lunes, 31 de diciembre de 2018

La pasión de Juana de Arco (1928)




Título original: La passion de Jeanne d'Arc
Director: Carl Theodor Dreyer
Francia, 1928, 97 minutos

La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer


Juana está estupefacta, ya no comprende nada. Sus ojos interrogan con ansiedad a la gente que la rodea. En su cara se lee la incertidumbre más cruel. Ha llegado a un punto en el cual empieza a ceder a esta presión irresistible. Y cuando, en este preciso instante, el verdugo se alza ante sus ojos, se rinde. Lanza en torno suyo una mirada acorralada, luego se arrodilla lentamente y baja la cabeza.

Guion original del filme
Traducción de Ebbe Traberg

No podíamos acabar el año sin hacer referencia, por enésima vez, al maestro Dreyer en el quincuagésimo aniversario de su fallecimiento. Y lo hacemos con la que, en opinión de muchos, es una de las cimas del cine mudo y, por ende, del de todos los tiempos: La passion de Jeanne d'Arc, rodada en Francia, en 1928, a partir de las actas del proceso incoado contra la santa.

Ante todo, conviene señalar que es éste un filme de primerísimos planos, en el que la acción queda prácticamente reducida a la expresividad de unos rostros ajados que lo mismo denotan el sufrimiento de la inculpada (Maria Falconetti) que la acrimonia de los inquisidores. Lo cual contrasta vivamente con la puesta en escena de posteriores trabajos del director danés (como Ordet, por ejemplo), en los que la cámara evita, deliberadamente, captar en primer término a los personajes.



Sea como fuere, tanto la proximidad de la lente como la ausencia de maquillaje redundan en la belleza inigualable de unas imágenes que, todavía hoy, nos siguen cautivando por su raro ascetismo. Y es que, prescindiendo del artificio al uso, Dreyer logra filmar lo más preciado para un cineasta y para todo artista que se precie: la verdad. Un verismo que llegará a sus cotas más altas merced a las lágrimas y a la sangre de Juana, que brotan, en ambos casos, profusamente, y gracias también, por qué no decirlo, a las moscas que, en varias ocasiones, se cuelan en el plano.

"¿Cómo puedes seguir creyendo que Dios te haya enviado?" —le pregunta uno de los jueces a la muchacha—. Ella, sin apenas desfallecer, responde con el aplomo de quien se sabe superior: "¡Sus caminos no son los nuestros!" Por su tensión dramática, la escena recuerda a la de la reclusión de María Antonieta en la Conciergerie que Dreyer ya había filmado, años atrás, en uno de los episodios de Páginas del libro de Satán (1920). Dos ejemplos preclaros de cómo el fondo y la forma deben ir de la mano a la hora de hacer avanzar la trama y que el propio cineasta, en Algunos apuntes sobre el estilo cinematográfico, resumía con estas palabras: "En mi obra no he admitido ni una sola imagen únicamente en función de su belleza. Cualquier imagen, incluso la más hermosa, que no hace progresar la acción, perjudica a la película."


Vampyr (1932)




Director: Carl Theodor Dreyer
Alemania/Francia, 1932, 70 minutos

Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer


La primera película sonora de Dreyer partía de un relato del escritor irlandés Sheridan Le Fanu (1814–1873), concretamente el titulado In a glass darkly (1872). La elección no era en absoluto inocente, toda vez que Le Fanu, pionero en cultivar la literatura vampírica, había influido decisivamente sobre Bram Stoker a la hora de concebir Drácula. De esta manera, Dreyer demostraba su voluntad de remontarse hasta los orígenes del mito, en un afán por abordar el tema desde una óptica mucho más psíquica que el Nosferatu (1922) de Murnau.

En ese sentido, Vampyr no se sirve de los habituales recursos efectistas para inspirar desasosiego, sino que el suyo es un terror que nace de la creación de una determinada atmósfera, a medio camino entre la realidad y la pesadilla más absoluta. De esta misma fuente beberán el Cocteau de Orfeo (1950) —la escena en la que el féretro de Allan Gray (Julian West) se desplaza a toda velocidad así lo corrobora—, el Bergman de Vargtimmen (1968) o el David Lynch de Eraserhead (1977).



De todo lo cual se desprende que nos hallamos frente a una obra canónica, que ha servido de inspiración a cineastas de todas las épocas y de toda condición. Hasta un director en apariencia tan alejado de Dreyer como es el Peter Weir de Único testigo (1985) no puede negar que la muerte de los villanos en el interior de un depósito de grano está inspirada en la del doctor (Jan Hieronimko), sepultado bajo el peso de toneladas de harina.

Aun así, un pequeño reproche que se le podría objetar a la puesta en escena ideada por el danés es el hecho de que recurre con demasiada insistencia a la letra impresa para reproducir en pantalla pasajes de un antiguo libro o simplemente con tal de ponernos en situación: lastre de la época muda mediante el que, en esta primera fase del cine sonoro, se pretendían solventar los titubeos inherentes a una nueva forma de narrar historias.


domingo, 30 de diciembre de 2018

Un largo adiós (1973)




Título original: The Long Goodbye
Director: Robert Altman
EE.UU., 1973, 110 minutos

Un largo adiós (1973)
de Robert Altman

La primera vez que puse mis ojos en Terry Lennox, éste estaba borracho, en un Rolls Royce Silver Wraith, frente a la terraza de The Dancers
El encargado de la playa de estacionamiento había sacado el auto y seguía manteniendo la puerta abierta, porque el pie izquierdo de Terry Lennox colgaba afuera como si se hubiera olvidado que lo tenía. El rostro de Terry Lennox era juvenil, pero su cabello, blanco como la nieve. Por sus ojos se podía ver que le habían hecho cirugía estética hasta la raíz de los cabellos, pero, por lo demás, se parecía a cualquier joven simpático en traje de etiqueta, que ha gastado demasiado dinero en uno de esos establecimientos que sólo existen con ese fin y para ningún otro. 
Junto a él había una muchacha. El tono rojo profundo de su cabello era encantador; asomaba a sus labios una lejana sonrisa y sobre los hombros llevaba un visón azul que casi lograba que el Rolls Royce pareciera un auto cualquiera. Pero no lo conseguía enteramente: nada hay que pueda lograrlo.

