sábado, 31 de julio de 2021

Rififí en la ciudad (1963)




Director: Jesús Franco
España/Francia, 1963, 100 minutos

Rififí en la ciudad (1963) de Jesús Franco


Poco o nada tiene que ver Rififí en la ciudad (1963) con el Rififi (1955) de Jules Dassin, aparte del título y la presencia en el reparto del actor belga Jean Servais. Lo cierto es que, como la larga lista de "Rififís" a que diera pie el icónico film noir, el firmado por Jesús Franco no dejaba de ser un producto oportunista cuyo único objetivo sería aprovecharse del éxito de una obra de culto que, sin duda, creó escuela. Algo perfectamente comprensible (y hasta cierto punto excusable) si se compara con lo que fue práctica habitual en la tradición literaria castellana, donde abundaron las Celestinas, los Lazarillos y hasta un Quijote apócrifo.

De cualquier modo, lo que nadie puede poner en tela de juicio (y se ha repetido hasta la saciedad en numerosas ocasiones) es la inventiva de Jesús Franco a la hora de levantar una película con los mínimos recursos a su alcance. En el caso que nos ocupa basta la cara de pocos amigos del corrupto Leprince (Servais), la pericia del sargento detective Miguel Mora (Fernando Fernán Gómez) y unos cuantos exteriores filmados en Marbella para simular que la acción transcurre en una imaginaria república bananera de Centroamérica.



A decir verdad, muchos de esos recursos son perfectamente aplicables al resto de una filmografía proverbialmente célebre por lo ingenioso de las soluciones adoptadas con el fin de resolver una escena o incluso todo un guion si fuese necesario. Circunstancia que aquí no alcanza todavía la cutrez de producciones posteriores, si bien se intuyen ya ciertos síntomas (por ejemplo, la inclusión de varios números musicales, todos ellos de relleno) que anuncian lo que será la posterior evolución de su director.

Aunque lo más interesante de Rififí en la ciudad sea tal vez el tema de la corrupción política y el ascenso al poder de un líder populista, surgido del tráfico de estupefacientes, que, haciendo honor a su apellido, se erige en "príncipe" absoluto al que ni siquiera el empeño del terco sargento Mora parece detener en su avance imparable hacia el senado de la nación.



viernes, 30 de julio de 2021

La muerte silba un blues (1964)




Director: Jesús Franco
España/Francia, 1964, 85 minutos

La muerte silba un blues (1964) de Jesús Franco


Una película que empieza y acaba en un puente, repleta de elementos tan característicos en el cine de Jesús Franco como la música jazz (de hecho, el director se reserva un cameo como saxofonista de la banda de un local), unas gotas de intriga policíaca, selectos traficantes de armas y bellas femmes fatale dispuestas a conspirar contra quien haga falta. En cuanto a su reparto, La muerte silba un blues (1964) contó con la presencia, entre otros, del mallorquín Fortunio Bonanova (1895–1969), quien, tras una fructífera carrera como secundario en Hollywood (célebre es su intervención como profesor de canto en Citizen Kane), cerraba su filmografía precisamente con este trabajo, en el que interpreta al comisario Fenton.

A efectos prácticos, el complejo entramado con el que se adorna la historia podría calificarse de aparente ajuste de cuentas, que tiene lugar diez años después de que dos contrabandistas fueran traicionados por su socio. En realidad, es la mismísima Interpol la que anda tras los pasos de Paul Radeck (el francés Georges Rollin, para quien ésta también fue su última película), motivo por el que uno de los agentes más eficaces de dicha organización (Conrado San Martín) se desplaza hasta los dominios del malhechor con el firme propósito de detenerlo.



Alumno aventajado de Orson Welles, el tal Franco sabe cómo sacarle el máximo partido a los escasos recursos de los que dispone, a pesar de las muchas limitaciones impuestas por lo exiguo del presupuesto. Y así, poco importa que los exteriores se rodasen en Alicante o en Marbella (hay discrepancias sobre este particular según las fuentes que se consulten), ya que el bueno de Jess se las ingenia, mediante un uso muy perspicaz del montaje y primerísimos planos, para que parezca que la acción transcurre en Nueva Orleans o incluso en Jamaica.

