domingo, 30 de abril de 2017

Don Juan (1950)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1950, 115 minutos



Por donde quiera que fui,
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé
y a las mujeres vendí.
Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí,
yo los claustros escalé,
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí...

José Zorrilla
Don Juan Tenorio
Escena XII, vv. 501-510

No deja de ser curioso que el Tenorio, uno de los personajes por antonomasia de la literatura española, fuese interpretado por un actor portugués en la versión de Don Juan que José Luis Sáenz de Heredia dirigiera en 1950. Secundado, además, por la francesa Annabella, estrella internacional que debutara en el cine de la mano del mismísimo Abel Gance tomando parte en su mítico Napoleón y que, tras haber trabajado largo tiempo en Hollywood, acababa de divorciarse de Tyrone Power.

Antonio Vilar en el papel de don Juan


De todas formas, la película no adaptaba el texto de Zorrilla o el de Tirso de Molina ni tampoco el de ninguna de sus versiones foráneas (Molière, Lord Byron, Pushkin, Lenau...) sino que se rodó a partir del guion original que escribieron conjuntamente el propio director y Carlos Blanco. Esto, por una parte, liberaba a la historia de las ataduras del verso y, por otra, permitía aproximarla, en varias ocasiones, a un modelo de comedia mucho más cercano al público de la época. Porque, si prestamos atención a los diálogos, en este Don Juan hay mucho sentido del humor. Ya en una de las escenas iniciales, hallándose aún el empedernido seductor en la goleta que ha de trasladarlo desde Venecia hasta la Sevilla de 1553, el protagonista y Lady Ontiveros (sorprendida en paños menores) mantienen el siguiente diálogo:

LADY ONTIVEROS: ¡Salid inmediatamente! ¿No veis que es el aposento de una dama?
DON JUAN: Sólo he visto un cuarto de mujer.
LADY ONTIVEROS: ¿Y no os basta eso? ¿Qué más queréis ver?
DON JUAN: Los otros tres cuartos...

Pura dilogía. Ni Quevedo lo hubiese dicho mejor. Y es curioso, ya que, sobre todo a partir de la sublimación romántica a la que Zorrilla sometió al burlador en el siglo XIX, ni el mito ni, mucho menos aún, el desenlace de la historia (con el convidado de piedra arrastrando al galán a los infiernos) podían considerarse precisamente divertidos. En ese sentido, Sáenz de Heredia y Blanco prescinden de las connotaciones moralizantes de la leyenda, despojando al personaje de sus ropajes mefistofélicos para acercarlo al gran público y convertirlo únicamente en el sagaz protagonista de una comedia de capa y espada.

"¿No es verdad, ángel de amor...?"


Tampoco doña Inés (María Rosa Salgado) es la cándida novicia parapetada en un convento cuyas paredes profana don Juan con fatales consecuencias. Ni Chiuti el único gracioso de la obra. Y es que el Arturo que compone Manolo Morán es para verlo: lo mismo su esperpéntica "habilidad" con la espada que su disparatado disfraz de centauro, en especial cuando, comido por los celos, se lleva de la mano a su prometida (poco antes galanteada por un encapuchado Tenorio), profiriendo: "A casa ahora mismo. ¡A casa! No me entiendes. Ni como animal ni como hombre".

Queda, pues, la duda razonable de si es lícito servirse del título como reclamo para ofrecer algo que, en realidad, es totalmente distinto al clásico que la gente espera ver. Salvo que los productores tengan la decencia, como fue el caso, de rematar los créditos iniciales con la siguiente advertencia.


En nombre de la ley (1932)




Título original: Au nom de la loi
Director: Maurice Tourneur
Francia, 1932, 95 minutos

En nombre de la ley (1932) de Maurice Tourneur


Es absolutamente conmovedor pensar que las escenas de Au nom de la loi (1932) se rodaron hace ochenta y seis años y no esta mañana, tan nítida es su calidad de imagen tras la restauración a que fue sometido el filme. Incluido en la retrospectiva que la Filmoteca de Catalunya está dedicando estos días a redescubrir la obra de un cineasta bastante menos conocido que su hijo Jacques, a finales de junio del año pasado ya fue posible verlo. Pero en aquella ocasión contratiempos de última hora nos impidieron disfrutar de él en pantalla grande, así que hemos aprovechado el descanso dominical para recuperarlo.

No exagera Bertrand Tavernier cuando lo pone por las nubes: ya desde la presentación, con el haz de luz de una linterna iluminando fugazmente los títulos de crédito, es fácil darse cuenta de la originalidad de una puesta en escena en la que son parte esencial el rodaje en exteriores o algunas notas de humor. De lo primero dan buena cuenta un cuerpo que aparece flotando en el Sena o esas concurridas estaciones parisinas inundadas por el vapor de las locomotoras; de lo segundo, algunos gags deliciosos: uno de los personajes huye, en el transcurso de la típica persecución a través de callejones o saltando por la ventana, y, de repente, se queda petrificado al descubrir unos pies que asoman tras una cortina. Pero al levantarla comprobará con alivio unas botas vacías sobre las que juegan unos gatitos. O como aquel sospechoso, interrogado por la policía, al que preguntan mostrándole una fotografía: "¿Es ésta la mujer que vio usted?" "Sí", responde taxativamente. "¡Idiota!: ¡pero si es la reina de Bélgica!"