Raymond Chandler
El largo adiós
Traducción de José Antonio Lara

Me pregunto si el universo de intriga detectivesca creado por el novelista Raymond Chandler en torno al célebre investigador privado Philip Marlowe era el más apropiado para un cineasta, como Robert Altman, famoso por sus filmes corales donde hacía que los actores improvisaran buena parte de los diálogos. Probablemente no, aunque también es cierto que esta adaptación de The Long Goodbye se inscribe en un revival de dicho género que tuvo lugar durante la década de los setenta (Chinatown, de Polanski, sería, tal vez, el título más recordado de aquel período).

Y no es que Elliott Gould no esté convincente en su papel de hombre duro y fumador empedernido (que no lo está), sino que, más bien, el filme adolece de los típicos desaciertos de un determinado cine independiente que se suponía que era el summum de la modernidad. Así pues, aparte de lo ya dicho o de rodar las escenas del matrimonio Wade en su propio domicilio (a lo Cassavetes), Altman optó por incluir un innecesario grupo de vecinitas en toples, practicando yoga y otras contorsiones por el estilo: entonces debía parecer un acto de liberación, nadie lo discute, pero hoy queda casposo, la verdad...

Arnold Schwarzenegger (segundo por la izquierda)
mostrándole al mundo sus facultades "interpretativas"

Más aún, el hecho de convertir el tema "The Long Goodbye" (compuesto por John Williams y Johnny Mercer) en leitmotiv recurrente que va sonando, en infinitas versiones (incluida una marcha fúnebre mejicana), a lo largo de la película hace que la canción refuerce la idea de que no estamos viendo una cinta policíaca, sino, en su lugar, una parodia no demasiado afortunada (pese a que la secuencia con el gato, que se niega a cenar otra marca que no sea la de su comida favorita, tiene su gracia, todo hay que decirlo).

Ni siquiera el recurso del guardia de seguridad especialista en imitar a actores del Hollywood clásico es original: Billy Wilder ya se había servido de él en Stalag 17 (1953), que aquí se tituló Traidor en el infierno, donde uno de los oficiales recluidos parodiaba con mayor acierto los tics de Cary Grant y demás estrellas del momento. Lo cual, unido a las notas de "Hooray for Hollywood" que se escuchan tanto al principio como al final de la peli, nos lleva a pensar que Altman insiste en que aquella época se acabó para siempre y que el "largo adiós" del título tiene, por tanto, connotaciones abiertamente irónicas.

Wade (Sterling Hayden) y Marlowe (Elliott Gould)

Tatuaje (1966)




Título original: Irezumi
Director: Yasuzô Masumura
Japón, 1966, 86 minutos

Tatuaje (1966) de Yasuzô Masumura


Al habitual gusto de Masumura por recrearse en las escenas de violencia, se añadía en Irezumi una sobrecogedora explosión colorista conducente a subrayar el carácter sangriento del guion concebido por Kaneto Shindô a partir de la novela de Jun'ichirô Tanizaki (1886–1965). Casi casi una historia de terror, habida cuenta de hasta qué punto la araña tatuada por la fuerza en la espalda de Otsuya (Ayako Wakao) parece cobrar vida cada vez que se le ofrece la posibilidad de saciar su voraz sed de venganza.

No en vano, el arácnido de largos tentáculos aparece adornado con una temible cabeza de mujer de cuya boca sobresalen afilados colmillos sanguinolentos que, de inmediato, hacen pensar en el origen vampírico de los mismos. Es decir: eros y thánatos unidos en un mismo ser, teniendo presente que a Otsuya no sólo la "agracian" con tan fabulosa quimera, sino que la piel sedosa sobre la que va grabado semejante engendro será destinada, asimismo, a las caricias furtivas de una casa de geishas.

La actriz Ayako Wakao en uno de los papeles
 más memorables de su carrera

¿Cómo es posible que tenga sus detractores un cineasta capaz de generar imágenes de una potencia tan sumamente cautivadora? Supongo que es el eterno debate: si complacerse en la forma, como hace Masumura, le resta fuerza al contenido de sus filmes. Y aunque no haya una respuesta objetiva para tan capciosa pregunta, lo que parece seguro, en el caso de Tatuaje, es que, en el afán revanchista del personaje principal, se dejan entrever motivaciones más de tipo "feminista" que en otros títulos de la filmografía del director, como El ángel rojo (1966) o La esposa de Seisaku (1965), ambos ya comentados en este blog.

