sábado, 27 de octubre de 2018

Trágala, perro (1981)




Subtítulo: Sor Patrocinio, la monja de las llagas
Director: Antonio Artero
España, 1981, 84 minutos

Trágala, perro (1981) de Antonio Artero


Queréis que el pueblo, / esté aún ciego, / pero son muchos / los que están viendo...

La insólita y ácrata personalidad del aragonés Antonio Artero (Zaragoza, 1936 - Madrid, 2004) era, probablemente, la ideal para llevar a la pantalla un hecho histórico acaecido en 1836, con la primera guerra carlista como trasfondo: el proceso y posterior condena contra la monja Sor Patrocinio (María de los Dolores Quiroga en el mundo), acusada de fingir los estigmas impresos en su cuerpo.

Ya desde el cartel que el genial Iván Zulueta diseñara para la película, queda claro que nos hallamos frente a una obra absolutamente iconoclasta. De hecho, el propio título fue tomado de la célebre canción que los liberales entonaban para vilipendiar a los absolutistas tras el pronunciamiento de Riego y que aquí escuchamos en la voz del añorado José Antonio Labordeta durante los créditos. Los de inicio, por cierto, aparecen sobre aguafuertes procedentes de Los caprichos de Goya, quien también bautizó uno de dichos grabados con el rotundo epígrafe de Trágala, perro.



Para tratarse de un cineasta alternativo y vanguardista, surgido de los cenáculos más radicales de la  mítica Escuela Oficial de Cinematografía, lo cierto es que Artero, en el filme que nos ocupa, moderó su estilo hasta adaptarlo a una caligrafía convencional al servicio de un reparto encabezado por estrellas de la talla de Fernando Rey (que hace de juez inflexible), Amparo Muñoz (la "monja de las llagas") o Lola Gaos (la Madre Superiora).

Tanto visual como temáticamente la propuesta de Artero entronca con lo que algunos años después ensayaría en Francia el hoy revalorizado Alain Cavalier a través de su Thérèse (1986), aproximación minimalista a la vida y milagros de la pequeña Santa Teresa de Lisieux, aunque con la salvedad de que el a veces un tanto olvidado cineasta español se le adelantó un lustro...


viernes, 26 de octubre de 2018

Tres días en Quiberon (2018)




Título original: 3 Tage in Quiberon
Directora: Emily Atef
Alemania/Austria/Francia, 2018, 115 minutos

Tres días en Quiberon (2018) de Emily Atef


Para recrear en pantalla la vida de cualquier celebridad, de un modo más o menos creíble, es obvio que resulta determinante el dar con un intérprete cuyo parecido físico con el homenajeado sea razonable. En el caso de Tres días en Quiberon, biopic en torno a la siempre controvertida figura de Romy Schneider que ha dirigido la berlinesa Emily Atef, la semejanza entre la actriz Marie Bäumer y el personaje que encarna es asombrosa.

La cinta, candidata al Oso de oro en la última edición del Festival de Berlín y ganadora de siete premios concedidos por la Academia del cine alemán, se centra en la estancia que la artista (1938-1982) pasó en una clínica de rehabilitación bretona justo un año antes de su prematura desaparición y en la intrusiva entrevista que allí mismo concedió a un par de reporteros del semanario Stern.



El uso del blanco y negro o la melodiosa banda sonora a cargo del tándem formado por Christoph Kaiser y Julian Maas dotan al conjunto de un aura entre crepuscular y elegíaca, acentuada por la breve aparición del francés Denis Lavant en el papel de un poeta bohemio que hará las delicias de la actriz durante una furtiva escapada nocturna.

Hastiada por las estrictas normas del adusto hotel en el que se halla recluida, el filme retrata a Romy Schneider como un ser enormemente vulnerable que, sin embargo, pretende apurar hasta el último sorbo de su desgraciada existencia. En ese orden de cosas, el que un periodista sin escrúpulos pretenda manipularla para así obtener un retrato tremendista de la antigua Sissi no deja de ser una excusa, el pretexto ideal para mostrar la fragilidad de un ser humano enfrentado a los demonios nacidos de resultas de su propia imagen pública.


Un seductor a la francesa (2018)




Título original: Le retour du héros
Director: Laurent Tirard
Francia/Bélgica, 2018, 90 minutos

Un seductor a la francesa (2018) de Laurent Tirard


Ambientación decimonónica, humorismo vodevilesco y regimientos de húsares: la última película dirigida por el francés Laurent Tirard —responsable, en ocasiones anteriores, de títulos como Las aventuras amorosas del joven Molière (2007), El pequeño Nicolás (2009) o Un hombre de altura (2016), que ya tuvimos ocasión de comentar aquí— utiliza como pretexto los tópicos habituales del cine de época para reunir en pantalla a Jean Dujardin y Mélanie Laurent.

No puede decirse que Le retour du héros sea precisamente una obra maestra, ni tampoco aspira a serlo: con sus imperfecciones y lugares comunes, la cinta pasa a engrosar la ya de por sí profusa lista de producciones de tono amable con las que la industria cinematográfica gala viene satisfaciendo al público mainstream en las últimas décadas. No en vano, Tirard tiene en su haber, además de los filmes ya citados, una de las entregas de la saga Astérix y Obélix: Al servicio de Su Majestad (2012).