Todo comienza con un elegante guante blanco de mujer, manchado de sangre, que aparece en el asiento de atrás de un taxi abandonado. Acaba de morir un inspector de policía que investigaba un oscuro asunto vinculado con el tráfico de cocaína (en una época, ocioso es decirlo, en la que dicho estupefaciente era mucho más glamuroso que hoy en día). Las pesquisas conducirán a la gendarmería hasta la cautivadora Sandra (Marcelle Chantal), femme fatale avant la lettre que terminará, sin embargo, sucumbiendo a los encantos del infiltrado Marcel (Jean Marchat).

En más de una ocasión, nos vendrá a la mente tal o cual escena de alguna película del primer Hitchcock (no en vano, lo mismo Tourneur sénior como el Mago del suspense procedían del cine mudo): un hombre apuesto y una atractiva mujer que entablan conversación en el vagón de un tren, un fugitivo que se desliza por el canalón de una fachada haciendo equilibrios sobre el alféizar de la ventana... Otros, en cambio, forman parte del imaginario colectivo de los años treinta: fumaderos de opio en el barrio chino, condes de vida disipada, duros agentes sin escrúpulos y gánsters más rudos todavía. En definitiva, el retrato de una sociedad ya extinta, aunque sublimada a perpetuidad gracias al celuloide.


sábado, 29 de abril de 2017

La pródiga (1946)




Director: Rafael Gil
España, 1946, 90 minutos



Hace ya de esto quince o veinte años. Preparábase en nuestra siempre revuelta España una elección general de Diputados a Cortes. La batalla debía reñirse aquella vez por circunscripciones, y los tres candidatos de embozada oposición que aspiraban a representar la parte Nordeste de cierta provincia andaluza, donde eran mucho menos conocidos que en Madrid, bien que en ella tuviesen tal o cual deudo y alguna finca, andaban recorriendo, juntos y a caballo, villas, aldeas y cortijos, en busca de votos contrarios al Ministerio; oficio divertidísimo si los hay, cuando uno es todavía joven y poco ambicioso, aficionado a montar, indiferente a los peligros o dado a correrlos, más devoto de la naturaleza que de la política, y más amante de las buenas mozas, del rico vino y de las fatigas corporales, que de todas las formas de gobierno habidas y por haber.

Pedro Antonio de Alarcón
La pródiga

Superproducción por todo lo alto: vestuario, decorados, elenco de estrellas... Todo en La pródiga fue impecablemente impecable. Tanto, que a día de hoy se nos antoja engolada y pomposa. En realidad, hasta el propio argumento ha perdido interés, toda vez que los amores entre un aspirante a diputado liberal y una marquesa venida a menos aparecen a nuestros ojos como algo remoto y tedioso. Luego está el tema del honor, tan importante otrora y tan carente de sentido en la actualidad, vinculado en este caso al turbio pasado de doña Julia (Paola Barbara). Si se le añade, por último, lo poco convincente de la actuación de Rafael Durán, quien en su papel de Guillermo de Loja, se esfuerza en vano en llorar y poner cara compungida, obtendremos el retrato de la vacuidad de un filme enfundado, sin embargo, en un cuidadísimo envoltorio.



No era la primera vez que Rafael Gil adaptaba un texto de Alarcón (dos años antes había hecho lo propio con El clavo) y, a decir verdad, La pródiga cosechó varios premios del Círculo de escritores cinematográficos. El prolífico director concibió la película como una larguísima elipsis (que abarca prácticamente todo el metraje, desde el minuto siete hasta el ochenta y ocho), en la que asistimos al sueño/remembranza de Guillermo al evocar los dolorosos hechos de un pasado que revive en él al contemplar el cuadro que pintó Julia.



Mención aparte merece el personaje de José (Fernando Rey), especie de Heathcliff a lo Cumbres borrascosas que se debatirá entre su atracción hacia la marquesa y una creciente ojeriza contra Guillermo. O la visión nada favorable que se da de los compañeros de este último (interpretados por Guillermo Marín y Ángel de Andrés), dos liberales oportunistas que declaran, abiertamente, que están en política con el único objetivo de medrar. La censura franquista no perdía comba para, a la mínima, meter cucharada, y por eso se arrojaba aquí esta imagen tan poco halagüeña del sistema parlamentario. Algo que, por otra parte, se pretende subrayar con las escasas visitas a la iglesia de Guillermo y doña Julia y la consiguiente amonestación que reciben del cura de Abencerraje (José María Lado).


viernes, 28 de abril de 2017

Los noms del paisatge (2013)




Título en español: Los nombres del paisaje
Director: Christian-Pierre Bedel
Francia, 2013, 50 minutos



La habitual sesión de cine occitano ofrecida por el CAOC a últimos de mes ha vuelto a contar hoy con un documental dirigido por Christian-Pierre Bedel. Como haría un año más tarde en Memòrias d'Arièja, el erudito del Aveyron recopilaba con Los noms del paisatge (2013) parte del legado oral de la región de Rouergue, en concreto cuentos y leyendas populares que recogió a través de una serie de entrevistas realizada entre 1995 y 2010.

La mayoría de informantes centran su interés en relatos protagonizados por seres monstruosos (como Gargantúa) o directamente demoníacos (caso del Dragón) cuya máxima delicia es secuestrar a niños que se extravían por el bosque para encerrarlos, cebarlos y, por último, comérselos. Aunque alguno de esos benjamines destaque por su astucia, como el Ponheton de la larga y elaborada fábula con la que nos deleita Eugène Catusse: ataviado con su indumentaria de campesino gascón (boina, camisa de cuadros, pantalón de mono azul) y ante la presencia impertérrita de su esposa, el anciano se enfrasca en una detallada narración apenas alterada por el leve zumbido de un moscardón que se cuela por los micrófonos. Al final del apólogo, Ponheton burlará al maligno arrojando un queso o un pájaro más lejos que cualquiera de sus piedras, por lo que acaba siendo coronado rey de los bosques.

