jueves, 31 de agosto de 2017

¡Hatari! (1962)




Director: Howard Hawks
EE.UU., 1962, 157 minutos

¡Hatari! (1962) de Howard Hawks


A principios de los sesenta Howard Hawks estaba tan de vuelta de todo que prácticamente la mayoría de sus películas de Río Bravo (1959) en adelante no fueron más que divertimentos, a veces practicando, incluso, una saludable autoparodia con la que demostraba que ni el cine ni él mismo merecían ser tomados demasiado en serio.

Respondiendo a dicha premisa, Hatari! (1962) supuso una bonita amalgama de fieras filmadas en su hábitat natural (sin contar a John Wayne), paisajes exuberantes de Tanganica (la actual Tanzania), trepidantes escenas de caza y un escaso hilo argumental de lo más ingenuo. Y como por aquellas fechas Hawks gozaba de mayor predicamento en Europa, donde los jóvenes de la Nouvelle vague lo habían reivindicado como autor a través de las páginas de Cahiers du Cinéma, no dudó ni un segundo en confeccionar un reparto internacional en el que destacaban actores franceses (Gérard Blain o la malograda Michèle Girardon), italianos (Elsa Martinelli, en un inverosímil papel de fotógrafa), alemanes (Hardy Krüger), mejicanos (Valentín de Vargas)... Asistidos por viejas glorias como Bruce Cabot, quien se había enfrentado a un gorila gigante en King Kong (1933), pero que aquí sucumbe a las tremendas embestidas de un rinoceronte escurridizo.

Bien mirado, no había ni trampa ni cartón: ellos se lo pasaron en grande rodándola y el público viéndola, con lo que bien podía anunciar la Paramount a bombo y platillo "un maravilloso nuevo mundo de entretenimiento", repleto de "diversión, aventura, romance y emociones" (véase cartel). A fin de cuentas, al margen de que sea verdad o no que Hatari significa peligro en suajili, lo cierto es que fonéticamente se parece mucho a safari ya que, en definitiva, eso es lo que fue la película.



Remozándolo todo, la banda sonora de Henry Mancini, cuyo tema "Baby Elephant Walk" se hizo mundialmente célebre y que aún hoy día sigue siendo utilizado en publicidad con bastante frecuencia. Música que describe a la perfección el tono cómico de un filme donde lo mismo irrumpe un paquidermo en una cacharrería que se cazan monos a chupinazo limpio. Es lo que tiene ser un autor consagrado al que toda licencia le está permitida. De hecho no vacila en citarse a sí mismo cuando un leopardo irrumpe en el aseo mientras Dallas (Martinelli) se está bañando: la escena está calcada de La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938), donde la asustada era Katharine Hepburn. O cuando, tal y como sucedía en The Big Sky (Río de sangre, 1952), la troupe de Sean Mercer (Wayne) canta borracha aquello de "Whiskey, leave me alone".

En la actualidad sería del todo imposible una película como Hatari!: las sociedades protectoras de animales pondrían (con toda razón) el grito en el cielo y el público, harto de ver documentales de animales por televisión, recibiría con indiferencia sus arriesgadas persecuciones cinegéticas. Pero cada filme se debe al contexto en el que fue concebido, de modo que si para Hawks Hatari! fue un mero pasatiempo tampoco tiene mucho sentido que nosotros vayamos ahora a buscarle los tres pies al gato (o a la pantera).


miércoles, 30 de agosto de 2017

Tener y no tener (1944)




Título original: To Have and Have Not
Director: Howard Hawks
EE.UU., 1944, 100 minutos

Tener y no tener (1944) de Howard Hawks


You know how to whistle, don't you, Steve? You just put your lips together and blow...

"Si me necesitas, silba..." Y, sin embargo, la frase ni fue escrita por los dos premios Nobel que colaboraron en la película (Hemingway por su novela y Faulkner como guionista) ni tampoco estaba previsto que formase parte de los diálogos. Como suele suceder muchas veces, la que acabaría siendo una de las máximas míticas de la historia del cine surgió fruto de la casualidad, durante un ensayo en los estudios Warner. Fue Howard Hawks el responsable de que dicha improvisación con una incipiente estrella llamada Lauren Bacall acabase incluyéndose en el guion definitivo y, por esa puerta, entrar en el olimpo de los momentos inmortalizados a través del celuloide.

Sin embargo, Tener y no tener no resultó una película multipremiada: apenas un galardón del National Board of Review concedido a Bogart por su papel de Harry Morgan fue todo su bagaje. No cumplió, pues, con la expectativa de ser otra Casablanca que la Warner había depositado en ella. Y es que, de hecho, son varios los puntos en común entre ambos clásicos, habida cuenta de la deliberada voluntad de repetir el éxito que la major había cosechado dos años antes con el mismo actor protagonista y un argumento en el que también se mezclaban héroes de la Resistencia empeñados en abandonar el aislamiento de un pequeño enclave colonial para liberar del yugo nazi a Francia y al resto del mundo.

Como ocurría en Casablanca, un pianista vuelve a animar las veladas

En este caso, la acción se trasladaba desde el norte de África hasta la Martinica, en aguas del mar Caribe, gestándose durante el rodaje una de las parejas más célebres que jamás vieron los siglos (pasados y venideros): la Slim de la pantalla era, en la vida real, apenas una principiante que a duras penas llegaba a los veinte años. Pero, a pesar de la diferencia de edad (Bogie ya tenía 44...), surgió de inmediato la química entre ambos, para delirio de mitómanos y desesperación de Howard Hawks, que ya le había echado el ojo a la sílfide. Se casaron al año siguiente y permanecerían juntos hasta que el cáncer se llevó al actor en 1957. El resto forma parte ya de la leyenda.

