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jueves, 3 de noviembre de 2022

Tres inicios (1955)




Título original: Trzy starty
Directores: Ewa Petelska, Czeslaw Petelski y Stanislaw Lenartowicz
Polonia, 1955, 103 minutos

Tres inicios (1955) de VV.AA.


Muy célebres debían de ser estos filmes de episodios en la Polonia comunista teniendo en cuenta que es el segundo de tales características, tras Tres relatos (Trzy opowiesci, 1953), que comentamos con pocos días de diferencia. Y de nuevo el matrimonio Petelski firmaba un par de segmentos, mientras que el tercero corrió a cargo de Stanislaw Lenartowicz (1921–2010). Aparte de su tono amable, el denominador común de las tres historias que integran Trzy starty (1955) sería el trasfondo deportivo de todas ellas, vinculado a la ética de unas jóvenes promesas, pertenecientes a distintos ámbitos, que experimentan algún fracaso en el inicio de sus respectivas carreras. Así, por ejemplo, la nadadora del primer capítulo destaca por una disciplina intachable hasta que un desengaño amoroso le hace perder la seguridad en sí misma. En cambio, el púgil del segundo fragmento será descalificado por haberse visto envuelto en una reyerta callejera con otros alborotadores. Finalmente, la tercera y última parte gira en torno a una accidentada carrera ciclista.

Quizá lo más original de una cinta más bien intrascendente (para qué nos vamos a engañar) reside, tal vez, en la manera en que los distintos episodios se van engarzando en la trama. A este respecto, un grupo de hombres, entrenadores de las disciplinas deportivas arriba indicadas, coincide en un vagón de tren. Los cuales, por aquello de amenizar el viaje, irán rememorando las anécdotas más relevantes que han vivido como profesionales. De modo que lo que ve el espectador no es sino cada uno de esos flashback.



No hace falta recalcar la utilización que los regímenes del bloque socialista hicieron de las gestas deportivas de sus atletas para darse cuenta de que probablemente esta película encierra algún mensaje de tipo propagandístico. En todo caso, es el carácter moral de las situaciones (el deber cívico frente a la esfera personal) lo que determina el enfoque de unos dilemas cuyo desenlace viene, en buena medida, condicionado por las directrices de la industria cinematográfica polaca.

Con todo y con eso, dado el carácter ligeramente cómico que los tres directores imprimen a la puesta en escena, ni la nadadora ni el boxeador ni el ciclista se verán expuestos a unas tribulaciones excesivamente severas. Ni siquiera ese jovencísimo Polanski de apenas veinte años que interviene fugazmente en el segundo segmento y que comenta divertido con su hermana en la ficción el combate pugilístico que en aquel preciso instante están retransmitiendo por la radio.



jueves, 16 de julio de 2020

Escuela de sirenas (1944)




Título original: Bathing Beauty
Director: George Sidney
EE.UU., 1944, 101 minutos

Escuela de sirenas (1944) de George Sidney


Bobalicona, superficial, cursi... Sí, ¿por qué negarlo? Escuela de sirenas (título español de Bathing Beauty) reúne todas esas "cualidades". Pero, con todo y con eso, sigue siendo un verdadero placer disfrutar de sus números acuáticos, émulos de las coreografías apoteósicas de Busby Berkeley, aunque pasadas por agua. Y lo mismo podría decirse de las actuaciones musicales de Xavier Cugat o el trompetista Harry James con sus respectivas orquestas, las baladas del tenor colombiano Carlos Ramírez y las humoradas de Red Skelton vestido de mujer.

El público, sin embargo, acudía en masa a las salas de proyección para verla a ella, la náyade Esther Williams (1921–2013). En ese sentido, su papel de recatada maestra en un colegio para señoritas de buena familia, adonde se refugia por el despecho de la supuesta infidelidad de su flamante marido, no era sino un pretexto para entretener al respetable en tanto llegaba el momento culminante.



Y la guinda son todas esas sílfides sonrientes zambulléndose en la piscina para completar un ballet submarino que es un primor de belleza y fantasía en Technicolor, amén de hito de la natación sincronizada mucho antes de que Gemma Mengual u Ona Carbonell la convirtiesen en disciplina deportiva de primer orden.

Pero, aparte de las cabriolas de este ejército de esbeltas ondinas, son muchos los momentos que, a buen seguro, el espectador retendrá en su memoria cinéfila: Cugat, catalán universal, completando una de sus célebres caricaturas justo antes de que Lina Romay se arranque, en castellano, con los compases de "Bim, Bam, Bum"; la destreza de la organista Ethel Smith ejecutando al teclado, en compañía de sus alumnas, diversas melodías de enorme complejidad técnica; las argucias del protagonista masculino para librarse de la incómoda presencia de un perro descomunal; etc.


lunes, 14 de enero de 2019

El gran baño (2018)




Título original: Le grand bain
Director: Gilles Lellouche
Francia/Bélgica, 2018, 122 minutos

El gran baño (2018) de Gilles Lellouche


Con mejor o peor criterio, los carteles que anuncian esta película en el metro de Barcelona se refieren a ella como "un Full Monty a la francesa". En realidad, y al margen de que tales comparaciones vayan más encaminadas a hacer taquilla que no a hacer justicia, lo cierto es que la cinematografía de nuestro país vecino posee una larga tradición de filmes protagonizados por patanes que se marcan objetivos a priori inalcanzables. 

Sin ir más lejos, Le concert (2009) de Radu Mihaileanu planteaba, hace justo una década, la posibilidad de que una orquesta de aficionados triunfase en el mundo entero. Y así podríamos ir tirando hacia atrás hasta llegar a Les bronzés (1978) de Patrice Leconte, Les visiteurs (1993) de Jean-Marie Poiré o hasta las genialidades de Jacques Tati. Títulos, todos ellos, muy dispares entre sí, pero unidos por un mismo denominador común: la heroicidad del torpe.

Ciertamente, el adjetivo torpe se queda más bien corto para referirse a los protagonistas de Le grand bain (última incursión tras las cámaras del actor Gilles Lellouche), pues atreverse a montar un equipo masculino de natación sincronizada cuyos miembros, en su mayoría, sobrepasan ampliamente los cuarenta es una idea tan quijotesca como entrañable. Sobre todo a medida que vayamos conociendo los entresijos de la historia personal de cada uno de sus integrantes, incluidas las dos entrenadoras.



Aun así, y ello es lo peor, le acaba de faltar algo de gancho a una historia que, en principio, lo tenía todo para conectar con el público, comenzando por actores de la talla de Mathieu Amalric. Y aunque en teoría no tenga por qué ser un defecto, pero la verdad es que se le nota un cierto aire de reunión de amigos, algo que ya sucedía en Pequeñas mentiras sin importancia (Les petits mouchoirs, 2010), donde, contrariamente a lo que aquí sucede, el que dirigía era Guillaume Canet, mientras que Lellouche interpretaba un pequeño papel. Además de que, tanto en la una como en la otra, se percibe un exceso de música incidental (lo cual se nos antoja que debe de ser una tentación muy propia de actores que se pasan a la dirección: la de incluir algunas de tus canciones favoritas en la banda sonora).

Con todo, merece la pena defender, pese a sus carencias, un filme que apuesta por la libertad de elección del individuo frente a la indiferencia de los demás; que nos invita a que seamos nosotros mismos, sin complejos, antes que dejarse arrastrar por los sinsabores de una tediosa vida convencional.