En otras ocasiones, las criaturas sobrevivirán a un cruel destino enseñando por la rendija de la puerta una cola de rata a su raptor en lugar del dedo de la mano. O son las fardarelas (especie de hadas) o los gigantes los responsables de haber cavado un hoyo o de haber situado una ermita en lo alto del pico más escarpado.

Finalizada la proyección, hay quien opina que los participantes en el documental hablan demasiado deprisa y que así se haría difícil captar la atención de los niños si hubiera que contarles esos cuentos... Lo cual no deja de ser sorprendente, ya que Los noms del paisatge es un documento etnográfico concebido con la voluntad de preservar el patrimonio inmaterial de un pueblo y no para entretenimiento de la chiquillería.

Christian-Pierre Bedel

Alien, el octavo pasajero (1979)




Título original: Alien
Director: Ridley Scott
Reino Unido/Estados Unidos, 1979, 116 minutos

Alien, el octavo pasajero (1979)
de Ridley Scott


Uno de mis primeros recuerdos cinematográficos está directamente relacionado con Alien. Apenas cuatro años tenía yo cuando se estrenó el hoy ya clásico de la ciencia ficción. Y mi hermano, que contaba entonces catorce primaveras, la fue a ver. Ya en casa, en el recogimiento de nuestro cuarto, me contaba los detalles con morbosa fruición. De modo que puede decirse que me acuerdo de la película sin haberla visto. 

La escena que más me impactaba de su minucioso relato era la del ente (¿cómo llamarlo: lapa galáctica, trilobites sideral...?) enganchado a la cara de Kane (John Hurt) y cómo, tras un primer momento de alivio al ser liberado, el tripulante acababa reventando como un ciquitraque sobre la mesa donde él y sus compañeros recién habían comenzado a desayunar.

Frente a las convencionales rodajas de pepino, Alien defendía
las propiedades del CENTOLLO como eficaz antioxidante
contra el envejecimiento facial


Han pasado casi cuarenta años y hoy, por fin, he tenido ocasión de ver Alien en pantalla grande. Vista con ojos de adulto tal vez impacte menos que al asustadizo niño de cuatro años al que se la contaron (a fin de cuentas, lo que uno se imagina siempre resulta más sobrecogedor que lo que uno ve), pero la fuerza sus imágenes se mantiene intacta.

Y, por otra parte, el cinéfilo cuarentón, bastante menos impresionable y más dado a comparar, establece enseguida conexiones con otros filmes de similar factura. Los referentes inevitables son 2001 (1968) y La guerra de las galaxias (1977): de la primera ha heredado el tempo narrativo y el diseño del interior de la nave (con esas puertas hexagonales que se abren automáticamente en horizontal); de Star Wars, alguna que otra licencia en aras de la espectacularidad: atronadoras explosiones en mitad del espacio o estruendosos vendavales huracanados en el inhóspito planeta sin atmósfera (ni, por tanto, aire) a través de los que propagarse las ondas sonoras.


jueves, 27 de abril de 2017

A fondo (2016)




Título original: À fond
Director: Nicolas Benamou
Francia/Macedonia, 2016, 91 minutos

A fondo (2016) de Nicolas Benamou


Para los que ya tenemos una edad (o estamos en camino de tenerla), A fondo fue el mítico programa de entrevistas con "las primeras figuras de las artes y las letras" que Joaquín Soler Serrano presentó en RTVE desde mediados de los años setenta. Aunque, a partir de ahora, À fond será también el título de una de las películas más trepidantes que se recuerdan en el cine francés de los últimos años. Pero una advertencia: si vais a verla, mejor llevarse algún tipo de analgésico en el bolsillo por si necesitáramos echar mano de él a la salida (se han descrito casos de jaqueca tras algunas proyecciones...)

Con esto último no queremos decir que se trate de un tostón fastidioso sino más bien lo contrario, puesto que el ritmo del bólido familiar es tan extenuante que al espectador apenas le queda un momento de respiro. Y no podía ser menos: el género así lo requiere. Porque À fond vendría a ser la versión gamberra de la saga Fast & Furious (¡que ya es decir!). Y, en según qué momentos, incluso una puesta al día de Flodder (Una familia tronada, 1986). Vamos: que de cine de autor tiene poco, por no decir que más bien nada. Lo cual no es ninguna sorpresa teniendo en cuenta la filmografía previa de Nicolas Benamou, un director especializado en productos del tipo Se nos fue de las manos (2014) o Babysitting 2 (2015).

Benamou dando instrucciones a Garcia durante el rodaje


De todos modos, encontramos en su reparto nombres ilustres como el de André Dussollier, interpretando al descarado abuelo Ben, siempre dispuesto a acoplarse a la familia de su hijo (un José Garcia que, tras haber trabajado a las órdenes de Costa-Gavras o Carlos Saura, se mete ahora en la piel de un afamado cirujano plástico, tan elegante como pésimo conductor). Completan el elenco célebres humoristas del país galo, como la bella Caroline Vigneaux (aquí madre de familia en estado de buena esperanza) o Florence Foresti, la Capitán Peton que es un as del pimpón (valga el pareado).