Aunque no hay que olvidarse de los demás secundarios que trabajaron en To Have and Have Not. Algunos, como el francés Marcel Dalio, ya habían participado en Casablanca, adonde hacía de crupier en el casino de Rick (Bogart). Aquí, vuelve a colaborar en favor de la causa aliada, pero esta vez haciendo de enlace entre Harry Morgan y el matrimonio de Bursac. El alcoholizado Eddie (Walter Brennan) es quizá el contrapunto cómico más notable de la película, con sus peculiares andares a base de saltitos y dejando a cuadros a propios y extraños con una pregunta recurrente: "Was you ever bit by a dead bee? ("¿Te ha picado alguna vez una abeja muerta?") Algo a lo que sólo la avispada Slim sabrá responder, metiéndose en el bolsillo a Eddie, a Harry y a todo ser viviente que haya visto alguna vez Tener y no tener.


Siete mujeres (1966)




Título original: 7 Women
Director: John Ford
EE.UU., 1966, 87 minutos

Siete mujeres (1966) de John Ford


El viejo John Ford sabía, sin duda, lo que se hacía. Por ello planeó a conciencia su salida del mundo del cine tras casi medio siglo de carrera. Y, con el objetivo de desquitarse de algunos clichés que durante todo ese tiempo habían acompañado a sus películas, decidió que las dos últimas tenían que romper con la imagen de director despiadado y carca que tan merecidamente se había ganado. Así pues, con El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964) quiso adoptar, por una vez, el punto de vista de unos indios a los que en tantas ocasiones convirtiera en antagonistas de sus héroes. Siete mujeres, en cambio, serviría de broche genial para una filmografía esencialmente masculina.

"Siete mujeres por cada uno de los siete pecados capitales", rezaba el cartel promocional de 7 Women. Siete samuráis, siete magníficos, siete enanitos... Número mágico por antonomasia, Pitágoras ya lo consideraba la cifra perfecta mucho antes de que el celuloide acabase de consagrarlo definitivamente. De modo que las siete féminas del filme testamento de Ford (ocho, si tenemos en cuenta a Miss Ling) pasaron a engrosar la nómina de títulos míticos que contienen dicho dígito, pese a que el relato de Norah Lofts en el que se basaba se titulara Chinese Finale.

De izquierda a derecha: la Dra. Cartwright (Anne Bancroft)
junto a la joven Emma (Sue Lyon)

Una China enteramente recreada en estudio en la que el grupo de misioneras deberá enfrentarse, en primer lugar, a una virulenta epidemia de cólera y, más tarde, a las sanguinarias hordas del bárbaro Tunga Khan (Mike Mazurki). Ni rastro de cowboys ni del lejano Oeste: hasta en eso quiere sorprender la última entrega de Ford, quien ya había cultivado el exotismo en películas como Mogambo (1953). Sin embargo, 7 Women iba mucho más allá de unos hechos acaecidos en 1935: la historia que nos cuenta es, en realidad, un alegato en contra del fanatismo religioso y del rígido puritanismo que acostumbra a llevar asociado.

En ese sentido, la llegada a la misión de la doctora Cartwright (Anne Bancroft) conlleva unos efectos similares a los de una explosión atómica. Mujer liberada y rebelde, fumadora empedernida y bebedora de güisqui, su carácter indómito representa la antítesis de lo que esperaba la estricta señora Andrews (Margaret Leighton), quien hubiese preferido antes a un hombre recto para ejercer la medicina en la hacienda que gobierna con mano de hierro. Pero Cartwright no sólo se opone a la obsoleta mojigatería que reina en aquella casa, sino que su arrojo servirá de inspiración al resto de mujeres que allí habitan para librarlas del yugo impuesto por Andrews. Alfa y omega, pues, de aquel pequeño universo, la doctora traerá la vida ayudando a dar a luz a la "pecadora" Florrie (Betty Field) y no dudará en sacrificarse entregándose a Tunga Khan con tal de salvar al resto.


martes, 29 de agosto de 2017

La hija de Ryan (1970)




Título original: Ryan's Daughter
Director: David Lean
Reino Unido, 1970, 195 minutos

La hija de Ryan (1970) de David Lean


Peliculón donde los haya, con sus más de tres horas de duración, Ryan's Daughter, bellamente filmada en Super-Panavision y Metrocolor para la Metro-Goldwyn-Mayer, fue, sin embargo, un estrepitoso fracaso de crítica y de público. Hasta el extremo de que su director, el británico David Lean, tardaría catorce años en volver a estrenar otra película: Pasaje a la India, en 1984, con la que pondría el punto y final a su carrera.

Se llevó dos Oscar, eso sí: a la mejor fotografía y al mejor actor secundario para John Mills, quien interpreta a Michael, un entrañable disminuido, objeto de las burlas de los habitantes de la pequeña aldea de Kirrary en la que transcurre la acción, cuya fisonomía y conducta evocan un tanto al Quasimodo de Nuestra Señora de París. No es ésta la única fuente de inspiración literaria que puede rastrearse con nitidez en la trama. De hecho, en un principio estaba previsto que el guion de Robert Bolt fuese una adaptación de Madame Bovary, por lo que no tiene nada de extraño que Rosy (Sarah Miles) pueda recordar en más de un aspecto al personaje creado por Gustave Flaubert.

John Mills ganó el Oscar por su papel de Michael


El marco elegido fue una Irlanda abrupta e indómita en vísperas del Alzamiento de Pascua de 1916, si bien, dadas las adversas condiciones meteorológicas, algunas escenas hubo que filmarlas en las playas de la más benigna Sudáfrica. Y como ya hiciera su compatriota John Wayne en The Quiet Man, ahora fue Robert Mitchum quien quiso probar fortuna rodando en Europa una historia de infidelidades con trasfondo político. Pero Lean no era John Ford, de modo que en La hija de Ryan no encontramos aquella recreación idílica de la tierra de sus antepasados que tan grata resultaba al director americano. Aquí, por contra, asistimos a la descripción de un ambiente hostil, en el que los lugareños dan muestras de su zafiedad al repudiar, primero, a Rosy por el romance que mantiene con un oficial inglés y acusarla injustamente, después, de delatora. Tal vez por haberse rodado en una época convulsa, en la que los atentados del IRA estaban a la orden del día en el Ulster, lo cierto es que la película se mueve en un terreno ideológicamente ambiguo para acabar decantándose, en apariencia, por la causa unionista.