En cualquier caso, hay en Irezumi la misma pasión destructiva y subterránea que encontramos en cineastas tan diversos, temporal y culturalmente, como el Eloy de la Iglesia de La semana del asesino (1972) o el Almodóvar de Matador (1986) y, sobre todo, de ¡Átame! (1989). Pulsión que Masumura debió de aprender, casi con total seguridad, de un filme menos terrorífico, pero igualmente obsesivo y claustrofóbico que el suyo. Nos estamos refiriendo, por supuesto, a El coleccionista (1965) de William Wyler.


sábado, 29 de diciembre de 2018

Atolladero (1995)




Director: Óscar Aibar
España, 1997, 96 minutos

Atolladero (1997) de Óscar Aibar


La ópera prima de Óscar Aibar (Barcelona, 1967) se inscribe en la misma línea que los filmes de Álex de la Iglesia o Juanma Bajo Ulloa. No en vano, los tres cineastas pertenecen a una misma generación y comparten orígenes, intereses y trayectorias muy similares. En el caso concreto de Atolladero, rodada en el paraje semidesértico de las Bárdenas Reales de Navarra, se hecha de ver enseguida la influencia del cómic, por ejemplo, así como de un determinado cine independiente americano (el David Lynch de Wild at Heart, el Jim Jarmusch de Dead Man...)

Con la última de las anteriores, comparte precisamente esta película la presencia estelar en su reparto del cantante Iggy Pop, que aquí interpreta a Madden: un personaje repulsivo y sanguinario que trabaja a sueldo para el inquietante juez Wedley.



En realidad, Atolladero es una mezcla de géneros que lo mismo bebe del wéstern crepuscular que de la ciencia ficción distópica, aunque, como decíamos más arriba, siguiendo la senda marcada por títulos como Acción mutante (1993), que supuso, no hay que olvidarlo, otro debut: en este caso, el del ya mencionado Álex de la Iglesia. Junto con Airbag (también de 1997 y dirigida por el tercero en liza: Bajo Ulloa) conforman un panorama del cine español de aquella década cuyo rasgo más destacable sería, quizá, el carácter coral de la trama, amén de un gusto por la acción y la violencia casi inédito por estos pagos.

Nada es, sin embargo, lo que parece en esta película: ni las Bárdenas Reales son el desierto de Sonora en el 2048 ni Joaquín Hinojosa es Nicolas Cage, pero lo importante es que, tanto lo uno como el otro, dan absolutamente el pego. Es más: puede que hasta resulte incluso más convincente y todo que lo que de la Iglesia se propuso hacer, aquel mismo año, con la costosa (y fallida) Perdita Durango, rodada, ésta sí, en los escenarios reales del sur de los Estados Unidos que pretendía simular Atolladero.


Supersonic Man (1979)




Director: Juan Piquer Simón
España, 1979, 83 minutos

Supersonic Man (1979) de J. Piquer Simón


El análisis atento de un producto tan sumamente cutre como Supersonic Man arroja, sin embargo, alguna que otra sorpresa. Como encontrar a Cameron Mitchell, habitual actor secundario de la época dorada de Hollywood —y recientemente resucitado, gracias a la técnica (y a la pasta de los de Netflix...) en The Other Side of the Wind, el eternamente inacabado (y ahora, por fin, ya terminado) largometraje de Orson Welles— encarnando al villano Doctor Gulik.

Sin embargo, y a pesar del mérito que tuvo (que no hay que negárselo) haber sacado adelante un proyecto de este tipo en la España del 79, la cinta no pasa de ser una imitación oportunista del Superman de Richard Donner, primera entrega de la saga protagonizada por Christopher Reeve, que se había estrenado un año antes.



Aunque también se deja entrever la impronta de 2001 en las maquetas que sobrevuelan el espacio sideral durante la secuencia con la que se abre la película, así como en la base de operaciones de Gulik, prácticamente calcada de la estación lunar creada en torno al monolito en A Space Odyssey (1968).

Pero, claro: aquello eran palabras mayores, mientras que esto apenas llegaba a copia barata (pese a que los exteriores se rodaron en Nueva York: ahí es nada). Basten un par de detalles para subrayar el innegable tono casposo de este singular superhéroe carpetovetónico: por una parte, la machacona música disco setentera que, al ritmo de "I wanna be!", servía de banda sonora en la versión castellana; por otra, la uña roñosa (adjuntamos foto) del italiano Antonio Cantafora al accionar su megapotente reloj de pulsera (precursor, sin duda, del de David Hasselhoff en El coche fantástico). En fin: como dice uno de entre la legión de seguidores que posee Supersonic Man en internet: "Un clásico: ¡tan malo que es de culto!"

"¡Que la fuerza de las galaxias sea conmigo!"

viernes, 28 de diciembre de 2018

La novia de Glomdal (1926)




Título original: Glomdalsbruden
Director: Carl Theodor Dreyer
Noruega/Suecia, 1926, 75 minutos

La novia de Glomdal (1926) de Dreyer


A punto de acabarse el año en el que hemos conmemorado el cincuenta aniversario de la desaparición de Carl Theodor Dreyer, todavía nos queda tiempo para seguir descubriendo algunos de sus filmes menos conocidos. Como este drama rural con moraleja que el cineasta danés dirigió en la vecina Noruega. Con todo, una de las ventajas de revisar su filmografía en un lapso de tiempo relativamente breve reside en el hecho de que enseguida saltan a la vista similitudes y parecidos razonables entre los diferentes títulos que la conforman.