Rodada en las carreteras de Macedonia, en À fond no salen muy bien parados ni los vendedores de coches de gama alta ni las autoridades de tráfico (ni, ya puestos, la propia institución familiar). Como tampoco puede decirse que sea muy edificante a la hora de incentivar la seguridad vial. Poco importa: nada hay sagrado cuando el objetivo es sacrificarlo todo en aras de la carcajada fácil.


miércoles, 26 de abril de 2017

Lulù (1923)











Director: Segundo de Chomón
Italia, 1923, 9 minutos



Un monito de lo más simpático entra en una habitación y comienza a poner la mesa con la ayuda de una barita mágica... Sólo Segundo de Chomón podía concebir una fábula tan elemental como deliciosa con apenas unos peluches y la primitiva técnica de lo que hoy llamaríamos stop-motion.

La realizó por cuenta propia al margen de la industria cinematográfica, hecho por el que durante mucho tiempo se ha mantenido inédita. Quienes lo deseen pueden verla en la siguiente referencia: https://vimeo.com/96565024


La guerra y el sueño de Momi (1917)




Título original: La guerra ed il sogno di Momi
Directores: Segundo de Chomón y Giovanni Pastrone
Italia, 1917, 43 minutos

La guerra y el sueño de Momi (1917)


Una década separa este título de las fantasmagorías que presentábamos en la entrada anterior. Tras haber trabajado en Francia, Chomón pasó a Italia, donde su trabajo más célebre fue quizá como responsable de los efectos especiales de la monumental Cabiria de Giovanni Pastrone.

En La guerra y el sueño de Momi (1917), Segundo de Chomón se asocia de nuevo con Pastrone para pergeñar una magistral obra de artesanía en la que se mezclan las referencias bélicas con la animación mediante los soldaditos del niño cuyo sueño es mencionado en el título.


El espectro rojo (1907)




Título original: Le spectre rouge
Directores: Segundo de Chomón y Ferdinand Zecca
Francia, 1907, 9 minutos

El espectro rojo (1907)


Más cerca del ilusionismo que del arte cinematográfico propiamente dicho, esta pequeña joya de Segundo de Chomón representa, sin embargo, lo bueno y mejor del cine en su estadio más primitivo. Se ha proyectado esta tarde en la Filmoteca de Catalunya formando parte de un tríptico de filmes inéditos restaurados por el Museo Nazionale del Cinema di Torino e ilustrados al piano por Virginia Guastella.

Durante la presentación, se lamenta Octavi Martí de que no haya acudido más gente (y ciertamente somos pocos los congregados en la Sala Laya). ¡Qué ironía!: llamándose Chomón la sala grande, relegan el estreno de sus películas a la sala pequeña. En todo caso, la escasa asistencia de público parecería explicar por qué ello es así. Poco importa: Joan M. Minguet i Batllori tituló su ya clásica monografía sobre el pionero aragonés Segundo de Chomón. El cine de la fascinación. Deslumbramiento que, cien años después, sigue intacto (para quien sepa apreciarlo).


martes, 25 de abril de 2017

Las películas de mi vida, por Bertrand Tavernier (2016)












Título original: Voyage à travers le cinéma français
Director: Bertrand Tavernier
Francia, 2016, 190 minutos



Cuando Bertrand Tavernier visitó Barcelona en junio del año pasado, le había quedado pendiente mostrar la que de momento es su última película: un monumental "viaje a través del cine francés", de más de tres horas de duración, cuyo preestreno oficial ha tenido lugar esta tarde/noche en la Filmoteca de Catalunya. Y el propio realizador, acompañado de Esteve Riambau, ha introducido el acto, precisamente hoy que cumple setenta y seis años.

Por el tono apasionado de sus palabras se desprende que para Tavernier pocas experiencias debe de haber más satisfactorias que la puramente cinematográfica. Desde la primera película que recuerda que le impactó (Dernier atout de Jacques Becker) hasta la última que comenta en su documental: Les choses de la vie (1970) de Claude Sautet. Todo en él destila un amor desaforado hacia el medio de expresión que supuso su educación sentimental, en el Lyon de finales de los cuarenta y, tiempo después, en un París en el que su vida girará en torno a la cinémathèque y a otras salas ya desaparecidas.

Se disculpa por las omisiones (a fin de cuentas, el suyo es un periplo profundamente personal) y de entre la pléyade de estrellas objeto de su atención destaca una en particular: la de aquel Jean Gabin que fue capaz de comprometerse hasta las últimas consecuencias con los valores del Frente Popular. Hay también palabras de elogio para Jean-Pierre Melville, al que pinta como un personaje tan entrañable como estrafalario. No así Renoir, quien a pesar de su genialidad parece ser que coqueteó con el régimen de Vichy.

Durante el rodaje en la biblioteca de la Fundación Jérôme Seydoux-Pathé

Mención especial merecen los compositores de bandas sonoras, cuyo trabajo, a menudo injustamente olvidado, se reivindica aquí como uno de los puntales del cine francés. Así pues, los nombres de Georges Auric (en opinión de Tavernier, precursor de Morricone en partituras como El salario del miedo), Arthur Honegger, Antoine Duhamel, Georges Delerue... irán desfilando para dar cumplida noticia de lo más granado de sus respectivas filmografías. Aunque el cineasta considere a Joseph Kosma (1905–1969) el más francés de todos, a pesar de haber nacido en Hungría.

Y ante tanto derroche de erudición cinéfila uno no tiene más remedio que preguntarse: ¿hasta cuándo habrá que esperar a que alguien se digne a hacer algo similar con el cine español...?