En cuanto al complejo proceso de rodaje (con más de un año de duración), estuvo plagado de anécdotas y contratiempos. Parece ser que Robert Mitchum se entretenía plantando marihuana y distribuyéndola entre el equipo. El papel de Mayor Doryan estuvo muy cerca de ir a parar a Marlon Brando, aunque finalmente fue el enclenque (dentro y fuera de la pantalla) Christopher Jones quien acertó a darle al personaje ese aire de delicado muchacho desvalido con el que la película sale, sin duda, beneficiada. Pero exquisitez, sobre todo, la de David Lean en su forma de filmar unas huellas sobre la playa, un encuentro furtivo en el bosque, una despedida o hasta las amonestaciones del Padre Collins (Trevor Howard). Detalles que dan fe de su maestría y que convierten a La hija de Ryan en una monumental obra de arte.

Christopher Jones (Doryan) Y Sarah Miles (Rosy)

lunes, 28 de agosto de 2017

En lugar del Sr. Stein (2017)













Título original: Un profil pour deux
Director: Stéphane Robelin
Francia/Bélgica/Alemania

En lugar del Sr. Stein (2017)

Parece que a Stéphane Robelin le gusta tomarse su tiempo entre proyecto y proyecto, habida cuenta de los siete años que mediaron entre su primer y segundo largometraje (Real Movie en 2004 y Et si on vivait tous ensemble ? en 2011) y los seis transcurridos hasta Un profil pour deux, que se acaba de estrenar en nuestras carteleras con el nada sugerente título de En lugar del Sr. Stein. Comparte con la anterior un mismo interés por otorgar el protagonismo a personajes de edad avanzada, en un intento por romper prejuicios sobre lo que se considera que se puede o no se puede hacer en función de lo que marque el reloj biológico.

Pero volviendo a los dilatados lapsos de tiempo que separan cada una de sus películas, hay un detalle que avala dicha preferencia y es lo bien escrito que está el guion: ni un solo cabo suelto, hasta el más mínimo detalle atado y bien atado. En ese sentido, Robelin formaría parte de la misma escuela que otros ilustres directores franceses como Jean-Paul Rappeneau, célebre por lo minuciosamente que prepara cada uno de sus filmes. E incluso habría otra particularidad que une a ambos realizadores: su interés por Cyrano de Bergerac.



Confesaba Robelin recientemente en algunas de las entrevistas promocionales que la estructura de Un profil pour deux es similar a la de la obra de Rostand, de modo que Pierre (Pierre Richard) cumpliría una función similar a la del narigudo, Alex (Yaniss Lespert) vendría a ser una especie de Christian y Flora (Fanny Valette) el equivalente de Roxanne. A lo que luego se añaden otras capas de significación totalmente distinta: cómo internet ha cambiado las relaciones interpersonales, hasta qué punto se miente o se exagera en los perfiles de las redes sociales, la necesidad de establecer puentes entre generaciones, que no hay edad para enamorarse...

Dicho lo cual, podría pensarse que estamos ante un filme rupturista, iconoclasta, dispuesto a trastocar conciencias. Nada más lejos de la realidad: por lo que tiene de comedia amable, este Perfil para dos no plantea situaciones que vayan contra el statu quo en la sociedad actual. Todo lo contrario: al final son los convencionalismos los que se acaban imponiendo y los jóvenes se aparejan con los jóvenes y los mayores entre ellos. Y digo yo: ¿no habría sido mucho más interesante explorar la posibilidad de que la bella Flora acabase enamorándose verdaderamente del experimentado señor Stein? A fin de cuentas, ¿no es de sus románticos comentarios online de lo que queda prendada antes de desfacer todo el entuerto? Y, de hecho, se coquetea con esa posibilidad durante unos instantes para jugar con el espectador. En fin, considerando que esto es sólo un enredo simpático para pasar el rato y, de paso, volver a situar en primera línea a Pierre Richard (a sus 83 años, uno de los grandes de la escena francesa), tampoco tiene mucho sentido pedirle más. Lo principal es que uno sale del cine con una sonrisa en los labios.


La patrulla (1954)




Director: Pedro Lazaga
España, 1954, 94 minutos

La patrulla (1954) de Pedro Lazaga


Antes de que el sistema fagocitase definitivamente a Pedro Lazaga, relegándolo a la dirección de insulsas comedias al servicio de Paco Martínez Soria o de cualquier otra estrella de lo que comúnmente se denominó españoladas, el realizador de origen catalán intentaría un cine mucho más personal. Se trata, en su mayoría, de películas directa o indirectamente relacionadas con la Guerra Civil Española, hábilmente inscritas en el discurso oficial del franquismo, pero no exentas por ello de un cierto tono desencantado o incluso crítico.

La patrulla, estrenada en 1954, se centraba en un grupo de combatientes de las filas nacionales que, tras acabar la contienda, seguirían muy distintos derroteros. Tal y como rezan los títulos de crédito iniciales, "en la mañana del 28 de marzo del año 1939, una posición del frente de Madrid en la Casa de Campo" queda inmortalizada en una fotografía. Todos los que en ella aparecen prometen volver a reunirse en el mismo lugar al cabo de una década, aunque el destino es lo suficientemente caprichoso como para que el pacto sea más difícil de cumplir de lo que parece.