En el caso concreto de La novia de Glomdal (1926), libre adaptación de una novela de Jacob Breda Bull (1853–1930), llama poderosamente la atención que la base del argumento (los, en teoría, amores imposibles entre una pareja de jóvenes granjeros) recuerda poderosamente a una de las tramas secundarias de Ordet (1955), donde el benjamín de la familia Borgen también era rechazado por el padre de su prometida.



Aunque no menos llamativo es el enfoque "feminista" avant la lettre que Dreyer confiere a la historia, haciendo que la aguerrida Berit (Tove Tellback) se atreva a rebelarse contra la autoridad paterna al elegir al hombre que ama y no al candidato escogido por su padre "como quien negocia la compraventa de ganado". En dicho sentido, Glomdalsbruden conecta plenamente con el filme anterior de Dreyer (El amo de la casa), donde el derecho de la mujer a tomar sus propias decisiones frente a la tiranía machista en el seno del hogar era igualmente reivindicado.

Por lo demás, se hace difícil analizar esta película y no acordarse de la pareja protagonista de Amanecer (Sunrise, 1927). Lo cual vendría a poner de manifiesto una interesantísima afinidad de sensibilidades entre Dreyer y Murnau, directores procedentes, en ambos casos, de una tradición germánica que veía la pureza del medio campestre seriamente amenazada por el progreso urbanita o, como en este caso, por la voluntad todopoderosa de un rico terrateniente. De ahí que, en la secuencia final, el párroco se sienta en la obligación de amonestar a sus fieles con una doble enseñanza: "¡Hijos míos, [a Tore y a Berit], acabáis de ver que Dios jamás abandona a los que ama!" "Y tú, Ola Glomgaarden, has aprendido que el amor es un acto de Dios y que, por tanto, el Hombre no debería inmiscuirse en ello". Verbum Domini, amen!


jueves, 27 de diciembre de 2018

Agua de la tierra (1946)
















Título original: Vandet på landet
Director: Carl Theodor Dreyer
Dinamarca, 1946, 14 minutos

Agua de la tierra (1946) de Carl Theodor Dreyer

Mucho antes de que la preocupación por el medio ambiente y la incidencia que éste ejerce sobre nuestra salud se convirtieran en una de tantas modas recurrentes, Carl Theodor Dreyer ya se dedicaba a concienciar a sus contemporáneos a propósito de lo importante que es asegurarse de que el agua que consumimos no contenga gérmenes. Y es que hasta en eso el cineasta danés fue un pionero.

El documental, de un tono claramente propagandístico, hace
especial hincapié en la asepsia que debe observarse durante la
 construcción de los pozos para garantizar la salubridad de sus aguas

Para lograr su objetivo, Vandet på landet se articula como una conversación de carácter didáctico en la que se enfrascan un ingeniero sabelotodo y un ignaro partenaire a quien todo hay que aclarárselo y que silva cuando finalmente capta las cosas. En realidad, sólo escuchamos sus voces. Porque la pantalla la ocupan gráficos que ilustran cómo el agua penetra las capas freáticas y, sobre todo, imágenes tomadas de una granja cuyos inquilinos, ajenos a las bacterias que habitan en los diferentes recovecos del lugar (aparentemente pulcros y aseados), acaban infectándose al final de una prolongada cadena que se propaga a través del medio líquido.


miércoles, 26 de diciembre de 2018

Soldado matón (1965)

















Título original: Heitai yakuza
Director: Yasuzô Masumura
Japón, 1965, 102 minutos

Soldado matón (1965) de Yasuzô Masumura

Quienes estén acostumbrados al sosiego de Mizoguchi o de Ozu echarán, sin duda, en falta, cuando tengan ocasión de ver algún filme de Yasuzô Masumura, la placidez con la que aquellos maestros solían contar sus historias. Y es que, perteneciente a otra generación más joven, el cine de este último se caracteriza por una vehemencia rayana en el desmadre más absoluto. 

No en vano, la guerra y demás parafernalia del estamento militar son el objeto de una burla atroz en Heitai yakuza, comedia disparatada, aunque no exenta de una crítica implacable contra el papel ejercido por el ejército imperial japonés en Manchuria, y que sería la primera entrega de una serie de nueve filmes protagonizada por el dúo Omiya-Arita.



Kisaburo Omiya (interpretado por Shintarô Katsu) es lo que podríamos denominar, sin miedo a equivocarnos, la versión nipona de Bud Spencer. Es decir: una mole invencible que fuera yakuza antes de incorporarse a filas y que es capaz, por tanto, de repartir tortas con la misma facilidad que las recibe sin inmutarse. Ni que decir tiene que semejante bestiajo hallará su complemento ideal en Arita (Takahiro Tamura), un intelectual forzado a servir a las órdenes del emperador y que, tras cuatro años como alférez en un campo de entrenamiento, cree llegada la hora de desertar. Arita, por cierto, es el narrador de la historia.

Y, así, después de haber sufrido no pocas humillaciones por parte de los mandos de una jerarquía corrupta, ambos huirán a lomos de una vieja locomotora de vapor que desenganchan del resto de vagones del convoy en el que viajaban custodiados por sus superiores. Atrás quedan numerosas escenas de trifulcas a lo "humor amarillo", de una violencia tan excesiva como cómica, subrayada, las más de las veces, por una música incidental burlesca cuya finalidad última (como se aprecia en la secuencia en la que el general arenga a las tropas con proclamas patrióticas) es la de mostrar el absurdo de un conflicto que se cobró demasiadas vidas humanas.