Tavernier en el solar que ocupó la casa de sus padres en Lyon

domingo, 23 de abril de 2017

Historias de la televisión (1965)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1965, 109 minutos

Historias de la televisión (1965)


Coincidiendo con el décimo aniversario del estreno de Historias de la radio, a Sáenz de Heredia le cayó el encargo de rodar lo que vendría a ser una secuela made in Spain. No puede decirse de Historias de la televisión (1965) que fuese una película redonda, ni mucho menos, pero sí vale la pena analizarla desde el punto de visto sociológico, con toda esa pléyade de personajes que representan al españolito medio de la época, ansioso de sacar unas pesetillas de aquí o de allá. Como Felipe Carrasco (Tony Leblanc), de profesión concursista o Katy (Concha Velasco) obsesionada con triunfar en el mundo de la canción.

Siguiendo una fórmula muy al uso en aquel entonces, la producción contó con la mayoría de secundarios del momento, amén de no pocos cameos (José Luis Uribarri, Pedro Chicote, Luis Aguilé...) El argumento era lo de menos y contenía un poco de todo: desde una corrida en la que Katy saltaba al ruedo como espontánea hasta un concurso de saltos de trampolín con Felipe pegando planchazos, pasando por Eladio (José Luis López Vázquez) disfrazado de gorila. En cuanto a los diálogos... Pues una sarta de chistes fáciles (bueno: alguno hay salvable, sí).

Leblanc - Uribarri - Coll


Y luego están las anécdotas por las que una película de circunstancias como ésta, concebida sin mayor ambición que la de hacer taquilla, acaba pasando a la historia. La más destacable: la dichosa "Chica ye-yé" que la Velasco canta desgañitándose, acompañada por su conjunto (los Three Horses, con Luis Varela de batería).

Aunque, a tenor de lo dicho en el párrafo anterior, quizá deberíamos puntualizar que cuando calificamos Historias de la televisión de "película de circunstancias" no es por capricho: en primer lugar, quienes la rodaron no se tomaban muy en serio el formato televisivo. De hecho, el prólogo inicial con una voz en off ya arroja una imagen frívola del medio, con esos seriales americanos de lenguaje soez que se cuelan en los salones de las casas a la hora de comer. Pero es que, además, el filme se rodó como se hacía la televisión en aquel entonces: con sonido directo y en tiempo real. Lo cual nos da una idea de la inmediatez que se pretendía transmitir con un producto muy del momento, fresco y sin voluntad de perdurar.

"¡No te quieres enterar, ye-yé!"

No es bueno que el hombre esté solo (1973)




Director: Pedro Olea
España, 1973, 87 minutos



Hace apenas unas semanas, saltaba a los diarios la noticia de que un prostíbulo barcelonés ofrecía a sus clientes los servicios de varias muñecas de silicona. Y, a pesar de que muy poco después dicho local cerraría sus puertas, el hecho tal vez pone de manifiesto que todavía hay un público dispuesto a pagar por ese tipo de servicios. Decimos todavía porque, más de cuarenta años atrás, dos películas españolas trataron el tema abiertamente: Tamaño natural, rodada en Francia por Luis García Berlanga, y No es bueno que el hombre esté solo.

Esta última, protagonizada por un José Luis López Vázquez que venía de interpretar personajes tan peculiares como el andrógino de Mi querida señorita (1972) o el licántropo galaico de El bosque del lobo (1970), ambientaba su acción en el Bilbao industrial de los Altos Hornos a partir de un guion escrito por José Luis Garci. Martín Freire (López Vázquez), recatado ejecutivo de una empresa siderúrgica, intenta llenar el vacío que le dejó la repentina muerte de su esposa en accidente de tráfico mediante la estática compañía de Elena, la muñeca con la que convive.



Pero la apacible existencia de Freire comenzará a desmoronarse cuando Lina (Carmen Sevilla), una prostituta que vive allí cerca, irrumpa en sus dominios. Buena culpa de ello la tiene la pelirroja Cati (Lolita Merino), la fisgona hija pequeña de Lina cuyo aspecto recuerda a un cruce entre el Damien de La profecía (1976) y Pippi Långstrump. Sólo faltará, por último, que el macarra Mauro (Máximo Valverde) exaspere a Martín para precipitar los hechos.

Con un punto de amargura no exento de cinismo, películas como ésta pretendían subrayar la soledad del hombre contemporáneo en el seno de la sociedad moderna, a menudo víctima de un progreso material que, lejos de darnos la felicidad, nos aísla de los demás. En ese sentido, valdría la pena llamar la atención a propósito del personaje de Lina, ya que, más que un chantaje, lo que le propone a Martín tiene visos de ser una solución práctica para el problema que realmente acucia a ambos. Dicho de otra manera: el final de esta historia podría haber sido muy diferente de no haber sido por la estrechez de miras de Martín, hombre ceremonioso y pacato que no acierta a ver más allá de la comodidad que le proporciona el microcosmos retraído que se ha fabricado a medida.


sábado, 22 de abril de 2017

Ceremonia sangrienta (1973)




Director: Jorge Grau
España/Italia, 1973, 86 minutos

Ceremonia sangrienta (1973)
de Jorge Grau


Ambientación decimonónica y centroeuropea, horror gótico, vampirismo, erotismo incipiente... La lista de ingredientes de una producción de terror de los años setenta debía culminar, invariablemente, con la sangre. De ahí que esta coproducción hispanoitaliana la mostrase hasta en el título. Ceremonia sangrienta es tan irregular como cualquier otro filme de similar género y período, pero en ello precisamente radica el encanto que la convierte a día de hoy en película de culto.