Un poco como el Jean Valjean de Los miserables o el Edmond Dantès de El Conde de Montecristo, el Capitán Neuville (Dujardin) responde al prototipo de héroe hecho a sí mismo que la literatura del siglo XIX popularizara en no pocas ocasiones. Sin embargo, el personaje, provisto de una socarronería hecha a la medida de Dujardin, tiene más de impostor que no de adalid laureado en mil y una batallas, si bien es ahí donde reside precisamente su encanto, sobre todo porque, desde el minuto uno, está cantado que logrará conquistar el corazón de la, en teoría, altiva Elisabeth (Laurent).

Con sus lágrimas afectadas y su empaque aristocrático, los Beaugrand representan el prototipo de familia deseosa de medrar socialmente casando a sus hijas con el mejor partido posible, pese a que, visto lo visto y teniendo en cuenta que Neuville no dudará en fingirse propietario de una inexistente mina de diamantes, es el simpático farsante quien se acaba aprovechando de ellos, al tiempo que se gana la adhesión del espectador.


miércoles, 24 de octubre de 2018

Barry Lyndon (1975)




Director: Stanley Kubrick
Reino Unido/EE.UU., 1975, 185 minutos

Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick


Desde los días de Adán, apenas sí se ha causado en este mundo algún daño que no tenga su raíz en una mujer. Desde que mi familia se constituyó (y debe de haber sido muy cerca de los días de Adán; tan antiguos, nobles e ilustres son los Barry, como todo el mundo sabe), las mujeres han desempeñado un papel fundamental en los destinos de nuestra raza.

William Thackeray
Aventuras de Barry Lyndon
Traducción de Rafael Vázquez-Zamora

¿Qué añadir a los ríos de tinta ya vertidos a propósito de una obra maestra tan abrumadoramente irrebatible? Pues que, por ejemplo, la cola que se ha formado esta tarde para verla, en la Filmoteca de Catalunya, daba la vuelta a la manzana, de lo que se desprende que Kubrick sigue siendo un valor seguro, máxime cuando es su hija Katharina quien se ha desplazado hasta Barcelona para presentar la película y mantener un coloquio posterior con el público.

Luego, las más de tres horas de metraje de Barry Lyndon se pasan volando, con ese dechado de planos antológicos (raro es el que, por su elaborada composición, no recuerda a algún cuadro de Hogarth o de Thomas Gainsborough) y la delicada iluminación de interiores con la única ayuda de cuantiosas velas: pocos filmes en la historia del cine han alcanzado la perfección pictórica de éste. Para subrayar el valor iconográfico de la puesta en escena, Kubrick opta por utilizar el zum a partir de un punto fijo que se va expandiendo hasta convertir el encuadre en un gran plano general. Recurso del que se sirve una y otra vez y que es uno de los rasgos estilísticos definitorios de esta película.



Como lo son el cuidado diseño de vestuario y el protagonismo absoluto de la música de Schubert, pese a que su Trío para piano represente un verdadero anacronismo en una historia de ambientación dieciochesca. Lo importante, sin embargo, es que no desentona en absoluto, integrando su ya célebre melodía en el conjunto como si la partitura hubiese sido compuesta ex profeso para acompañar a las imágenes de la campiña inglesa.

Barry Lyndon es, por último, un tratado insuperable sobre el arribismo social, con esa voz en off que se avanza a los acontecimientos para, finalmente, dejar en el espectador una sensación de pesimismo, ligeramente teñida de ironía, a propósito de la condición humana. Lo cual, en realidad, no deja de ser una constante a lo largo de la filmografía del cineasta, si bien aquí, a diferencia de los arrebatos de 2001, se manifestaba con la indolencia de una clase social ociosa y decadente de la que el protagonista (Ryan O'Neal) representa el máximo exponente.


domingo, 21 de octubre de 2018

Stanley Kubrick: Una vida en imágenes (2001)




Título original: Stanley Kubrick: A Life in Pictures
Director: Jan Harlan
EE.UU., 2001, 142 minutos

Una vida en imágenes (2001)

A punto de inaugurarse la exposición que organizará el CCCB sobre Kubrick, la Filmoteca proyectaba esta tarde el documental A Life in Pictures, con la presencia de su cuñado y director de la película (Jan Harlan), así como de Katharina Kubrick, una de las hijas del homenajeado.

Narrado por Tom Cruise, el filme posee el mérito de condensar en apenas dos horas y media la trayectoria de uno de los cineastas más influyentes de todos los tiempos. Ya hacia el final del mismo, Woody Allen tiene la ocurrencia de compararlo con Orson Welles, lo cual está muy bien visto, ya que, en cierta manera, no sólo les unía un carácter temperamental (y hasta un ligero parecido físico), sino que podría decirse que el director de 2001 logró obtener de la industria todo aquello que  Hollywood había previamente negado al genio de Citizen Kane. Era tanto el poder de Kubrick que incluso logró que, en el Reino Unido, los estudios retirasen de la circulación A Clockwork Orange (La naranja mecánica, 1971) dadas las amenazas que él y su familia recibieron tras el estreno.

