!", ahora el alcalde pilla por la solapa al portavoz de los "futuros líderes que ejerzan el poder omnímodo" (Gabino Diego) para espetarle un áspero: "¡A mí no me jodáis vosotros los americanos!"

Por otra parte, y aunque en menor grado, se aprecia, asimismo, una ligera nota italianizante en detalles como los hombres que brotan de la tierra o en medio de un campo de coles (caso del personaje interpretado por Ferran Rañé), así como por la afición a levitar de algunos parroquianos, elementos, ambos, que ya estaban presentes en Miracolo a Milano (1951) de De Sica. Con todo y con eso, lo que acaba predominando, y que su director desarrollará ampliamente en las posteriores Así en el cielo como en la tierra (1995)Tiempo después (2018), es la sátira local: una forma sutil (o no tan sutil) de parodiar la idiosincrasia nacional, en clave manchega, que la imperante obsesión por lo políticamente correcto haría inviable en un panorama como el actual. Aun así, y a la espera de esclarecer si todos somos contingentes, lo que sí queda meridianamente fuera de toda duda es que la capacidad de reírse de uno mismo sigue siendo, hoy más que nunca, necesaria.



viernes, 2 de octubre de 2020

Tata mía (1986)




Director: José Luis Borau
España, 1986, 100 minutos

Tata mía (1986) de José Luis Borau


Tras la pesadilla que supuso el rodaje norteamericano de Río abajo (1984), José Luis Borau decidió emprender un proyecto que le devolviese a sus raíces más íntimas. Y el resultado fue Tata mía (1986), una comedia un tanto atípica en torno a las desavenencias entre hermanos, el pasado familiar e incluso el infantilismo de algunos de sus personajes. Contó, para los papeles principales, con Carmen Maura (Elvira), Alfredo Landa (Teo), Miguel Rellán (Alberto, Goya al mejor secundario) y Xabier Elorriaga (Peter), si bien es la presencia estelar de toda una leyenda como Imperio Argentina (que llevaba veinte años retirada del mundo del cine) lo que más llama la atención de dicho reparto.

De hecho, cuando en una de las primeras secuencias se atreva a entonar los compases de la célebre jota "El carretero", la antigua estrella de Cifesa estará recreando un número musical que ella misma ya interpretara, medio siglo antes, en Nobleza baturra (1935). Lo cual no deja de ser curioso, ya que en Crimen de doble filo (1965), la segunda película que dirigiera Borau tras haber debutado con el wéstern Brandy (1964), había también alguna que otra alusión al clásico de Florián Rey. Y no es el único guiño, por cierto, que conecta Tata mía con los orígenes del director aragonés: la foto de Alfonso XIII con dedicatoria que se ve, de pasada, sobre el escritorio del difunto general Goicoechea ya estaba en aquel filme policíaco, lo mismo que el cartel de la lorquiana Zapatera prodigiosa, en la pared del estudio de Peter, remite a uno de Antonio Machado (mártir, como el granadino, de la Guerra civil) que presidía la habitación del protagonista en la mencionada cinta.



La figura maternal de la tata, que tanta importancia tenía en la mítica Furtivos (1975), vuelve de nuevo a aglutinar alrededor de su regazo a un grupo de adultos inmaduros que se resisten a aceptar las responsabilidades de un mundo en el que a duras penas saben sobrevivir. A este respecto, la tienda india plantada en mitad del salón y en cuyo interior acabarán Teo y Elvira no es sino el símbolo uterino de ese mismo paraíso perdido que ambos (el uno obsesionado con las enfermeras; la otra, pese a su pasado de novicia en un convento, con los hombres) se resisten a abandonar.

Y, sin embargo, y por paradójico que pueda parecer, estamos ante una obra plenamente de madurez que recoge los elementos definitorios del universo de un cineasta fiel a los ingredientes habituales que marcan su estilo como autor. Así, por ejemplo, las localizaciones oscenses en las que transcurre parte de la historia o la presencia, en forma de cameo, de numerosos amigos del director durante la escena de la presentación del libro Años provisionales, memorias inéditas del padre de Elvira, dan fe de hasta qué punto fue Tata mía la síntesis de toda una trayectoria artística.