De izquierda a derecha: San Martín, Almorós, Peña, ? y Rodero


Paulino (Antonio Almorós), pese a ser de los que ganaron la guerra, empieza viviendo en una cueva junto a un par de republicanos represaliados para terminar, poco después, mezclado en un turbio asunto de tráfico de estupefacientes. Y al resto, a pesar de su rectitud, las cosas no les irán mejor. Matías (Julio Peña) se libra por los pelos de verse involucrado en los tejemanejes de su camarada Paulino. Instalado en Jaca junto a su familia, no podrá evitar, sin embargo, que su hijo (Vicente Parra) se enrole en la División Azul emulando sus pasos. Como Enrique (Conrado San Martín), quien padecerá varios años de presidio tras ser apresado por los rusos. Vicente (José María Rodero), el intelectual del grupo, se ganará la vida escribiendo en los periódicos mientras corteja a Lucía (Marisa de Leza), la prometida de Enrique, al que ya dan por muerto.

Por su marcado tono anticomunista, así como por tratar el tema de los combatientes de la División Azul, La patrulla se avanzaba en dos años a otra película de muy similares características: Embajadores en el infierno, de José María Forqué. Ambas comparten el mismo espíritu de camaradería y un similar maniqueísmo a la hora de mostrar a los rusos como seres capaces de una crueldad terrible y a los soldados españoles como heroicos adalides de las esencias patrias. De ahí que, en el caso concreto de La patrulla, la banda sonora aparezca repleta de canciones fervorosamente patrióticas interpretadas por el coro de la Academia Nacional de Mandos e Instructores. Eso y las cuantiosas imágenes de archivo para situar cronológicamente el avance de la trama son los dos rasgos más distintivos de una película en la que veremos, en pequeños y fugaces papeles, a Arturo Fernández, Elvira Quintillá, Fernando Delgado, Germán Cobos o Tomás Blanco.

Desde el campo de prisioneros soviético, los internos matan
el tiempo imaginando cómo será la vida en Madrid

domingo, 27 de agosto de 2017

La novia era él (1949)




Título original: I Was a Male War Bride
Director: Howard Hawks
EE.UU., 1949, 105 minutos

La novia era él (1949) de Howard Hawks


Por hache o por be, nunca hasta la fecha había tenido ocasión de ver La novia era él, la cuarta del total de cinco películas que Cary Grant rodó a las órdenes de Howard Hawks. Y, a juzgar por cómo se reía la gente esta tarde en la Sala Laya de la Filmoteca de Catalunya (prácticamente llena a pesar de las fechas veraniegas en las que todavía estamos), cabe pensar que apenas ha envejecido.

Lo curioso del caso es que su rodaje estuvo plagado de contratiempos, así que no puede decirse que fuese precisamente divertido. Primer largometraje que Hawks rodaba en Europa, el invierno alemán fue especialmente crudo aquel año, por lo que la mayor parte del reparto y empleados enfermaron: Ann Sheridan desarrolló una pleuresía que acabaría derivando en neumonía; Cary Grant contrajo hepatitis agravada con ictericia y, para colmo de males, el propio Hawks se vio afectado por una incómoda urticaria.

Grant y Hawks durante una pausa en el rodaje en Alemania


Lo cual le añadía, sin duda, más mérito a un filme que había nacido doblemente marcado por el morbo. En primer lugar, porque la simple idea de que un hombre se vista de mujer, tan antigua como el mundo, siempre se ha considerado el summum de la transgresión. Pero si, además, el hombre en cuestión era Cary Grant, el aliciente se multiplicaba por mucho. No hay que olvidar que en Hollywood eran incesantes los rumores que circulaban acerca de la orientación sexual del actor y parece bastante probado, según sus biógrafos (entre ellos Marc Eliot), que durante toda su vida tuvo la costumbre de utilizar ropa íntima femenina.

Pero, al margen de tales habladurías, lo que realmente merece la pena de I Was a Male War Bride son esos gags, algunos de ellos muy sencillos (puro slapstick: como cuando el Capitán Henri Rochard intenta dormir en una incómoda silla o, peor aún, en el interior de una bañera), otros basados en los equívocos a que da pie una compleja legislación sobre los cónyuges extranjeros de oficiales del Ejército americano. No es de extrañar que una comedia como ésta sentase las bases del travestismo en el mundo del cine, haciendo inevitable que posteriores producciones basadas en la misma idea (Tootsie, Victor o Victoria...) la citen sí o sí en alguno de sus diálogos.


Día tras día (1951)




Director: Antonio del Amo
España, 1951, 90 minutos

Día tras día (1951) de Antonio del Amo


Dentro de la irregular filmografía de Antonio del Amo, Día tras día (1951) es una de sus películas más recordadas, sobre todo porque la espontaneidad que se logró al haberse rodado prácticamente en su totalidad en las calles del Rastro madrileño, algo inusual por aquel entonces, la acercaba bastante al neorrealismo italiano. La miseria en la que viven los protagonistas ha calado tanto en sus respectivas existencias que a punto están de echarse a perder. Puro determinismo naturalista si no fuera porque un sacerdote se erige en omnipresente benefactor de todos ellos.

De modo que lo que podía haber sido un sólido ejercicio de realismo social acaba derivando hacia el cine mojigato y evangelizador a lo Bing Crosby. ¿Y qué otra cosa habría permitido la censura franquista de principios de los cincuenta? Por eso hay que valorar un filme como Día tras día en su justa medida y, aunque tímido, destacar ese primer atisbo de frescura que aporta su retrato de los ambientes populares a pie de calle.

El Rastro es un personaje más en Día tras día (1951)


No en vano, uno de esos golfillos de cara picada por el acné y vestiduras harapientas (Manuel Zarzo) se convertirá diez años después en integrante del elenco de Los golfos, ya con mayúsculas, la película homónima de Carlos Saura. De momento, su papel de Anselmo, con apenas dieciocho años, sería el primero de una de las carreras más longevas del cine español, lo cual es otro dato a tener en consideración.