Katharina Kubrick y Jan Harlan

Scorsese, otro mito del séptimo arte, da la clave al definir cómo el cineasta se avanzaba a su tiempo: "Ni uno solo de sus títulos se libró de la polémica o de la incomprensión, pero diez años después ya eran considerados clásicos". Y así irán vertiendo sus opiniones a propósito del realizador Spielberg, Alan Parker, Sydney Pollack y otras personalidades que tuvieron la ocasión de trabajar con él.

Ya durante el coloquio, Harlan desvela algunas curiosidades menos conocidas sobre el director, que el pasado mes de julio habría cumplido noventa años, como el hecho de que era un apasionado de la obra de directores españoles como Carlos Saura, Jaime de Armiñán o Víctor Erice. De hecho, en cierta ocasión solicitó una copia de Cría cuervos (1976) para verla en compañía de los suyos en su retiro de Hertfordshire. Y aclara Harlan que, pese a que carecía de subtítulos en inglés, se quedaron todos a verla hasta el final, lo cual da buena cuenta de la calidad de la película. En fin, "¿a qué se habría dedicado Kubrick de no haber sido cineasta?" Harlan titubea antes de responder: "No lo sé. Tal vez fotógrafo o jugador profesional de ajedrez" Su hija, en cambio, lo tiene más claro: "¡Preparaba unas hamburguesas excelentes!" Y Riambau, siempre atento y oportuno, apostilla: "¡Has hecho caer un mito!"


sábado, 20 de octubre de 2018

Hermosa juventud (2014)




Director: Jaime Rosales
España/Francia, 2014, 102 minutos

Hermosa juventud (2014) de Jaime Rosales


Haneke + Ken Loach = Hermosa juventud. Del primero, Jaime Rosales toma la puesta en escena sobria y desprovista de música incidental y demás subrayados, valiéndose de las nuevas tecnologías (WhatsAppSkype, videojuegos y otras aplicaciones al uso aparecen en pantalla de un modo similar a como las utiliza el alemán en su reciente Happy end). Del segundo, el situar la historia en un contexto social depauperado por la crisis económica.

Aunque, a decir verdad, los verdaderos protagonistas de esta historia son ninis: jóvenes que ni estudian ni trabajan, pero a los que urge la necesidad imperiosa de conseguir dinero. En puridad, el título de la película no puede ser más irónico, toda vez que la existencia que llevan estos muchachos es de todo menos hermosa, con familias desestructuradas, embarazos no deseados, violencia y botellón de por medio.



Realidad sórdida para cuyos habitantes el emigrar a Alemania o la pornografía se antojan como las salidas más fáciles a la hora de huir de un contexto en el que a duras penas sí se atisba esperanza o futuro posible. En ese sentido, el desenlace no deja de ser bastante cruel, puesto que Natalia (Ingrid García Jonsson) se verá abocada a la misma vejación a la que la empujó su novio (Karlos Sastre) cuando aún vivía en España.

Rosales, cineasta provisto de una de las miradas más audaces de nuestro panorama fílmico, volvía a valerse en Hermosa juventud de algunos de los elementos inconfundibles de su caligrafía, desde el uso de teleobjetivos para fotografiar a los personajes en la distancia (Carlos trajinando al otro lado de la ventana de su cocina, por ejemplo) hasta la participación en el reparto de actores no profesionales.


miércoles, 17 de octubre de 2018

Las horas del día (2003)




Director: Jaime Rosales
España, 2003, 103 minutos

Las horas del día (2003) de Jaime Rosales

El debut en la dirección de Jaime Rosales ponía ya de manifiesto algunas de las constantes que después se han mantenido en su cine hasta la reciente Petra (2018) que ayer comentábamos. Un estilo  frío y distante, caracterizado por tomas largas, en el que la violencia queda a menudo en off y que, en su momento, convirtieron al director barcelonés en émulo aventajado de Haneke.

Mostrar el día a día de un asesino en serie es un planteamiento tan perturbador como filmar la vida cotidiana de un terrorista, tal y como haría cinco años después en Tiro en la cabeza (2008). Y después está la crueldad, ese sadismo gratuito a base de comentarios lacerantes del que hace gala Jaume en Petra y que en Las horas del día se manifiesta cuando, en pleno banquete de boda, Abel (Alex Brendemühl) le confiesa a su mejor amigo (Vicente Romero) que la novia se le insinuó en cierta ocasión.



La acción transcurre en un paisaje urbano absolutamente anodino, sin música incidental ni subrayados de ningún tipo. Es un ambiente cutre como la vida misma, de trenes de cercanías, lavabos públicos y boutiques de barrio de ropa unisex en las que nunca entra nadie a comprar.