Wonder Wheel (2017)




Título en español: La rueda de la maravilla
Director: Woody Allen
EE.UU., 2017, 101 minutos

Wonder Wheel (2017) de Woody Allen


La vida como tiovivo, contada por un apolíneo vigilante de la playa... Desde luego, lo que no se le haya ocurrido ya a Woody Allen, que a estas alturas de su carrera lleva dirigidas la friolera de cincuenta y cinco películas, es difícil que se lo invente nadie más. Un año ha transcurrido desde que se estrenara Wonder Wheel y, entre una cosa y otra, aún no habíamos tenido ocasión de verla. Suerte que los Cines Texas del incombustible Ventura Pons (en muchos aspectos, el Woody Allen catalán) están siempre alerta rescatando títulos para espectadores rezagados.

Y ¿qué nos encontramos? Pues, de entrada, una dirección de fotografía portentosa a cargo de Vittorio Storaro, cuya paleta va desde los atardeceres azafranados hasta una variada gama de tonalidades azulinas según qué actriz se adueñe del encuadre, si la madura Ginny (Kate Winslet) o la advenediza Carolina (Juno Temple). Que el italiano es un genio en su disciplina está tan fuera de dudas como que el Coney Island filmado por Allen parece verdaderamente el de los años cincuenta.



Pero, volviendo a la metáfora inicial, contemplar la existencia desde lo alto de una noria o encaramado en el puesto de vigilancia de un socorrista es algo propio de esas tragedias que Mickey (Justin Timberlake) sueña con escribir algún día. Quizá por ello, como buen conocedor de Hamlet, Chéjov y, sobre todo, Eugene O'Neill, cumple la función de narrador, aunque al tener una aventura con Ginny y seducir a Carolina ejerce también de motor que hace que la historia avance y se precipiten los acontecimientos.

Sin embargo, no hay que llamarse a engaño: Wonder Wheel, con su final ¿abierto?, ese niño pirómano y el cornudo Humpty (Jim Belushi), nos esta hablando, en realidad, de la insignificancia de los destinos humanos. En ese sentido, no deja de ser irónico que buena parte de los personajes padezca algún tipo de frustración: Ginny como actriz, Mickey como dramaturgo, Carolina como glamurosa esposa de un gánster, Humpty como marido y hermano... "Y en el mundo, en conclusión, / todos sueñan lo que son, / pero ninguno lo entiende". Salvo Woody Allen, of course, que, a fuerza de escribir sus propios guiones, conoce como pocos el alma humana.


martes, 25 de diciembre de 2018

Ordet (La palabra) (1955)




Título original: Ordet
Director: Carl Theodor Dreyer
Dinamarca, 1955, 121 minutos

Ordet (La palabra) (1955) de Dreyer


La palabra. La PELÍCULA... Es tanta la contundencia de lo logrado por Dreyer en Ordet, que su visionado, más que un mero pasatiempo, constituye una experiencia de todo punto trascendente. Título paradójico, el suyo, donde los haya, puesto que son sus imágenes, más allá de todo encomio, las que hablan por sí solas. La luz, los silencios, las miradas perdidas en el vacío: no hay detalle en ella que no contribuya a hacer todavía más grande, si cabe, la relevancia de una obra maestra incontestable.

Hay un antes y un después en la vida de cualquier espectador que se enfrente por vez primera al misterio que encierra Ordet. Su argumento, sencillo como la brisa matutina que agita los juncos o la ropa tendida al sol, sitúa la acción en agosto de 1925. Concretamente en Borgensgaard, la heredad del viejo Morten (Henrik Malberg), viudo de mirada esquiva que vive en compañía de sus tres hijos, su nuera Inger (Birgitte Federspiel) y sus dos nietas.



Pero malos presagios se ciernen sobre la granja y Johannes (Preben Lerdorff Rye), el mediano de los hermanos y antiguo estudiante de teología, enloquece a causa de un agudo delirio mesiánico que le lleva a creerse el hijo de Dios. A Mikkel, el mayor (Emil Hass Christensen), le ocurre todo lo contrario y a su escepticismo en materia religiosa se une el que su mujer no ha sido capaz, hasta la fecha, de darle hijos varones, aunque la hacendosa Inger se halla de nuevo en estado de buena esperanza. Por último, Anders (Cay Kristiansen), el menor de la estirpe, suspira por la hija del sastre, pese a que éste, adepto de otra doctrina cristiana, no parece dispuesto a entregársela en matrimonio.

Cómo semejante entramado se desarrollará hasta converger en la extraordinaria escena final es pura cuestión de fe, capaz de mover montañas o hasta de la resurrección de la carne, nos dice Dreyer, cuando ésta es sincera. No fue, sin embargo, la primera vez que la obra teatral homónima del también danés Kaj Munk (1898–1944), similar en ciertos aspectos a La dama del alba de Casona, se llevaba a la gran pantalla. En 1943, el sueco (aunque nacido en Helsinki) Gustaf Molander —descubridor, en su día, de Greta Garbo y de Ingrid Bergman— había dirigido una versión previa, protagonizada nada más y nada menos que por Victor Sjöström (La carreta fantasma, Fresas salvajes...), pero mucho menos sutil que la de Dreyer en lo que a espiritualidad se refiere (de hecho, acababa con toda la familia de rodillas rezando un padrenuestro...).



Dreyer, en cambio, opta por soluciones de mayor calado alegórico, como Anders deteniendo el péndulo del reloj de pared tras la muerte de su cuñada y cuyo perpetuo tictac enlaza, como ya vimos, con el plano final de Páginas del libro de Satán (1920) y, sobre todo, El amo de la casa (1925).