Algo a lo que contribuye también la presencia en el reparto de actores de muy variado registro y condición: desde la grandiosa Lola Gaos (en un pequeño papel) hasta el inefable Espartaco Santoni, pasando por una Lucía Bosé ya en horas bajas.

La retahíla de antorchas a media noche, criptas profanadas, estacas clavadas en el corazón y sacrificios de vírgenes se mezclaba en Ceremonia sangrienta con la obsesión de una mujer madura por frenar las secuelas del paso del tiempo sobre su cuerpo. Y de cómo una sádica superstición la acabará conduciendo irremisiblemente a la demencia.


viernes, 21 de abril de 2017

Tarde para la ira (2016)




Director: Raúl Arévalo
España, 2016, 92 minutos

Tarde para la ira (2016) de Raúl Arévalo


Con la contundencia de Celda 211 (Daniel Monzón, 2009) o de Grupo 7 (Alberto Rodríguez, 2012), Tarde para la ira viene a engrosar la ya nutrida lista de thrillers del cine español. Thriller carpetovetónico, se entiende, pero justamente por ello muchísimo más eficaz que la fórmula hollywoodense al uso. El milimetrado guion de Raúl Arévalo y David Pulido pone el acento en una venganza largamente meditada y que José (Antonio de la Torre) administra sin contemplaciones, tan hondo es el dolor de la herida que hizo de él un "zombi".

Se consigue así la síntesis perfecta entre Puerto Hurraco y Perros de paja (Sam Peckinpah, 1971), en un claro intento de aclimatar a nuestra realidad determinados aspectos del cine americano. Aunque, como en toda película de género que se precie, son varios los momentos en los que aflora el elemento caricaturesco: la aflautada voz de cazallero del Triana (Manolo Solo), las abuelas de un pequeño pueblo que no se ponen de acuerdo sobre cuántos Julios o Julianes viven en el lugar...



De todos modos, y si nos paramos a pensarlo fríamente, tampoco hay tanta diferencia con los tipos que han encarnado los De Niro o Pacino a lo largo de su carrera en el afán de captar los ambientes más genuinos de la América profunda. Así que un bareto de carretera camino de Segovia, un gimnasio de barrio del extrarradio madrileño se muestran tan idóneos como los tugurios del Bronx para mantener al espectador clavado en su butaca.

Lo demás, a estas alturas, huelga comentarlo: los premios (bien merecidos), el fulgurante debut de su director... Sólo queda esperar (desear, incluso) que no muera de éxito, que no lo encasillen y que, con un poco de suerte, no se le exija con su segunda película igualar el éxito de la primera.


El amor por tierra (1984)




Título original: L'amour par terre
Director: Jacques Rivette
Francia, 1984, 126 minutos

El amor por tierra (1984) de Jacques Rivette


Muy bien debieron de pasárselo Rivette y su troupe durante el rodaje de L'amour par terre. Otra cosa es si el espectador de hoy en día se lo pasa igual de bien viendo la película... Y es que el trabajo basado en la improvisación conlleva el riesgo de alargar en exceso el desarrollo de unas escenas en las que, al final, se acaba diluyendo el objetivo de lo que inicialmente quería decirse. Le pasa al cine de Cassavetes y le pasa a cualquier obra por muy buenas que sean las intenciones de su realizador. Con esto no queremos decir que L'amour par terre o Le pont du Nord no valgan la pena. Pero sí que es cierto que si la audacia de su puesta en escena quizá entusiasme a algunos, casi con toda seguridad enervará a los más.

Dicho lo cual, sólo nos queda señalar el brillante reparto con el que contó el director francés, encabezado por Geraldine Chaplin y Jane Birkin (curiosamente, dos actrices británicas capaces de desenvolverse con total fluidez en la lengua de Molière). Aunque, por otra parte, y tal vez debido a la presencia de André Dussollier, es fácil que El amor por tierra pueda recordar en algunos momentos al cine de Alain Resnais, sobre todo a sus últimas películas, que son las más teatrales.

martes, 18 de abril de 2017

Le pont du Nord (1981)




Título en español: El puente del Norte
Director: Jacques Rivette
Francia, 1981, 129 minutos

Le pont du Nord (1981) de Jacques Rivette


Arranca el ciclo dedicado a Jacques Rivette en la Filmoteca de Catalunya. Y lo hace con la presencia de Bulle Ogier, la actriz que más veces trabajó a sus órdenes. En la presentación previa a la proyección de Le pont du Nord, nos aporta algunas claves para entender mejor el filme: la pareja de mujeres protagonista, madre e hija en la vida real, vendría a ser una especie de don Quijote (Baptiste) y Sancho Panza (Marie) en el París previo a la llegada al poder de François Mitterrand: ayer como hoy, puntualiza Ogier, todo período de interregno conlleva sus propias corruptelas y zonas oscuras.

Arbitrariedades del poder que Rivette tradujo en imágenes mediante la metáfora de un sangriento juego de la oca en el que ambas mujeres se verán involucradas. Porque a pesar de lo estrambótico de la puesta en escena, Marie ha pasado varios años en prisión por pertenencia a una peligrosa banda armada, mientras que Baptiste arremete con furia quijotesca contra las vallas donde se exhiben determinados carteles publicitarios, verdaderos "gigantes" en toda sociedad capitalista que se precie.