Decía ayer Rosales, quien se declaraba católico durante el coloquio posterior al preestreno de Petra en la Filmoteca de Catalunya, que Dios se alegra cuando actuamos bien y se entristece cuando actuamos mal, pero que nunca interviene. Curiosa, a la par que angustiante reflexión, toda vez que nos deja a nuestro libre albedrío, exentos de cualquier asomo de amparo frente a la crudeza del mundo. Es ese vacío, precisamente, el que se percibe en la mirada de Abel, en la frialdad de su conducta, y que contrasta con el ensañamiento con el que se ceba sobre unas víctimas que, según parece, elige aleatoriamente.


El retrato de madame Yuki (1950)




Título original: Yuki fujin ezu
Director: Kenji Mizoguchi
Japón, 1950, 88 minutos

El retrato de madame Yuki (1950) de Mizoguchi


Dentro de la producción que Mizoguchi llevara a cabo a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, El retrato (o el destino) de la señora Yuki (1950) se encuadra en los dramas sobre esposas mediante los que el director japonés intentaría, una y otra vez, exorcizar sus propios fantasmas en torno a la figura femenina: la hermana que fue vendida como geisha, la esposa a la que él mismo contagió la sífilis...

De ahí que —viniendo, además, de un cineasta de izquierdas— haya que ver en las vejaciones que el depravado del marido dispensa a la protagonista y, sobre todo, en los personajes que la animan a que se fugue con su amante, un intento, por parte de Mizoguchi, de denunciar la sumisión tradicionalmente padecida por la mujer en el seno de la sociedad nipona.



Lo cual no impedirá, sin embargo, el aciago final de Yuki, a quien la amiga, en el bello plano-secuencia del desenlace, no dudará en calificar de cobarde por haber preferido quitarse la vida arrojándose al mar, antes que rebelarse contra lo establecido.

Dotada de una puesta en escena lánguida y preciosista en la que abundan los movimientos de cámara en lateral, Yuki fujin ezu transmite esa sensibilidad tan a flor de piel que caracteriza el tramo final de la filmografía del director.


martes, 16 de octubre de 2018

Petra (2018)




Director: Jaime Rosales
España/Francia/Dinamarca, 2018, 107 minutos

Petra (2018) de Jaime Rosales


Masterclass con Jaime Rosales y preestreno de Petra, su último largometraje: la Filmoteca de Catalunya acogía esta tarde en su sede del Raval barcelonés las dos primeras sesiones de la retrospectiva que le dedicará a lo largo de los próximos días.

En la charla que ha mantenido con Esteve Riambau, director del ente, Rosales ha puesto de manifiesto, una vez más, su interés por la depuración del lenguaje cinematográfico ("austero y preciso", según reza el lema del presente ciclo), hasta el punto de afirmar —como solía decirle un profesor que tuvo en la  la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños de La Habana— que en una película los únicos planos que realmente importan son el primero y el último (el resto son puro relleno). Opinión drástica, al igual que muchas de las suyas, que corrobora citando Psicosis o el cine de Ozu y que recientemente ha expuesto en su libro-ensayo El lápiz y la cámara (ed. La huerta grande).



En cuanto a Petra, drama familiar y rural de tintes folletinescos con resonancias de la tragedia griega, posee una estructura episódica en la que los diferentes capítulos que lo integran (debidamente numerados y precedidos de su correspondiente epígrafe) se nos irán presentando de forma desordenada: rompecabezas rodado en 35 milímetros y con steadycam en el que la joven pintora interpretada por Bárbara Lennie intentará averiguar si un afamado y cruel artista (Joan Botey) es o no su padre. Ambos actores, por cierto, han estado presentes en la sala, junto con Oriol Pla (Pau en la ficción).

Ya en el coloquio posterior, Riambau —hombre sagaz donde los haya— preguntaba a Rosales qué hay de él en los personajes de Petra. Cuestión a la que el realizador ha respondido, no sin antes irse un poco por las ramas, de un modo más bien vago y valiéndose del subterfugio de que el cine es un arte colectivo. En realidad, aclara, la historia la ha escrito en colaboración con Michel Gaztambide y Clara Roquet, aunque admite que comparte con el pérfido Jaume aquello que el viejo dice en la película de "¡No soporto el victimismo!" Afirmación que Rosales ha equiparado, mediante un símil futbolístico no exento de cinismo, con la grandeza del Barça de Guardiola y la insufrible mediocridad del Madrid de Mourinho.


lunes, 15 de octubre de 2018

Clímax (2018)




Director: Gaspar Noé
Francia, 2018, 95 minutos

Clímax (2018) de Gaspar Noé


La ganadora del último Festival de Sitges no es, ni de lejos, una película excesiva. Por el contrario, su director y guionista, Gaspar Noé, ha actuado con total coherencia titulándola Clímax, puesto que lleva a cabo el seguimiento de una celebración orgiástica de consecuencias imprevisibles hasta desembocar en el momento culminante. Si no, la habría titulado Bambi...

Como si de una Divina comedia en sentido inverso se tratase, tres partes bien diferenciadas se aprecian en su desarrollo: el paraíso de los jóvenes que bailan desaforadamente al ritmo de la música disco; el purgatorio que se deriva del hecho de que alguno de los asistentes echa LSD en la sangría y, finalmente, el infierno del delirio, hasta el punto de quedarnos la duda de si lo que estamos viendo es la realidad o la percepción alucinada de quienes han ingerido dicha sustancia.