En cualquier caso, la estampa de Johannes predicando al vacío en las dunas o la de Inger en el interior de su féretro resplandeciente quedarán para la posteridad como la máxima expresión de un cine desprovisto de artificios innecesarios —estéticamente austero y, por ende, de una enorme profundidad ascética— en el que lo cotidiano y lo sobrenatural van de la mano como si tal cosa.


lunes, 24 de diciembre de 2018

Perdidos en París (2016)




Título original: Paris pieds nus
Directores: Dominique Abel y Fiona Gordon
Francia/Bélgica, 2016, 83 minutos

Perdidos en París (2016) de Abel & Gordon


Resulta inevitable ver una peli como Paris pieds nus y no pensar inmediatamente en el Tati de Playtime (1967). Más aún: ¿cómo no acordarse de Buster Keaton ante el gesto adusto de unos actores tan torpes como entrañables? ¿O en la danza de los panecillos de La quimera del oro (1925) cuando unos veteranos Pierre Richard y Emmanuelle Riva (ella fallecería dos meses antes del estreno) se enzarzan en un similar ballet con sus respectivos pies, sentados en un banco del cementerio de Passy?

Como no deja de ser sorprendente el hecho de que el último trabajo del dúo integrado por la canadiense (aunque nacida en Australia) Fiona Gordon y el belga Dominique Abel haya tardado más de dos años en estrenarse aquí. Pero, en fin: ya se sabe cómo van estas cosas. Así que más vale ver la botella medio llena, que aún habría que dar gracias porque todavía queden cines como el Boliche de Barcelona (y que nos dure muchos años, por supuesto).

Norman & Martha


De Perdidos en París (horrible traducción, por cierto, del más certero 'Descalzos en París') cabe destacar el colorido de su naíf puesta en escena, sin duda herencia del pasado circense de sus creadores, así como una estructura episódica perfectamente hilvanada, de manera que lo que vemos en una escena retoma algún gag acontecido con anterioridad: sabia utilización de la analepsis y de la prolepsis que da pie a un buen puñado de situaciones hilarantes.

En realidad, y no es poco mérito, Abel & Gordon (o Fiona & Dom, que tanto monta) nos están hablando de los vasos comunicantes que todo lo conectan. ¿Por qué, si no, el champán que bebe tía Martha (Riva) se paga con el dinero que Dom recupera del interior de la mochila que Fiona perdió al caer accidentalmente al Sena? Parece muy complicado, pero no lo es en absoluto: se trata más bien, como diría el poeta Pedro Salinas, de un "seguro azar" desencadenante, que todo lo gobierna y todo lo provoca hasta el punto de reunir a dos almas gemelas en la cima de la Torre Eiffel o a los pies de la réplica de la Estatua de la Libertad.

Fiona & Dom

Sobre ruedas (2018)




Título original: Tout le monde debout
Director: Franck Dubosc
Francia/Bélgica, 2018, 107 minutos

Sobre ruedas (2018) de Franck Dubosc


Con la pericia que caracteriza al cine comercial francés (factura impecable, guion bien escrito, localizaciones de lo más chic...), el actor Franck Dubosc debuta en la dirección gracias a una de esas comedias que vienen precedidas por su enorme éxito de taquilla en el país vecino. Lo cual no tiene nada de extraño, habida cuenta de que se sirve de una fórmula que les suele funcionar a las mil maravillas. 

Abrimos la coctelera y echamos una buena cantidad de protagonista en silla de ruedas con afán de superación (IntocableCon todas nuestras fuerzas...); acto seguido, se mezcla la parte proporcional de personaje que vive a costa de fingir lo que no es (Quiero ser italiano, Salir del armario...); finalmente, añadir actrices de enorme atractivo físico y mejores dotes interpretativas (Alexandra Lamy, Caroline Anglade...). Sírvase en forma de elegante trama de enredo, con diálogos brillantes, secundarios sobradamente experimentados (Gérard Darmon, Elsa Zylberstein...) y algún que otro cameo (François-Xavier Demaison haciendo de cura, el veterano Claude Brasseur como padre del protagonista...). Y si encima se estrena justo antes de Navidad, ¡mejor que mejor!

Florence (Alendra Lamy) interpretando el Adagio de Albinoni

Tout le monde debout (con el Sobre ruedas de la versión española se pierde la ironía del título original: "Todo el mundo de pie") posee los elementos necesarios para hacer las delicias del espectador medio, aunque también detalles dirigidos a paladares más exigentes. Como, por ejemplo, la escena en la que el caradura Jocelyn (Dubosc) y la bella Florence (Lamy) comparten una romántica cena en tête-à-tête y, de repente, el suelo se hunde hasta quedar ambos flotando sobre las aguas de la piscina que hay debajo. Recurso efectista, se nos dirá (y con razón), pero es que hay que fijarse en que el vestido de ella, rojo pasión, se abrirá progresivamente a su alrededor como lo hacía el de Juanita de Córdoba (Karin Dor) en Topaz (1969).

Los detractores de una película como ésta dirán que hay momentos en los que se vale de los mismos recursos que determinados formatos televisivos en boga (a saber: último grito en interiorismo como en Mi casa es la tuya o galanteo entre puretas a lo First Dates). También, que no deja de ser una comedia bienintencionada con el único objetivo de concienciar al personal sobre la necesidad de superar el concepto de discapacitado y la habitual dosis de compasión que lleva implícito. Cierto. Pero quien tenga amplitud de miras suficiente como para ver más allá, forzosamente habrá de rendirse ante el encanto de un filme hecho con el corazón.