Acaba la proyección y se abre el turno abierto de preguntas. Un espectador (argentino, a juzgar por su acento) se interesa sobre el porqué Rivette eligió el Libertango y el Violentango de Astor Piazzolla como música incidental. Y la respuesta no puede ser más sorprendente: "Alguien había olvidado el vinilo en los estudios donde se llevaba a cabo el montaje y se echó mano de él porque era lo único que había en ese momento. Pero una vez montada la película, y en vista de que el resultado funcionaba, se decidió mantenerlo." El azar, siempre el azar... De hecho, Ogier ya nos había prevenido, al ofrecernos sus claves para comprender Le pont du Nord, que el filme sigue una estructura en la que se producen distintos encuentros casuales.

Son varios los asistentes que preguntan sobre el oficio de actriz. En su época, Bulle Ogier tuvo la suerte de poder participar activamente en el proceso de rodaje, hasta el punto de que Rivette decidió incluirla, junto con su hija, como coguionistas del filme. Ello se debe a que era un director que gustaba de basar su trabajo en la improvisación. Como esas estrafalarias llaves de karateca que la malograda Pascale (fallecería de un infarto apenas tres años después, el día antes de cumplir 26 años) ejecuta en el tramo final de Le pont du Nord. Mucho han cambiado las cosas desde entonces, aunque la francesa se muestra cauta a la hora de opinar, tal vez debido a la moderación que conlleva la experiencia, tal vez a causa de que son casi las once y media de la noche cuando se da por concluida la sesión.


El último mohicano (1920)




Título original: The Last of the Mohicans
Director: Maurice Tourneur
EE.UU., 1920, 73 minutos

El último mohicano (1920) de Maurice Tourneur


En pleno fragor de la contienda, un indio se acerca reptando con un inmenso cuchillo entre los dientes. Mira fijamente a cámara y tan fiera es su mirada que, a buen seguro, los espectadores de 1920 de inmediato debían de desviar los ojos de la pantalla horrorizados...

La escena pertenece a The Last of the Mohicans, dirigida por el francés Maurice Tourneur y, ante los problemas de salud de éste, continuada y luego finalizada por Clarence Brown. Podría tratarse de una de tantas películas mudas, pero al estar basada en un clásico de la literatura americana acabó convirtiéndose en uno de los títulos seleccionados por el National Film Registry de la Library of Congress, en 1995. O lo que es lo mismo: en un icono de la cultura de aquel país, digna de ser cuidadosamente restaurada y preservada como parte del patrimonio fílmico para su posterior difusión.

Poco más puede añadirse a propósito del de sobras conocido argumento de la novela que escribiera James Fenimore Cooper a principios del siglo XIX, salvo que respeta en líneas esenciales los esquemas propios de todo melodrama, con esas manos ensangrentadas que se entrelazan apasionadamente en el plano final y que prefiguran el desenlace de Duelo al sol, otro clásico norteamericano, en este caso del wéstern.


lunes, 17 de abril de 2017

Mi adorado Juan (1950)












Director: Jerónimo Mihura
España, 1950, 91 minutos



"¿Quién no conoce a Juan...?" La casualidad ha querido que la entrada número novecientos de Cinefília Sant Miquel coincida con la emisión de la quingentésima película en Historia de nuestro cine. Lo cual ya nos va bien, teniendo en cuenta que el espacio de La 2 es una de las fuentes principales de las que nos surtimos. Y ¿con qué han celebrado la efeméride? Pues con un auténtico diez: sólo por lo redondo de su guion y de sus diálogos, no en vano salidos de la pluma del genial Miguel Mihura, Mi adorado Juan ya debería figurar entre los títulos más sobresalientes de la cinematografía nacional.

Y es curioso que una historia como la que cuenta, centrada en ese personaje un tanto beatífico, experto en sacar de los demás lo mejor que llevan dentro, fuese capaz de entusiasmar por igual a la censura del momento, al público y a la crítica. Probablemente debido a motivos muy dispares, todo sea dicho, pero lo cierto es que sus autores acertaron a concitar la unanimidad entre muy diversos sectores.

Alberto Romea en el papel del Doctor Palacios

El secreto tal vez radique en una eficaz combinación de elementos que van desde un elenco de actores sabiamente escogidos, la mayor parte poseedores de una formidable vis cómica, hasta unas réplicas brillantísimas en las que destaca el peculiar sentido del humor de Mihura, tan agudo como disparatado. Empapado todo ello en un humanismo de raíz cristiana que entronca con el cine italiano que se estaba haciendo en ese mismo período: sin ir más lejos, en la generosidad desprovista de ambición malsana que caracteriza la forma de ser de Juan (Conrado San Martín) es fácil reconocer al Totò de Miracolo a Milano (1951) o a la Gelsomina de La strada (1954).

Aunque también sería posible, ejerciendo ahora de abogados del diablo, ver en Mi adorado Juan una suerte de mensaje alienante, ya que, de poner en práctica lo que predica el protagonista, los espectadores correrían, quizás, el riesgo de convertirse en individuos conformistas, de una mansedumbre idónea para ser gobernados sin rechistar bajo un régimen político como el franquista. Bueno: que cada cual piense lo que quiera. A fin de cuentas, lo principal es que la película mantiene su encanto a pesar de los sesenta y siete años transcurridos desde su estreno.