Con lo explícito de su contenido, que va desde una de las protagonistas orinando en plena pista de baile hasta automutilaciones y demás alborotos propios de la enajenación desatada por las drogas de diseño, Clímax entronca con un determinado tipo de cine destroyer que se está llevando a cabo en Europa, preferiblemente en Francia, y del que cintas como Crudo (2016) de Julia Ducournau o los filmes del inclasificable Bruno Dumont serían los ejemplos más destacados, junto con experimentos más o menos demoledores como The Neon Demon (2016) del danés Nicolas Winding Refn.

En cualquier caso, lo que comienza como la versión futurista de un musical a lo Busby Berkeley, con planos cenitales de las coreografías, termina siendo una pesadilla terrorífica en la línea de la saga [Rec] (2007) de Jaume Balagueró y Paco Plaza. Sólo que aquí no hay elementos paranormales: por desgracia, los participantes de esta rave invierten la escala evolutiva hasta quedar reducidos a simples alimañas que yacen, entre espasmos, por los suelos de una antigua escuela abandonada.


domingo, 14 de octubre de 2018

La dama de Musashino (1951)




Título original: Musashino fujin
Director: Kenji Mizoguchi
Japón, 1951, 88 minutos

La dama de Musashino (1951) de Kenji Mizoguchi


A diferencia de sus grandes frescos históricos, mucho más sosegados y exquisitos, en La dama de Musashino (1951) Mizoguchi analiza con ritmo trepidante la sociedad japonesa de la inmediata posguerra para llegar a la conclusión de que tanto la derrota como la posterior injerencia de los aliados en los asuntos del país no han hecho sino acelerar un proceso de occidentalización que no siempre es sinónimo de prosperidad.

De ahí que sus personajes vivan con la inquietud de ver cómo la inmoralidad se ha adueñado de los usos y costumbres de una juventud que ve en el adulterio una forma de liberación más que una indecencia. Eso es, al menos, lo que se desprende de la escena en la que el profesor universitario, en el transcurso de una clase de literatura en la que se está comentando Rojo y negro de Stendhal, alienta a sus alumnos para que sean infieles.



Los peligros de la modernidad frente a las bondades de la tradición: en su carta de despedida, la desgraciada Michiko (Kinuyo Tanaka) hará ver a su primo Tsutomu hasta qué punto ha idealizado el Musashino de su niñez, summum de una pureza supuestamente perdida que, sin embargo, le impide darse cuenta de cómo a su alrededor el Tokio moderno está floreciendo a base de fábricas y escuelas.

Una vez más, el sentimiento de culpa del cineasta respecto a las mujeres, eco de la hermana que fue vendida como geisha y de la esposa a la que contagió la sífilis, se pone de manifiesto en la figura de la pobre protagonista, atrapada en un matrimonio sin amor del que sólo se liberará a través del suicidio. En realidad, esta dama tan elegante como incomprendida por quienes la rodean, vendría a ser la personificación del viejo Japón imperial: un símbolo de hasta qué punto se han perdido las esencias en un país que ha preferido vender su alma al modo de vida del invasor occidental antes que preservar las virtudes patrias.


The Rider (2017)
















Directora: Chloé Zhao
EE.UU., 2017, 104 minutos

The Rider (2017) de Chloé Zhao

Probablemente, el que una cineasta de origen chino dirija un wéstern puede resultar tan chocante para algunos como el hecho de que, a tal efecto, se haya servido de actores no profesionales que se interpretan a sí mismos. Sin embargo, a quienes así piensen habría que recordarles que el taiwanés Ang Lee ya hizo algo parecido años ha en títulos como Cabalga con el diablo (1999) o la controvertida Brokeback Mountain (2005).

En cualquier caso, The Rider está llamada a ser una de las películas de la temporada y no sólo por ir precedida del adjetivo independiente, sino porque en ella se dan cita elementos tan dispares como una precisa radiografía de la América profunda o la lucha del hombre por hacer realidad sus sueños cuando las circunstancias parecen haberse aliado en su contra.



Pero, aunque sea de un modo mucho más subrepticio, todavía hay otros temas presentes en la cinta: llámense Blackburn o Jandreau, los miembros de la familia protagonista pertenecen a la nación lakota, pueblo que vive en los márgenes del río Misuri y que es parte de la tribu siux. Nadie lo diría a juzgar por el modus vivendi de Brady y los suyos, pero lo cierto es que la presencia del elemento nativo confiere al filme un cierto toque reivindicativo que entronca de pleno con Songs My Brothers Taught Me (2015), el anterior trabajo de la realizadora.

Docudrama o wéstern crepuscular —llámesele como se quiera, que las etiquetas, a fin de cuentas, son sólo eso: sambenitos un tanto absurdos— The Rider plantea el siempre difícil dilema entre mantenerse fiel a unos principios, pese a que nos vaya la integridad física en ello, o dejarse engullir por la monotonía de una existencia segura, pero también convencional y anodina. En dicho aspecto, tanto Brady como su amigo del alma Lane Scott consideran que la vida carece de sentido si se desarrolla lejos de la pista de rodeo. A fin de cuentas, cuando un caballo o una res se lesionan de gravedad no queda más remedio que sacrificar al animal, mientras que a ellos les ha tocado la ingrata situación de quedar incapacitados, tras sendos accidentes, para la práctica de lo único que sabían hacer.