Sobria fotografía en blanco y negro de Juan Mariné, enérgica banda sonora compuesta por Antón García Abril... Son varios los alicientes de una cinta que, aunque sólo sea por lo evocador de su título, merece la pena revisar para cerciorarse, una vez más, del enorme talento de su director: el mismo que, en pocos años, iniciaría su particular viaje sin retorno hacia las cutreces del cine de terror, cuando no a ínfimas producciones eróticas.



jueves, 29 de julio de 2021

La mentira tiene cabellos rojos (1962)




Director: Antonio Isasi-Isasmendi
España, 1962, 96 minutos

La mentira tiene cabellos rojos (1962) de Antonio Isasi


Película bobalicona donde las haya, La mentira tiene cabellos rojos (1962) iba dirigida a un público que hoy ya no existe, de ahí que cueste tanto ubicarla en una categoría medianamente comprensible para cualquier espectador del siglo XXI. Pretende ser una comedia aun careciendo de toda gracia. Aspira a emular un cierto cine de Hitchcock pese a que el suspense brilla por su ausencia. En definitiva, la falta total de verosimilitud de cuanto en ella se explica acaba por traducirse en una amalgama de situaciones a cuál más incoherente.

Sus protagonistas, Enrique Solano (Arturo Fernández) e Isabel Mendoza (Analía Gadé), contraen matrimonio tras haber participado en un certamen de magia del que salen vencedores con un espectacular número de escapismo. Preludio, sin duda, de lo que va a ocurrir durante la noche de bodas, cuando ella se esfuma sin dejar rastro. Ante el temor de que su esposa se haya fugado con otro hombre, Enrique comienza entonces un arduo recorrido por distintas ciudades castellanas (Segovia, Ávila, Toledo, San Lorenzo del Escorial...) con el objetivo de reunir alguna pista que le permita dar con la desaparecida.



Hasta aquí todo más o menos normal ("normal" en términos cinematográficos, se entiende). El problema es que, a fin de cuentas, ni el embrollo queda aclarado satisfactoriamente ni la trama posee mayor sentido más allá que servir de simple pretexto para situar la acción en majestuosos enclaves monumentales de nuestra geografía.

Dirigida y producida por Antonio Isasi-Isasmendi, la cinta fue presentada en la edición de 1960 del Festival de Cine de San Sebastián, si bien no llegaría a las pantallas de todo el país hasta dos años más tarde, tal vez a consecuencia de la fría acogida que le dispensó la crítica. Véanse, si no, las palabras con las que el cronista del ABC se refería al filme en la edición matutina del 19 de julio: "Hay en el desafortunado empeño un cúmulo de reminiscencias —de películas tan recientes como Vértigo, pongamos por caso, y de quién sabe cuántas más— que muestran palmariamente la mala digestión de todo ello. Y es triste, triste para nosotros, no hallar nada elogiable".



miércoles, 28 de julio de 2021

Relato policíaco (1954)




Director: Antonio Isasi-Isasmendi
España, 1954, 80 minutos

Relato policíaco (1954) de Antonio Isasi


Debut en la realización de largometrajes de un Antonio Isasi (1927–2017) que, si bien ya había dirigido algún que otro corto, además de sus numerosos trabajos como montador para otros cineastas, se ponía por vez primera al frente de un equipo de rodaje. Y lo hacía, como no podía ser menos, con una cinta policíaca, de las que tanto se estilaban por aquel entonces, cuyo título resulta ya de por sí lo suficientemente explícito: Relato policíaco (1954).

Lo cierto es que no se trata de una, sino que en realidad son dos las historias narradas por el inspector Nogués (Conrado San Martín), a modo de última lección, ante un auditorio compuesto por una nueva promoción de agentes surgidos de la Escuela General de Policía. Huelga decir que el sonsonete que destila todo este preámbulo es abiertamente propagandístico, con la mira puesta a ensalzar la labor de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.



El primero de los casos expuestos gira en torno a la muerte en extrañas circunstancias de un ciudadano francés, así como de un oscuro asunto de contrabando de coches para eludir el pago al fisco de los correspondientes derechos de importación. El otro, a propósito de unos falsificadores de billetes de dólar, arranca en la estación de tren de Taradell-Montrodon para después continuar en París, las nieves de la Vall de Núria y, por último, en lo alto de la Torre Jaume I del teleférico del Puerto de Barcelona.

El denominador común en ambos episodios es el temple demostrado por los agentes de la justicia a la hora de saber cuándo conviene utilizar o no el arma. De ahí la advertencia final de Nogués a esos siete primeros números que se incorporan a la Brigada de Servicios Especiales: "Son la propia conciencia y las diversas circunstancias las que mandan. Y estas pistolas que hoy se os entregan han de ser en vuestras manos, ¡tenedlo bien presente!, un medio, nunca un fin".



martes, 27 de julio de 2021

El embrujo de Shanghái (2002)




