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lunes, 13 de abril de 2020

Días de viejo color (1968)




Director: Pedro Olea
España, 1968, 78 minutos

Días de viejo color (1968) de Pedro Olea


Tras un par de cortos, El parque de juegos (1963) y Anabel (1964), el primer largometraje del bilbaíno Pedro Olea fueron estos Días de viejo color que coescribieron los también cineastas Antonio Giménez Rico y Ángel Llorente. En apariencia, se trataría de una comedia estudiantil al uso, protagonizada por tres universitarios madrileños que van a ligar a Torremolinos en Semana Santa. Y aunque ello es así en buena medida, la película depara, sin embargo, no pocas sorpresas que demuestran una cierta voluntad rompedora por parte de aquellos jóvenes realizadores.

Como, por ejemplo, toparse con un imberbe Luis Eduardo Aute cantando dos temas en francés, el segundo de los cuales ("Les bourgeois") provisto de una letra que pretende ser reivindicativa. O ese guateque tan sui géneris en el que figuran como extras personalidades de la talla de la escritora Mercedes Pinto (declamando una extraña letanía), el pintor Manuel Viola en plena performance, Massiel con sombrero cordobés, Juan Pardo y Fernando Arbex de los Brincos, Miguel Picazo jugando al pinball y la transexual francesa Coccinelle improvisando imaginativos vestidos a partir de un simple fular.

Luis Eduardo Aute (1943-2020)

Tal vez porque la censura franquista tenía muy claro que esto era una peliculilla de amoríos vacacionales y poco más, pero lo cierto es que no deja de ser sorprendente que los personajes hagan referencia a sustancias psicotrópicas como el LSD o la marihuana. Que debían de estar muy en el ambiente, de acuerdo (y la cosa tampoco va a mayores, es cierto), pero, aún así, llama la atención escuchar esas palabras en un filme español del 68. Con todo, no falta la nota cómica a través del potentado yanqui al que interpreta Luis García Berlanga: un señor que responde al nada original nombre de Mister Marshall y que se pasa el día en la terraza del hotel leyendo cómics y bebiendo leche.

El americano pretenderá convencer a Miguel (José Manuel Gorospe) de que le ayude a pasar un cargamento de hachís desde Tánger, cosa a la que el muchacho no sabe cómo negarse. Pero allí está su amigo Luis (Andrés Resino) para rechazar la oferta por él y zanjar el tema. Porque estos mancebos habrán ido a la Costa del Sol a pillar cacho, pero aun así son gente seria. Tanto, que Luis se enamora de Marta (Cristina Galbó), matritense como ellos y cuyos padres (modernísimos para la época) le permiten que tome sus propias decisiones. Lo cual culmina en que la pareja comparte lecho y promesas de amor eterno, aunque, cuando en la última secuencia, ya de regreso en la capital, vemos a Luis alejarse solo hasta confundirse con la multitud, no está muy claro que la relación entre ambos se vaya a consolidar.


jueves, 15 de febrero de 2018

Él (1953)




Director: Luis Buñuel
Méjico, 1953, 92 minutos

Él (1953) de Luis Buñuel


En este momento de la conversación, oímos el arrastrarse de unos pasos sobre el parquet. Me volví. Hitchcock entraba en la sala, todo rechoncho y sonrosado, y se dirigía hacia mí con los brazos extendidos. Tampoco le conocía personalmente, pero sabía que en varias ocasiones había cantado públicamente mis alabanzas. Se sentó junto a mí y, luego, exigió estar a mi izquierda durante la comida. Con un brazo pasado sobre mis hombros, casi echado sobre mí, no cesaba de hablar de su bodega, de su régimen (comía muy poco) y, sobre todo, de la pierna cortada de Tristana: «¡Ah, esa pierna...!»

Luis Buñuel
Mi último suspiro (Memorias)
Traducción de Ana María de la Fuente
Página 190, Plaza & Janés, Barcelona, 1982

Los aficionados al cine de Hitchcock reconocerán en Él más de un elemento que, cinco años después, el mago del suspense reutilizaría para la confección de Vértigo (1958), siendo, quizá, la escena del campanario la más obvia. Con la salvedad, huelga decirlo, de que el universo buñueliano, siempre en deuda con el surrealismo, las teorías psicoanalíticas y la iconoclasia más irreverente, adquiere una magnitud de una profundidad bastante superior.



Se abre la película, rodada en apenas tres semanas durante el período mejicano del genio de Calanda, con una escena en la que vemos a un sacerdote lavando los pies de un parroquiano con motivo de la celebración del Jueves Santo. Lo cual representa un ejemplo más de ese fetichismo tan habitual en su filmografía (baste recordar aquel momento de Viridiana en el que Fernando Rey, vestido de novia, se prueba unos zapatos blancos de tacón).



Y así, los celos y el delirio paranoico del protagonista irán creciendo hasta desembocar en una manía persecutoria que casi termina con la vida de su mujer. En ese sentido, el de Francisco (Arturo de Córdova) y Gloria (la argentina Delia Garcés) viene a ser uno de aquellos casos de amour fou que la literatura freudiana recoge en repetidas ocasiones. Agravado, en el caso de la esposa, por el hecho de que ni su propia madre ni el Padre Velasco (Carlos Martínez Baena) creen el relato de las continuas vejaciones a las que se ve sometida, en lo que supone un ejemplo más de la crueldad un tanto sádica tantas veces ilustrada por el cineasta en no pocos títulos de su extensa filmografía.



La tragedia personal de Francisco es que se acaba creyendo el centro de una conspiración planetaria en la que no queda ser viviente que no se burle de él: dilema de graves consecuencias que hará que sus familiares lo acaben internando en un convento franciscano en Colombia adonde, en el inquietante plano final, lo vemos haciendo eses a lo largo del camino que lo lleva hacia el refectorio. Irónico desenlace para un filme en el que Buñuel insiste, una vez más, en la falta de confianza en la condición humana para redimirse de las obsesiones que la acechan. Como dijo Lacan: "El único hombre verdaderamente libre es el paranoico".