En cambio, la picaresca mostrada por Antonio del Amo (amable y redimida, si se quiere, pero picaresca al fin y al cabo) no es más que un pretexto para enderezar el destino de muchachos que, como Ernesto (Mario Berriatúa), corren el riesgo de malograrse justo cuando afrontan el decisivo trance de hacerse hombres de bien. Por eso mismo, dada la incuestionable finalidad moralizante de Día tras día, el sacerdote (José Prada) hace las funciones de narrador, mirando directamente a cámara y dialogando con los espectadores.  Él será el encargado de reunir las 1500 pesetas necesarias para la operación que remedie la cojera de Anselmo; hará las veces de alcahuete para conseguir que Luisa (Marisa de Leza), que cree que "en la vida hay que elegir entre tener dinero o ilusiones", tenga paciencia con Ernesto y que éste, a su vez, luche por ella... En definitiva, un todoterreno, un demiurgo que todo lo sabe y todo lo ve, siempre al acecho, "en busca de almas en mal uso para arreglarlas, repintarlas y luego, ¡hale!, a la circulación".

Don José señala la cámara mientras amonesta a Eduardo (Mario Berriatúa)

sábado, 26 de agosto de 2017

Crónica sentimental en rojo (1986)




Director: Francisco Rovira Beleta
España, 1986, 100 minutos

"Un pecho amputado, sobre la mesa de una juez..."



Méndez fue a buscarle a la salida de la Modelo.
—Me han dicho que tienes un empleo, Richard.
La calle de Entenza santificada por una lluvia fina, frente a él el muro de las lamentaciones de la cárcel y a su espalda los portales silenciosos del verano que declina, que ya se va muriendo. Un bar donde el Xirinacs recibía las visitas de sus fieles y ante el que hacía huelga de hambre pidiendo amnistía, uníos, cristianos rojos del mundo, uníos los que aún quedéis. Aunque el verano la ha ido aplastando, la ciudad aún palpita, y Méndez se acuerda entonces del viejo tiempo, malditas las playas, los ombligos con crema antisolar, las niñas con culín, los oficinistas con gafitas. A él, a Méndez, le obligaron a ir de servicio a las playas; él, Méndez, no quería. Él es una rata de ciudad y lo seguirá siendo hasta que muera en olor de santidad en una vieja habitación de la que fue casa de mujeres de La Emilia. Méndez tiende la mano al recién salido, comprueba de un vistazo que aún sigue fuerte, que conserva, aunque dormida, su antigua flexibilidad de tigre.
—Estás en forma, Richard.

Crónica sentimental en rojo
1. LA SALIDA
Francisco González Ledesma

La que acabaría siendo la última película dirigida por Rovira Beleta fue, en realidad, una adaptación producida por TVE de la novela homónima de Francisco González Ledesma que apenas un par de años antes había obtenido el codiciado premio Planeta. No era la primera vez, sin embargo, que algo semejante acontecía en la carrera del realizador catalán, quien en 1962 ya se encargó de llevar a la pantalla Los atracadores, según la obra de Tomás Salvador que también fue laureada con el mismo galardón.

Llorenç Santamaria (Richard) y Assumpta Serna (Blanca)

A sus setenta y cuatro años, lo cierto es que el veterano director llevaba una década sin estrenar en salas comerciales, tiempo transcurrido desde que la producción histórica La espada negra hubiese visto la luz en 1976. Durante dicho período la actividad de Rovira Beleta se vio limitada exclusivamente a tres episodios de la televisiva Curro Jiménez y a la serie de reportajes Escrito en América. De manera que, a la vista de tan pobre bagaje, puede decirse, con razón, que Crónica sentimental en rojo supuso un verdadero regalo para un cineasta que lograba poner así el broche a su dilatada carrera con una película íntegramente rodada en su ciudad.

Autocita: Un tablao de la Plaza Real se llama como la exitosa película
de Rovira Beleta que le valió su primera nominación al Óscar

Porque es en Barcelona donde transcurre la acción de este singular policíaco: una Barcelona anterior a los Juegos Olímpicos y en la que pasar del Raval a Pedralbes es sólo cuestión de hacia dónde soplan las azarosas pesquisas del comisario Méndez. El mítico personaje surgido de la imaginación de González Ledesma, protagonista de varias de sus novelas y recientemente resucitado por la hija del escritor en una audaz precuela, fue interpretado, en esta ocasión, por el siempre solvente José Luis López Vázquez, probablemente la opción ideal para meterse en la piel de ese tipo entre cutre y sentimental, sempiternamente vestido de negro y cuyo reino se extiende entre el Paralelo y las Ramblas.

Méndez: caspa y lirismo

En términos generales, Crónica sentimental en rojo es bastante fiel al libro en el que se inspira (lo cual, dicho sea de paso, no suele ser precisamente una virtud). Se simplifica la trama, de la que quedan fuera muchos tipos y personajes secundarios (la frágil Marta Estradé, el doctor Domingo Albert, el Amores, el Florindo Chico...) y se cambia algún escenario por otro (en la novela, por ejemplo, Méndez es tiroteado en la Avenida del Tibidabo, mientras que en la película se encuentra en la Barceloneta cuando recibe los disparos). O los atentados que sufre el periodista Bey (José María Blanco), que en la obra son dos y en la peli sólo uno. En otras ocasiones, lo que se altera ligeramente es el nombre de algunos personajes, como el pintor Wenceslao Cortadas, que en el filme pasará a apellidarse Cánovas.

La difunta Nuria Bassegoda pintada por Wenceslao Cánovas

Y en cuanto al resto del reparto, si Assumpta Serna es una Blanca Bassegoda más o menos convincente, no puede decirse lo mismo de Llorenç Santamaria: es verdad que la tosquedad del actor le va divinamente a su personaje, pero la lástima es que el Richard de la versión cinematográfica carece de la profundidad del de la novela. Y lo mismo ocurre con el detective Dani Ponce (Fabià Matas). En fin, ya sabemos que no se le deben pedir ni peras a un olmo ni florituras a un director en horas bajas. Nos quedamos, eso sí, con el breve cameo que protagoniza el propio González Ledesma en la redacción de La Vanguardia: de hecho, en la vida real ejerció durante muchos años el periodismo para ése y otros diarios, por lo que Rovira Beleta no dudó en inmortalizarlo haciendo de reportero.