La venganza de los cuarenta y siete samuráis (1941)




Título original: Genroku Chûshingura
Director: Kenji Mizoguchi
Japón, 1941, 222 minutos

La venganza de los 47 samuráis (1941)


Majestuosa y pausada, La venganza de los cuarenta y siete samuráis (1941) se encuentra en las antípodas de un género al que a menudo se asocia con la acción y la espectacularidad a raudales. Pero Mizoguchi, sabedor de cuáles eran las bazas más efectivas de su estilo, prefirió darle a la historia un enfoque teatral en el que primase lo psicológico por encima de la vistosidad fastuosa.

Más que frente a una película de cuatro horas, estamos ante un díptico dividido en dos partes perfectamente diferenciadas —la primera más lenta y desprovista de primeros planos, con la cámara desplazándose lateralmente; la segunda, algo más emotiva y filmada con mayor brío— concebidas para alentar entre la población de un país en guerra valores como el honor, la obediencia y la sed de venganza.



Sin embargo, el director se atreve a dejar la propaganda en segundo plano para sacar el máximo partido de las escenas en las que el desquite de los partidarios de Asano, hecho verídico que aconteciera en el Japón de principios del siglo XVIII, se va fraguando lentamente.

Aunque, en consonancia con lo arriba expuesto y por muy contradictorio que parezca, el clímax de la historia no se produce con la ansiada ejecución de Kira (que tiene lugar, además, fuera de campo), sino cuando los leales samuráis, liderados por Kuranosuke, acatan su destino al hacerse el seppuku (término que en la cultura nipona se considera más refinado que el vulgar harakiri).


viernes, 12 de octubre de 2018

Diamantino (2018)




Directores: Gabriel Abrantes y Daniel Schmidt
Portugal/Francia/Brasil, 2018, 92 minutos

Diamantino (2018) de G. Abrantes y D. Schmidt


Un año más (y con éste ya van tres) nos hemos dejado caer por el Festival de Sitges para disfrutar del buen tiempo, del bullicio de sus calles y, ¡cómo no!, de ese fantástico auditorio de dimensiones colosales capaz de hacer las delicias del más pintado.

La película elegida —Diamantino, malévolo divertimento a cargo del tándem luso-americano Abrantes/Schmidt— gira en torno a una estrella del fútbol de indudable parecido físico con Cristiano Ronaldo. De hecho, las similitudes entre ambos van más allá de lo estrictamente corporal, por lo que bien puede decirse que Diamantino Matamouros (que así se llama el individuo en cuestión) es un trasunto en toda regla del delantero portugués.

El actor Carloto Cotta caracterizado como Diamantino

Aunque más que ridiculizar el desproporcionado modo de vida del galáctico, la película se instala en una región entre fantasiosa y naif por la que pululan perritos gigantes, pateras con refugiados, ultraderechistas contrarios a la Unión Europea, genetistas dispuestos a convertir en razón de Estado la clonación del protagonista, las pérfidas hermanas del jugador y una pareja de espías lesbianas.

Curioso mejunje, hábilmente pergeñado para burlarse de un futbolista hortera, pero en el que tienen asimismo cabida sutiles guiños cinéfilos, como las escenas en las que Diamantino y su "hijo" adoptivo juguetean a orillas de una playa paradisíaca y que son una parodia evidente del estilo ampuloso de Terrence Malick.

Las temibles y superficiales hermanas del astro portugués

jueves, 11 de octubre de 2018

Un héroe singular (2017)




Título original: Petit paysan
Director: Hubert Charuel
Francia, 2017, 90 minutos

Un héroe singular (2017) de Hubert Charuel


Luces de París (La ritournelle, 2014) de Marc Fitoussi; Un doctor en la campiña (Médecin de campagne, 2016) de Thomas Lilti; Nuestra vida en la Borgoña (Ce qui nous lie, 2017) de Cédric Klapisch; Normandía al desnudo (Normandie nue, 2018) de Philippe Le Guay... Y seguro que nos dejamos alguna más. De todas y cada una de ellas hemos ido dando cumplida cuenta en este blog conforme se estrenaban en la cartelera: filmes franceses con el denominador común de situar su acción en el ámbito rural y de tener como protagonistas a ganaderos, médicos, viticultores, alcaldes o veterinarios.

Una fórmula tan asiduamente frecuentada en los últimos años por el cine galo que, en el caso de Un héroe singular (Petit paysan, 2017) del debutante Hubert Charuel, uno tiene la sensación de haber visto ya antes esta película. Quizá porque, como sucedía con la cinta de Lilti, el realizador (hijo de granjeros) habla de una realidad que conoce de primera mano. Y no sólo habla, sino que sitúa la acción en la granja de sus padres e incluso los incluye como personajes: el padre del protagonista, el señor Chavanges, es el de Charuel en la vida real.