Ángulo cenital inspirado en Topaz al que antes aludíamos

domingo, 23 de diciembre de 2018

Páginas del libro de Satán (1920)




Título original: Blade af Satans bog
Director: Carl Theodor Dreyer
Dinamarca, 1920, 157 minutos

Páginas del libro de Satán


Valiéndose de una estructura narrativa similar a la empleada cuatro años antes por D.W. Griffith en Intolerancia (1916), Dreyer afrontaba su tercer largometraje con la firme voluntad de indagar en las argucias de las que el maligno lleva valiéndose toda la vida para inmiscuirse en los asuntos humanos. Y lo hizo escogiendo cuatro momentos estelares de la historia: el prendimiento de Jesucristo, la Inquisición española en la Sevilla renacentista, el proceso a María Antonieta y, por último, la invasión bolchevique de Finlandia durante la guerra civil de 1918.

Al analizar cada uno de dichos episodios es fácil darse cuenta de que Blade af Satans bog contiene, en esencia, algunos de los motivos que el cineasta danés desarrollará en el posterior transcurso de su dilatada carrera cinematográfica. Así, por ejemplo, podríamos reconocer al Johannes de Ordet (1955) en el aletargado Jesús del primer acto o relacionar a las brujas de Dies irae (1943) con los inquisidores sevillanos del segundo.



Se trata, sin duda, de un filme de factura ampulosa y grandilocuente, marcado por los excesos del monumentalismo que por aquel entonces hacía furor a uno y otro lado del Atlántico, pero que estaba llamado a ejercer una notable influencia sobre directores como Benjamin Christensen, danés al igual que Dreyer y autor, poco después, de la excelsa La brujería a través de los tiempos (Häxan, 1922), así como de otros títulos que denotan una clara predilección por los argumentos de temática demoníaca: El circo del diablo (1926) o Seven Footprints to Satan (1929), ambas rodadas en Hollywood.

El Altísimo había sentenciado al ángel caído con estas severas palabras: "Proseguirás tu obra malvada entre los hijos de los hombres. Habitarás entre ellos. Tomarás su forma. Les tentarás para que actúen en contra de mi voluntad. Cuando uno caiga en la tentación, la maldición que está sobre ti se prolongará en cien solsticios. Por contra, cuando alguien se te resista, tu sentencia será acortada mil años. ¡Vete y continúa tu obra maléfica!" Y, así, el diablo irá adoptando sucesivamente la apariencia de Fariseo, Gran inquisidor, furibundo jacobino o Rasputín comunista para poner de manifiesto la escasa fe que merece la condición humana, únicamente salvada, a última hora, por el sacrificio que la casta Siri (Clara Wieth Pontoppidan) está dispuesta a consumar por su patria en el capítulo final de estas Páginas del libro de Satán.


El amo de la casa (1925)

















Título original: Du skal ære din hustru
Director: Carl Theodor Dreyer
Dinamarca, 1925, 107 minutos

El amo de la casa (1925) de Dreyer

Hace falta ser un genio de las proporciones de Dreyer para iniciar una película con semejante advertencia: "Ésta es la historia de un marido consentido, una clase extinta en nuestro país, pero que aún existe en el extranjero..." Ironía rayana en el más ácido sarcasmo si se tiene en cuenta la universalidad (entonces como, desgraciadamente, ahora) de las actitudes machistas que pretende criticar El amo de la casa.

Estamos, pues, ante una obra con mensaje a la antigua usanza. Algo así como la puesta al día de aquel teatro neoclásico dieciochesco que, como quien no quiere la cosa, doraba la píldora para que el espectador se fuese de la sala habiendo aprendido la lección que, más tarde, habría de reproducir en su vida cotidiana.

Viktor (Johannes Meyer), el escarmentado "amo de la casa"

Tenía que ser la civilizada Dinamarca, tierra de avances y medidas pioneras en el ámbito social, el país cuya boyante cinematografía alumbrase, en aquel remoto 1925, un filme en el que se obliga al protagonista masculino, tirano recalcitrante hasta que las mujeres del hogar se alían contra él, a admitir: "¡Qué estúpidos somos los hombres! Sólo por traer el sueldo a casa, pensamos que ya está todo hecho, mientras nuestras esposas hacen tres veces nuestro trabajo y no reciben un sueldo, sino reproches y malas caras".

En realidad, es la artera Mads (Mathilde Nielsen) la responsable de urdir una estrategia en la que no resulta difícil percibir el eco de aquella Lisístrata ateniense, concebida por el comediógrafo Aristófanes en el siglo V a. C., que, desde el proscenio, arengaba a las demás mujeres para que se declarasen en huelga sexual. Y aunque la táctica de la anciana no llegue al radicalismo de la heroína griega, lo cierto es que, ocultándole durante un tiempo el paradero de la sumisa Ida (Astrid Holm), Viktor dejará de ser un zángano insufrible, con lo que la esposa regresa finalmente al redil donde el mismo "sabio y viejo reloj" de péndulo en forma de corazón que aparecía en el plano final de Páginas del libro de Satán (1920) parece que quiera cantar con su reanudado tictac la buena nueva: "¡Ida ha vuelto! ¡Todo va bien!"


sábado, 22 de diciembre de 2018

Agujetas en el alma (1998)




Director: Fernando Merinero
España/Francia/Italia, 1998, 93 minutos

Agujetas en el alma (1998) de Fernando Merinero


Tal vez porque Fernando Merinero es un espíritu inquieto y un tanto anárquico, lo cierto es que Agujetas en el alma —el que fuera su segundo largometraje tras Los hijos del viento (1995)— se contagia desde el minuto uno de ese carácter aparentemente improvisado que define el estilo cinematográfico de su director. Verdadero ejercicio de work in progress en el que se mezclan ficción y realidad, la película nace ante nuestros propios ojos conforme Aitor (Martxelo Rubio) realiza el casting para su próximo proyecto. En ese sentido, son muchos los personajes cuyo nombre coincide con el del actor o actriz que los interpreta: Bruno (Buzzi), Nathalie (Seseña), Mapi (Galán), Carmen (Elías), Myriam (Mézières)...