Un apremiante González Ledesma le mete prisa a Carlos Bey

viernes, 25 de agosto de 2017

El Dorado (1967)




Director: Howard Hawks
EE.UU., 1967, 126 minutos

El Dorado (1967) de Howard Hawks


Si El gran combate (1964) de John Ford ya había sido el último gran wéstern, ¿qué sería entonces, tres años después, El Dorado de Howard Hawks? Pues probablemente una broma de su director, la autoparodia de Rio Bravo o, en definitiva, un producto ya más cercano a cualquier episodio de la serie televisiva Bonanza que no a las gloriosas producciones del más mítico de los géneros jamás alumbrado en Hollywood.

En el momento de su estreno, se la acusó de pasada de moda y no era para menos. Sin embargo, costó cuatro millones y medio de dólares y recaudó seis. Luego no puede decirse que el público la ignorase precisamente. En cualquier caso, sus protagonistas son hombres que padecen los achaques de la edad, ya sea porque necesitan muletas para caminar o debido a una inoportuna parálisis derivada de un balazo en la cadera. Y los jóvenes no parecen asegurar el relevo generacional: Mississippi (el personaje interpretado por James Caan) puede que sea muy bueno con el cuchillo, pero es un pésimo tirador.

Mississippi (James Caan)


Es en esos pequeños detalles donde se aprecia el sentido del humor de un Hawks cuya cabezonería le lleva a seguir haciendo películas aun a sabiendas de que su mundo está condenado a la desaparición. Otro ejemplo: Cole Thornton (Wayne) golpea en la mollera al alcoholizado sheriff J.P. Harrah (Mitchum) con una cacerola. Resultado: el agredido ladea la cabeza, bizquea exageradamente y cae sobre su lecho como un pelele. Sin duda, parece un gag salido de los cartoon de Tom y Jerry o el Pato Lucas. Pero Hawks se divertía, ya que, a fin de cuentas, él era también el productor de la película. 

Aparte de los arriba mencionados, en El Dorado tuvo ocasión de contar con actores que la televisión haría célebres. Es el caso de Edward Asner (Jason), el mismo que, ya en la década siguiente, participó con notable éxito en la serie sobre periodistas Lou Grant. O el veterano Arthur Hunnicutt (Bull), cuyo estrafalario personaje es heredero del que interpretara Walter Brennan en Rio Bravo: siempre acompañado de una corneta, es capaz, a su vez, de arrancar cualquier melodía de las campanas de la iglesia disparando sobre ellas a tiro limpio.

De izquierda a derecha: Hunnicutt, Holt, Wayne, Fix y Mitchum

jueves, 24 de agosto de 2017

La viuda del capitán Estrada (1991)




Director: José Luis Cuerda
España, 1991, 98 minutos



LUISA: ¿Me estás interrogando?
JAVIER: Puede que yo te interrogue.... Los demás te acusan.


Dadas las semejanzas entre Amantes de Vicente Aranda y la película que ahora nos ocupa, se podría llegar a pensar que La viuda del capitán Estrada hubiese sido concebida con la intención de emular el éxito obtenido por la primera. Ambas se estrenaron con pocos meses de diferencia (Amantes en abril y La viuda... en septiembre) y las dos planteaban una historia de amour fou con trágicas consecuencias en la España de la posguerra.

Sin embargo, el filme de José Luis Cuerda dista bastante de haber conseguido retratar una pasión tan sumamente arrebatadora como la de los personajes de Aranda. En ese sentido, se le puede perdonar su acartonamiento (de hecho, la mayor parte del cine español de los noventa lo es). Incluso que la actuación de Sergi Mateu (Javier Zaldívar) y la italiana Anna Galiena (Luisa) quede por debajo de las expectativas. No es ése el problema, no. El motivo por el que La viuda del capitán Estrada no acaba de funcionar como película tendría que ver, por ejemplo, con el hecho de que hay demasiados cabos sueltos en el guion: ¿quién fue realmente el difunto Estrada? ¿Por qué se casó Luisa con él? ¿Qué tipo de amistad le unía con Zaldívar? ¿Murió a consecuencia de su paraplejia? Y más aún: ¿por qué la viuda se siente atraída por hombres tan distintos como el prófugo Juan (Chema Mazo), el maduro y empobrecido Marcos Mondéjar (Germán Cobos), el apocado Tomás (Gabino Diego) o el propio Javier, un militar de éxito?



Y no es que no se dé respuesta a dichas preguntas, sino que más bien no se profundiza lo suficiente en ellas. Da la sensación de que Cuerda y Eduardo Ducay, al adaptar la novela Una historia madrileña de Pedro García Montalvo, se vieron obligados a prescindir de muchos de esos detalles, que podrían ser clave para la comprensión de cada personaje (como los orígenes humildes de Luisa). Algo que no debería ser forzosamente un problema, siempre y cuando se acierte a elegir lo que de verdad enriquece la trama desde el punto de vista cinematográfico. Con todo, hay que reconocer que algunos diálogos nos ayudan a reconstruir ese tipo de lagunas:

DON IGNACIO: Hija mía, desde que acabó la Cruzada, esos barrios de Madrid son un nido de resentidos, de vagos, de viciosos, que ponen en peligro tu cuerpo y tu alma. 
LUISA: Usted no ha pisado en su vida uno de esos barrios. 
DON IGNACIO: Ni tú debías hacerlo. Gracias a Dios, ya no perteneces a esa clase. 
LUISA: Llevo sólo siete años en la otra. A lo mejor no me he acostumbrado...
DON IGNACIO: Mira, muchacha. Saca de tu cabeza esas ideas políticas y sociales espiritualmente desiertas, y deja la justicia para Dios y los tribunales. Detrás de cada rico hay un diablo, ya lo sé. Pero detrás de cada pobre hay dos. 
LUISA: ¿Y detrás de cada cura? 
DON IGNACIO: ¡Eres una insolente, Luisa! ¡Ahora mismo te vienes conmigo a confesar si no quieres que te pegue dos guantazos!