Aventuras de don Juan de Mairena (1948)




Director: José Buchs
España, 1948, 97 minutos



Corría la primera mitad del siglo diez y nueve... A partir del año 1831, la impopularidad de Fernando VII se destacó con las más agudas y turbulentas aristas. El reconocimiento de doña Isabel como princesa de Asturias, no admitido por el infante don Carlos, el cruel sistema de represiones y la inestabilidad de los Gobiernos crearon un ambiente turbio y tenebroso entre cuyas sombras se fortalecieron las conspiraciones, surgiendo entre ellas algún tipo romántico y audaz semejante a este sevillano don Juan de Mairena, cuyas aventuras sirven de tema para la presente película.

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, el don Juan de Mairena que da título a esta película nada tiene que ver con el apócrifo profesor creado por Antonio Machado algunos años antes. En este caso, más que por su sabiduría, el apuesto protagonista interpretado por Roberto Rey destaca debido a una intrepidez y rectitud a prueba de bombas. Y como acostumbra a suceder con el héroe arquetípico en multitud de ocasiones, este don Juan lleva una doble vida: respetable prócer en la Sevilla decimonónica y, a la vez, bandolero enmascarado valedor de la causa liberal.



Este último detalle poco o nada tiene de inocente: a fin de cuentas, no hay que olvidar hasta qué punto la censura franquista gustaba servirse del pasado para justificar la existencia del Régimen en el presente. Y, claro, que un partidario de Torrijos y detractor de Fernando VII sufragase los dispendios liberales mediante ingresos obtenidos a través de actividades delictivas no dejaba de ser una forma de demonizarlo, por más simpático que se lo pinte después. No es el único elemento de este tipo que puede hallarse en el guion: Jacobo (Manrique Gil) es caracterizado, por ejemplo, como un pérfido usurero de perilla puntiaguda. Además de ser uno de los antagonistas de la historia, como severo tutor de la pobre Isabel (Lolita Vilar), su ocupación y nombre ponen de manifiesto el origen hebreo del personaje, de lo que se deduce, en este caso, un contubernio más judaico que masónico. Al que cabría añadir, como dato igualmente significativo, el hecho de que el menos fiel de los bandidos que integran la partida de Mairena sea apodado precisamente El Rojo...

Por lo demás, y según era costumbre en el cine español de los años cuarenta y cincuenta, Aventuras de don Juan de Mairena respondía al patrón de película construida con elementos autóctonos a partir de esquemas típicos del wéstern americano. Así pues, aparte de los ya mencionados bandoleros, no podían faltar los números musicales folclóricos de inspiración flamenca ni las persecuciones a caballo ni, menos aún, el criado gracioso que sirve de contrapunto cómico a su señor, en esta ocasión el saleroso Curro Cañas encarnado por el actor Antonio Ibáñez.

Roberto Rey (don Juan) y Lolita Vilar (Isabel)

domingo, 16 de abril de 2017

Bella durmiente (2016)












Título original: Belle Dormant
Director: Adolfo Arrieta
Francia/España, 2016, 82 minutos

Bella durmiente (2016)

La casualidad ha querido que acabásemos ayer con una película de ritmo pausado y que comentemos hoy otra de similar cadencia. Aunque los referentes de Belle Dormant, a diferencia del universo oriental de Cemetery of splendour, habría que buscarlos más bien en el cine de Cocteau o en producciones más cercanas en el tiempo como la reciente Le fils de Joseph de Eugène Green. Con esta última comparte un similar tono a medio camino entre la fábula y la sátira, amén del actor Mathieu Amalric. De Cocteau, en cambio, parece haber heredado el gusto por los cuentos de hadas en clave poética, un poco al modo de La belle et la bête (1946).

Teniendo en cuenta que Arrieta (o Arrietta, como firma en esta ocasión, añadiendo uno más a la ya larga lista de heterónimos de los que se ha servido a lo largo de su carrera) procede del mundo de la pintura y del cine underground, no parece extraño que haya decidido adentrarse en una historia en la que se apuesta decididamente por la fantasía como válvula de escape frente a las hostilidades del mundo real. Una realidad concretada de modo específico en el siglo XX, justo el período que se pierden durante su letargo secular los habitantes del reino de Kentz, quienes se duermen en 1900 para no despertarse hasta el año 2000. Toda una declaración de intenciones, al privar (o ahorrarles, sería más apropiado decir) a la Bella Durmiente y a sus súbditos una centuria entera plagada de atrocidades, siendo la peor de ellas el propio progreso.



Porque es el propio realizador quien, hace apenas unos días, en una visita promocional a Barcelona, se confesaba obsesionado con los siglos XVIII y XIX, época en la que la sensibilidad y el refinamiento estético, sobre todo en el terreno artístico, llegan a su cenit. Qué bonito sería, para alguien que ama tan profundamente la belleza, poder dormirse cuando la dicha toca a su fin y así eludir un siglo de barbarie. Y lo mismo podría decirse del príncipe Egon de Litonia: ¿o es que a alguien se le escapa que su atracción por la hermosa dormida y su reino perdido en la jungla es inversamente proporcional a la aversión que le produce su padre, el apático rey? Yendo a buscarla o sobrevolando sus dominios en helicóptero, Egon manifiesta un evidente rechazo del mundo que le ha tocado vivir, así como de sus responsabilidades. Fastidio del que se libera aporreando la batería en los jardines de palacio (para desesperación del insulso monarca).

En esa línea de renuncia a dejarse asimilar por lo establecido cabría situar los títulos de crédito, tanto iniciales como finales: grafías e ilustraciones deliberadamente infantiles que entroncan con el estilo naif del García Lorca dibujante, en cuya poesía, por cierto, se encuentran también algunos elementos de la tradición romántica similares a los utilizados por Arrieta como fuente de inspiración.