Precisamente, es cuando aparece la actriz francesa, en el tramo final, que el filme, hasta ese instante un mero divertimento, gana muchos enteros en intensidad dramática. Profundidad que nace de sus confesiones con un cineasta que ha apostado por ella aun a riesgo de enemistarse con su productor (Joan Potau) y que es el verdadero punto fuerte de Agujetas en el alma.



Lo que peor ha resistido el paso del tiempo, en cambio, es toda esa galería de freaks que desfila ante la cámara de Aitor con el vago propósito de participar en su película: aspirantes a intérprete cuyo afán por alcanzar algún día el estrellato les lleva a prestarse a los más insólitos ejercicios de improvisación, cuando no a suplicar directamente un papel cueste lo que cueste.

Por todo ello, se comprenderá la adhesión que semejante engendro despertó entre ciertos sectores de la crítica ya en el mismo momento de su estreno. Mirito Torreiro, por ejemplo, se expresaba, desde las páginas de El País, el jueves 20 de agosto de 1998, en los términos siguientes: "Cuando uno se pone frente a una película tan deslavazada pero al tiempo tan ferozmente personal como es Agujetas, hecha como se hacían aquellas películas cinéfilas de otrora, sin el menor cálculo comercial, con las tripas, el primer sentimiento que se despierta es la simpatía: Fernando Merinero parece ser un sobreviviente de esa extraña raza de los cinéfilos de antaño, que hacían películas sobre lo que vivían, es decir, el cine y sus circunstancias, y lo hacían, uno sospechaba, porque de lo contrario sólo les quedaba el suicidio."

Fernando Merinero

El viaje de Nisha (2017)




Título original: Hva vil folk si
Directora: Iram Haq
Noruega/Alemania/Suecia/Francia/Dinamarca, 2017, 106 minutos

El viaje de Nisha (2017) de Iram Haq


Lo que podría haber sido una buena oportunidad para analizar el fenómeno de la inmigración paquistaní en los países nórdicos o, incluso, el choque de culturas y/o entre religiones se convierte, sin embargo, en manos de la realizadora noruega Iram Haq (Oslo, 1976) en un desafortunado filme tendencioso cuya máxima ambición es que el espectador salga del cine pensando tres cosas. A saber: 

1) Respecto a la protagonista, una adolescente rebelde a la que sus padres envían a la fuerza al Pakistán, debería decir algo así como: "¡Pobrecita! ¡Pobrecita!"

2) En lo concerniente a la visión que se ofrece de los dos países en los que transcurre la trama, su comentario tiene que ser: "¡Pero qué suerte tenemos de vivir en la civilizada Europa, donde los eficientes servicios sociales velan por la seguridad de los menores ante la más mínima sospecha de maltrato!"

3) Y en cuanto a cómo se muestra la forma de vida en un país asiático de mayoría musulmana, se expresará, más o menos, en los siguientes términos: "¡Menuda mierd... de país tiene que ser el Pakistán, donde la policía es corrupta!" O hasta: "¡Menuda panda de hijos de put... que son sus habitantes, que no permiten que las mujeres gocen de plena libertad!"



En la línea de producciones como El expreso de medianoche (1978) de Alan Parker o No sin mi hija (1991) de Brian Gilbert, El viaje de Nisha (cuyo título original en noruego significa "¿Qué dirá la gente?") incurre en un maniqueísmo inadmisible que nos predispone a juzgar negativamente todo modus vivendi que entre en conflicto con los usos democráticos y políticamente correctos de nuestro estado del bienestar. Puro eurocentrismo sin paliativos que se refuerza a través de una innecesaria música incidental de lo más intrigante que tiene por objetivo anunciar que algo terrible está a punto de suceder de un momento a otro.

Puede que la película esté basada en experiencias autobiográficas de su directora y que éstas hayan sido tremendas (eso nadie lo pone en duda), pero es igualmente cierto que se echa en falta algo más de objetividad en la forma de contar la historia. Sobre todo en términos de lograr una mayor verosimilitud. Porque si bien es cierto que a última hora parece que el padre siente algo de empatía hacia los motivos de Nisha, dicha reacción llega tarde y de un modo nada convincente. En ese sentido, no se acaba de comprender por qué Mirza, que trata a su hija de prostituta por haber "mancillado" el honor familiar, que le ha escupido literalmente a la cara e incitado al suicidio, cambia súbitamente de parecer al enterarse de que el aspirante con el que pretende casarla no permitirá que la muchacha realice estudios universitarios. De ahí que las lágrimas del padre en el plano final, cuando mira a cámara tras darse cuenta de que su hija se ha escapado por el balcón, resulten tan poco emotivas como creíbles.