Pero, en confianza: lo que de verdad hace insufrible a La viuda del capitán Estrada es el hecho de que se seleccionase el Concertino de Bacarisse como tema central de la banda sonora. Una música hermosísima, cierto (y que muchos directores se emperran en utilizar, como Gerardo Vera en su versión de La Celestina), pero cuyo trillado, aunque emotivo, lirismo siempre se ajusta mejor a un publirreportaje de chorizos El Pozo que no a un relato de amor y de muerte.


miércoles, 23 de agosto de 2017

Vivir en Sevilla (1978)




Director: Gonzalo García Pelayo
España, 1978, 109 minutos

Vivir en Sevilla (1978)de García Pelayo


Si Madrid tuvo su célebre Movida, Sevilla tuvo el Rollo. Hoy muchos no se acordarán (otros ni siquiera lo habrán llegado a saber nunca), pero la capital andaluza fue el caldo de cultivo de un fecundo movimiento contracultural y artístico desde mediados de los setenta que precedió y, sobre todo, aventajó con mucho a posteriores tendencias que, amparándose en la visibilidad conferida por tener lugar en la sacrosanta corte del reino, a menudo gozaron de una excesiva sobrevaloración.

Y, sin embargo, lo importante se coció a orillas del Guadalquivir. De lo que supuso aquel momento de efervescencia dio cumplida cuenta el largometraje Vivir en Sevilla, dirigido por el también productor musical y pánico de los casinos de medio mundo Gonzalo García Pelayo. Concebida como obra abierta (o work in progress, que dirían en Chiclana), la película alterna una tenue trama de ficción con apariciones de personalidades destacadas de la escena underground sevillana, siendo la más memorable la que protagoniza el músico Silvio Fernández Melgarejo.

Miguel Ángel Iglesias recitando directamente del guion

En realidad, el collage pergeñado por García Pelayo (con su caleidoscópica mezcla de textos, pintura, voz en off, canciones y hasta un zapateado de Farruco en su tablao flamenco) no dista demasiado de otras propuestas fílmicas concebidas en los primeros años de la Transición a lo largo y ancho de la geografía española. Títulos como Ocaña, retrat intermitent (1978) de Ventura Pons o Manderley (1981) de Jesús Garay comparten con Vivir en Sevilla una misma frescura: la de la juventud entusiasta que daba rienda suelta a su creatividad tras el ocaso de la represión franquista.

Circunstancia esta última que convertía a este tipo de cine (en el que muy bien podría encuadrarse, asimismo, el primer Almodóvar) en testimonio involuntario de una época irrepetible. La liberación sexual, el coqueteo con las drogas, un tanto de denuncia social (a través de la historia de Quique, un muchacho injustamente asesinado por la policía) e incluso reivindicaciones políticas a raíz de la ocupación de la Giralda por parte de los trabajadores de los astilleros: todo ello y mucho más tenía cabida en Vivir en Sevilla, cuyo espíritu alternativo y libertario lo convierte en un filme enormemente moderno. De hecho, ya quisieran algunos de esos millennials que presumen de saberlo todo, pero que no han inventado nada, tener ni aunque fuese un tercio de la profundidad demostrada por su director en una cinta que debiera figurar, por méritos propios, entre lo más granado del cine español.

Ana Bernal durante la entrevista a que es sometida en el Prólogo

martes, 22 de agosto de 2017

El precio de la gloria (1952)




Título original: What Price Glory
Director: John Ford
EE.UU., 1952, 111 minutos

El precio de la gloria (1952) de John Ford


Menos célebre que otras producciones con el sello inconfundible de John Ford, El precio de la gloria retomaba un filme mudo dirigido por Raoul Walsh en 1926 a partir de la obra teatral homónima de Maxwell Anderson y Laurence Stallings. Por eso en los carteles de la época el título iba precedido por el adjetivo The New... Y tal vez por eso mismo quiso su director desmarcarse deliberadamente del acusado tono antibelicista que caracterizaba las versiones anteriores.

Ambientada en la Primera Guerra Mundial y protagonizada por un batallón de soldados americanos durante su estancia en una pequeña aldea francesa, What Price Glory respondía al perfil de lo que podríamos denominar película-divertimento y que tantas veces practicara Ford a lo largo de su dilatada carrera (La salida de la luna o La taberna del irlandés serían otros títulos representativos de este peculiar subgénero). De modo que de sus algo menos de dos horas de duración, la primera vendría a ser una comedia con cierta tendencia al musical romántico, mientras que la segunda, más seria, derivaba hacia el drama bélico.



La primera de esas dos partes presenta los ingredientes habituales del cine-divertimento fordiano: peleas amistosas a puñetazo limpio entre compañeros (en esta ocasión, disputándose a la candorosa Charmaine), alcohol a raudales y una atmósfera general de camaradería encaminada a transmitir la imagen más amable posible del ejército. Así que cuando la compañía se marche al frente, el contraste entre el júbilo de las horas transcurridas en la calidez de la taberna y el fastidioso barro de las trincheras se hará evidente en cuanto se produzcan las primeras bajas. He ahí el precio de la gloria: sacrificar las vidas de jóvenes rebosantes de entusiasmo en aras de un mundo mejor.

Definitivamente, no era ésta la historia más apropiada para el patriota Ford. ¿Cómo podía un veterano de guerra como él hacer suyo el mensaje antimilitarista del texto original? Con lo que el resultado es una mezcla de demasiadas cosas, a menudo incoherentes, sin llegar a ser propiamente ninguna de ellas. Tampoco James Cagney parecía la mejor elección para el papel de Capitán Flagg: ¿por qué la bella Charmaine (Corinne Calvet) lo iba a preferir a él en lugar de al Sargento Quirt (Dan Dailey)? De haber podido contar con la participación del más apuesto John Wayne, probablemente la rivalidad entre ambos hombres habría ganado bastante en verosimilitud. Algo que, cinco años después, quedó de sobras demostrado en Escrito bajo el sol, donde sí que se advierte esa química especial entre Wayne, Dailey y Maureen O'Hara.