Pascale (Sara Giraudeau) y su hermano Pierre (Swann Arlaud)


De hecho, el argumento gira en torno a su alter ego: Pierre (Swann Arlaud), treinta y cinco años, soltero, apasionado y hasta obseso de las vacas de la explotación agraria familiar. Hasta el punto de prácticamente carecer de vida social. El problema es que cuando el ganado manifieste los primeros síntomas de la temida fiebre hemorrágica dorsal (FHD), Pierre apenas sabrá gestionar una contrariedad que él vive como algo exclusivamente personal, a pesar de la sensatez mostrada por su hermana Pascale (Sara Giraudeau), albéitar de profesión.

Triunfadora en los últimos premios César (logró tres, incluido mejor actor, y fue candidata a otros cinco), la historia de este "Pequeño campesino" (título original en francés) es un drama rural que cuenta con la presencia del actor belga Bouli Lanners haciendo de criador youtuber al que la epidemia afectó antes. En suma, una forma como cualquier otra de exorcizar la culpabilidad del joven realizador, hijo único para más inri, por no haberse consagrado en su día a la pequeña hacienda que regentaban sus padres.


miércoles, 10 de octubre de 2018

Gauguin: Viaje a Tahití (2017)




Título original: Gauguin - Voyage de Tahiti
Director: Édouard Deluc
Francia, 2017, 102 minutos

Gauguin: Viaje a Tahití (2017) de Édouard Deluc


Seis de la tarde en la puerta del Cine Boliche: una larga cola de espectadores (los miércoles la entrada es más barata...) aguarda pacientemente en la acera de la Avenida Diagonal antes de acceder a las salas de proyección. Casualidad o no, muchos de ellos son jubilados, de los que buena parte termina decantándose por Gauguin: Viaje a Tahití, hasta el punto de abarrotar el recinto. He ahí la primera paradoja: una mayoría burguesa que se congrega para admirar la trayectoria del típico bohemio incomprendido.

En puridad, dicha contradicción viene ya de antiguo: ¿quién sino las clases pudientes frecuentó las galerías de arte parisinas donde se expuso la obra de los grandes pintores decimonónicos? ¿Acaso los Degas, van Gogh y otros colegas del interfecto no se beneficiaron en diversas ocasiones del mecenazgo de algún opulento bienhechor? Y aunque varios de ellos muriesen en la más absoluta indigencia, ¿no fue su obra revalorizada a posteriori por marchantes que buscaron su clientela entre lo más granado de la sociedad parisiense?



La otra gran incoherencia de la que difícilmente podría sustraerse cualquier biopic dedicado a la figura de Eugène Henri Paul Gauguin (París, 7 de junio de 1848-Atuona, Islas Marquesas, 8 de mayo de 1903) es el hecho de que la estancia del artista en la Polinesia francesa se ha ido tiñendo, con el paso del tiempo, de un cierto halo legendario al que el realizador Édouard Deluc termina por sucumbir a fuerza del uso (y abuso) de una dirección de fotografía preciosista —a cargo de Pierre Cottereau— y que intenta emular el estilo posimpresionista del homenajeado.

Un Gauguin al que da vida de manera más o menos convincente el actor Vincent Cassel, pero que, con todo y con eso, dista mucho de ser el iconoclasta que revolucionó la pintura de su tiempo. En ese aspecto, el retrato que Deluc lleva a cabo en colaboración con el doctor-cineasta Thomas Lilti (aquí en funciones de guionista) no pasa de ser una mera estampa que centra su interés en la relación idealizada del afligido Paul con la bella Tehura (Tuheï Adams): en la vida real ella era una niña de trece años y él un adulto de cuarenta y ocho... Romance que quizá resultara de lo más fructífero en el terreno artístico, eso nadie lo pone en tela de juicio, pero que, sin embargo, contribuye a que la película adolezca de un cierto maniqueísmo a la hora de confrontar la opresiva atmósfera que se respiraba en la metrópolis con el, en teoría, paradisíaco entorno tahitiano.


domingo, 7 de octubre de 2018

Utamaro y sus cinco mujeres (1946)




Título original: Utamaro o meguru gonin no onna
Director: Kenji Mizoguchi
Japón, 1946, 95 minutos

Utamaro y sus cinco mujeres (1946) de Kenji Mizoguchi


Si hubiera seguido estudios convencionales, no habría tenido la oportunidad de descubrir nada original en mí. Estudiando con la propia vida, he acabado creyendo que la vida es una escuela interminable, no sólo para el espectáculo, sino una escuela de humanidad y también de placer ¡Por todas esas escuelas he pagado las tasas de escolaridad!

Kenji Mizoguchi
Citado en Marcel Giuglaris, "Années d'apprentissage"
Cahiers du cinéma, 158, agosto-septiembre de 1964

La obsesión de Mizoguchi por los personajes femeninos de atormentada estrella tiene su origen en su más tierna infancia, cuando el padre —propietario de una fábrica suministradora de accesorios de caucho para el ejército— se vio obligado a vender como geisha a una de sus hijas tras haber quedado en la más absoluta ruina a raíz de la crisis de 1904. Rara es, por lo tanto, la película del director en la que alguna mujer no empuñe una daga con la finalidad de vengar quién sabe qué ultraje o para poner fin a un aciago destino.