El gran combate (1964)




Título original: Cheyenne Autumn
Director: John Ford
EE.UU., 1964, 154 minutos

El gran combate (1964)


La que sería penúltima entrega de su larga carrera, mostraba a un John Ford que, por una vez en la vida, quiso contar la conquista del Oeste desde el punto de vista de sus pobladores originarios. Y para ello el veterano director se rodeó de un reparto estelar en el que sobresalen nombres míticos como James Stewart o Edward G. Robinson, aunque también secundarios de lujo de la altura de George O'Brien, Dolores del Río, John Carradine o Karl Malden. No está John Wayne, pero sí su hijo Patrick, mientras que la pareja protagonista fue interpretada por Carroll Baker y Richard Widmark.

En su larga y épica travesía de miles de kilómetros, la diezmada nación Cheyenne hará acopio de paciencia una vez quede claro que las promesas del hombre blanco carecen totalmente de valor. No todos los rostro pálido, se sobreentiende: una cosa es que Ford quisiese hacer un alegato más o menos bienintencionado y, otra muy distinta, que su película sea realmente un filme de denuncia. De eso nada: de modo que la cuáquera Deborah (Baker) no sólo será la encargada de alfabetizar a los niños navajos, sino que además se unirá al cortejo de indígenas hambrientos, seguida muy de cerca por el Ejército de Caballería.

Jimmie Stewart da vida a un Wyatt Earp otoñal


Tal y como acontece con otros wésterns rodados en plena década de los sesenta, la decadencia del género se aprecia en seguida en la fastuosidad de una superproducción hollywoodense incapaz de disimular, a pesar de su grandilocuencia, los síntomas de un viejo dinosaurio moribundo. Y no sólo por la sensación de cementerio de elefantes que pueda transmitir su elenco de estrellas venidas a menos: que éste es un filme crepuscular lo notamos en detalles como la nieve artificial de algunas escenas rodadas en estudio, la farragosa banda sonora de Alex North (y que tanto recuerda a la que compusiera cuatro años antes para Espartaco) o los estrepitosos fondos de pantalla utilizados para generar la ilusión de que el Secretario de Interior Schurz (Robinson) se halla realmente en el Monument Valley.

Como también ponen de manifiesto un cierto cansancio esos indios que más tienen de mejicano que de verdaderos pieles rojas (Ricardo Montalbán, Gilbert Roland, la propia del Río...) o Sal Mineo, mudo en su papel de aguerrido guerrero cheyene, según cuentan, para que no le delatase su fuerte acento italoamericano del Bronx. Sí: definitivamente, otra época y otro estilo muy distintos se venían encima en 1964. Lo cual no es óbice para que este último y gran combate tenga su dulce encanto de especie al borde de la extinción.


lunes, 21 de agosto de 2017

Cézanne y yo (2016)




Título original: Cézanne et moi
Directora: Danièle Thompson
Francia, 2016, 117 minutos

Cézanne y yo (2016) de Danièle Thompson


Encasillada, hasta la fecha, en la dirección de sofisticadas comedias, la veterana realizadora Danièle Thompson contraataca en su última película con un drama biográfico en el que se dan cita dos grandes de las artes francesas: el novelista Émile Zola, máximo impulsor del naturalismo, y el pintor postimpresionista (y, para muchos, padre de la pintura moderna) Paul Cézanne.

Mujer perfeccionista y dotada de una particular sensibilidad, la puesta en escena de Thompson denota enseguida su minuciosidad en detalles como el cuidado diseño de vestuario o la impecable fotografía a cargo de Jean-Marie Dreujou, tendente a trasladar a la pantalla la luminosidad que irradia la paleta del paisajista francés al que da vida Guillaume Gallienne.



Ése es, precisamente, el otro punto fuerte de Cézanne et moi: la extraordinaria capacidad del actor para meterse en la piel del artista desde su juventud hasta la decadencia de la vejez. Y siempre con la misma credibilidad (hay que tener presente que Gallienne apenas tiene cuarenta y cinco años). El otro Guillaume (Canet, en este caso), pese a no resultar igual de convincente en su papel de Zola, encarna correctamente al literato aburguesado que logra saborear desde muy pronto las mieles del éxito, frente al amigo de la infancia, empobrecido y aislado, que sólo conocerá el interés por su pintura ya al final de su vida.

Hasta aquí lo más o menos positivo que puede decirse de Cézanne y yo. Ahora bien: al margen de un envoltorio bonito, si vamos al fondo no queda más remedio que ponerle más de un pero a una película que no logra trascender la actitud reverencial ante los prestigiosos creadores que le sirven de inspiración. Se cae, tal vez, en el error de pensar que el mero hecho de retratar a algunas celebridades de aquel período ya es motivo, per se, para que la película suscite el interés del público. Y aunque eso pueda ser así en algunos casos, lo cierto es que el cine debería ser otra cosa. Veamos un ejemplo: durante el transcurso de una cena en casa de los Zola, una de las asistentes, en referencia a un ilustre invitado, le pregunta al oído a su marido: "¿Cómo se titulaba su último libro? ¡Ah, sí: Boule de suif!" Y uno se pregunta, a su vez: ¿es realmente necesario que el espectador sepa que ese personaje en cuestión es el también escritor Guy de Maupassant? Ciertamente no, sobre todo porque ni hace ni dice nada destacable. Aunque el colmo de este tipo de subrayados se produce justo antes de los créditos finales, con el habitual rótulo explicativo en el que se nos aclara qué fue de éste o de aquél. Francamente: ya existe Wikipedia para resolver ese tipo de dudas...