En Utamaro y sus cinco mujeres (1946) el célebre pintor de estampas del período Edo es mostrado como un artista de exquisito refinamiento que no duda en utilizar la espalda de una de sus musas como el mejor de los lienzos, motivo que no sólo conecta con la ya mencionada pasión del cineasta japonés por las casas de placer, sino que prefigura la posterior fascinación de Peter Greenaway por el mismo tema en The Pillow Book (1996).

Filme de inusual belleza y sensualidad a flor de piel, escrito por Yoshikata Yoda (guionista habitual de Mizoguchi) a partir de una novela de Kanji Kunieda, la figura del dibujante aparece en todo su esplendor en dos momentos destacables: uno es el duelo pictórico con un retratista rival en las primeras escenas, del que Utamaro saldrá airoso vencedor por su notable habilidad a la hora de insuflarle vida a los retratos con la única ayuda del pincel; el otro es el sádico castigo que las autoridades imponen al pintor, quien deberá permanecer maniatado durante varios meses a causa del atrevimiento de uno de sus cuadros.


La espada Bijomaru (1945)




Título original: Meitô Bijomaru
Director: Kenji Mizoguchi
Japón, 1945, 65 minutos

La espada Bijomaru (1945) de Kenji Mizoguchi


Los hombres son mortales; las espadas, para siempre...

El aprendiz Kiyone Sakurai cree haber moldeado un acero infalible para su guardián, Kozaemon Onoda. Pero a éste se le rompe el sable durante una reyerta en la que pierde la vida. Su hija Sasae jura vengar la muerte del padre y, con tal finalidad, le pide a Kiyone Sakurai que fabrique para ella una espada especial. Así que Kiyone y su compañero Kiyotsugu acuden al maestro herrero Kiyohide Yamatomori para que les enseñe el oficio.

El egregio Mizoguchi a vueltas con el rancio patriotismo bélico. De hecho, todo en esta película podría verse como un desesperado grito de guerra en favor de la industria armamentística: desde la obsesión por forjar una espada perfecta a golpe de martillo hasta la presencia fantasmal de la hija de Onoda en la fragua para infundir ánimos a unos esforzados artesanos que casi se dejan la vida en su empeño.

Cuando el Japón imperial se aprestaba a una derrota irremisible en la contienda mundial, la otrora prolífica industria cinematográfica del país asiático aún era capaz de producir cintas de propaganda como La espada Bijomaru (1945), mediometraje más bien insulso del que su director abominaría más tarde y cuyo punto culminante es una prolongada lucha de catanas entre el espíritu vengativo de una mujer perteneciente a la aristocracia local y el samurái que la traicionó en vida.


sábado, 6 de octubre de 2018

La vida de Oharu, mujer galante (1952)

















Título original: Saikaku ichidai onna
Director: Kenji Mizoguchi
Japón, 1952, 148 minutos

La vida de Oharu, mujer galante (1952)

Proyecto largamente acariciado desde los inicios de su carrera como director, Mizoguchi no pudo, sin embargo, adaptar la novela Una mujer de placer (publicada originariamente en 1686 por Saikaku Ihara) hasta cuatro años antes de su muerte. Las razones para tan larga espera habría que buscarlas en la sordidez de una obra que gira en torno a la desgraciada figura de Oharu, geisha explotada como mercancía sexual a lo largo de toda su vida y a la que acabarán repudiando la mayoría de hombres que se crucen en su destino.

Al inicio del relato, una Oharu cincuentona y ajada por los rigores de la edad será acogida por un grupo de prostitutas callejeras que, interesándose por los motivos que la han conducido hasta tan lamentable estado, le preguntan cuál es la causa de su mala fortuna. Pero ella declina dar explicaciones para, acto seguido, refugiarse en un templo presidido por multitud de figuras de monjes budistas. Lo que vendrá a continuación, mientras repara en el rostro familiar de una de las efigies, será un larguísimo flash-back que dará respuesta al porqué de sus infortunios.



Ambientada en los inicios del período Edo o Tokugawa, el exotismo de los quimonos y la parsimonia de una exquisita puesta en escena le valieron a Mizoguchi el León de Plata en el Festival de Venecia, tal vez obviando la feroz crítica que el filme encerraba a propósito de una sociedad brutalmente patriarcal en la que, para más inri, los pocos hombres que de verdad aman a Oharu serán ejecutados o recluidos en prisión.

Aunque, como suele ocurrir con este tipo de recreaciones históricas de la cinematografía japonesa (lo hemos señalado ya en ocasiones anteriores), lo que a menudo nos llama la atención desde nuestro punto de vista occidental no es tanto un argumento plagado de efectistas recursos lacrimógenos (caso de la escena en la que intentan impedir que Oharu se acerque al hijo que le arrebataron en su día), sino pequeños detalles cotidianos como la delicada representación de marionetas o bunraku que tendrá lugar en las estancias de la residencia de uno de los señores a cuyo servicio atiende la desdichada mujer.