Director: Fernando Trueba
España/Francia/Reino Unido, 2002, 119 minutos

El embrujo de Shanghái (2002) de Fernando Trueba


Un atardecer inhóspito que pasé por la calle de las Camelias cuando los Chacón ya se habían ido, seguramente atosigados por el frío y la neblina que invadía la calle y desdibujaba el jardín y la torre, me pareció ver una mancha rosada girando como una peonza detrás de la vidriera, junto a la cama, y era la niña tísica que bailaba abrazada a su almohada. Fue sólo un momento, enseguida se dejó caer de espaldas sobre el lecho, luego se incorporó y vi con claridad su mano limpiando el vaho del cristal y seguidamente su cara pegada a él, pálida y remota, mirándome como si flotara en el interior de una burbuja. Pero creo que no me vio, porque agité mi mano y no respondió al saludo, y la cálida atmósfera de la galería no tardó en empañar nuevamente el cristal hasta emborronar su rostro.

Juan Marsé
El embrujo de Shanghái

Nunca llegaremos a saber cómo habría sido la adaptación de El embrujo de Shanghái que Víctor Erice no pudo rodar por desavenencias irreconciliables con el productor Andrés Vicente Gómez. Lo que sí está claro es que sobre la película de Fernando Trueba, que es quien finalmente afrontó el desafío de sacar adelante el proyecto, ha pesado siempre el estigma de ser un producto convencional muy por debajo de lo que se conjetura que su predecesor habría sido capaz de lograr. Apreciación tan absurda como injusta, pero que sin duda tuvo un peso decisivo en la indiferencia con la que el resultado final fue acogido en el momento de su estreno.

Al margen de hasta qué punto pueda traicionarnos el subconsciente al compararla con un fantasma, lo cierto es que esta superproducción contó con un reparto excepcional en el que la sola presencia de Fernán Gómez encarnando al quijotesco capitán Blay bastaría por sí sola para salvar una cinta en la que también brillaron con luz propia Rosa Maria Sardà (doña Conxa, la Betibú), Eduard Fernández (Forcat), Ariadna Gil (Anita), Antonio Resines (Kim) y Jorge Sanz (el Denis). Por no hablar de los niños Fernando Tielve (Dani), Aida Folch (Susana) y Juanjo Ballesta (Finito Chacón), todos ellos excelentes en sus respectivos papeles de chicos de la posguerra.



La afición de Marsé por las aventis adquiere aquí una magnitud casi legendaria, verdadera dimensión paralela en la que los jóvenes protagonistas se refugian, acuciados por el anhelo de creer en algo más que no sea la sordidez del ambiente que los rodea. En ese sentido, tanto Daniel como la tísica Susanita se recrean ante los relatos del fantasioso Forcat con la misma fruición con la que devoran novelas de quiosco o un buen programa doble en cualquier cine de barrio. De ahí que Trueba optara, con muy buen criterio, por filmar en blanco y negro toda la ensoñación oriental de la que el Kim es héroe indiscutible. Secuencias, por cierto, planificadas con esmero y en las que el espíritu de von Sternberg se intuye a la vuelta de cada esquina.

Hasta que irrumpe en escena el hosco Denis dando al traste con el frágil paraíso de vidrio que los muchachos han ido erigiendo en la galería al calor de las historias de Nandu Forcat. Un baño de realidad contra el que de poco sirven los dibujos de Dani o los kimonos de seda: las informaciones que este individuo trae desde Toulouse hablan de traiciones entre antiguos camaradas, de promesas rotas... En definitiva, de la muerte de los ideales. Razón de más para seguir evadiéndose, en lo sucesivo y a falta de ilusiones, en la oscuridad de un patio de butacas.



lunes, 26 de julio de 2021

El embrujo de Shanghái (1941)




Título original: The Shanghai Gesture
Director: Josef von Sternberg
EE.UU., 1941, 95 minutos

El embrujo de Shanghái (1941) de Josef von Sternberg


En cuanto entré, entendí que era diferente. Otros lugares parecen guarderías en comparación. Desprende un olor maligno. No creí que pudiera existir más que en la imaginación. Como una reminiscencia de pesadillas olvidadas. Aquí, todo puede ocurrir. En cualquier momento...

Las palabras con las que Poppy (Gene Tierney) describe el ambiente que se respira en el célebre casino de 'Madre' Gin Sling (Ona Munson) definen a la perfección el concurrido local, así como la propia ciudad asiática en la que transcurre la acción. Esa "moderna torre de Babel", según se había advertido previamente en los títulos de crédito iniciales, "refugio de los que desean vivir al margen de la ley, que ni es china ni europea ni británica ni americana, sino espejo deformado de los problemas que asedian al mundo de hoy en día".

Parece mentira cuántos sueños pueden llegar a condensarse en apenas noventa minutos y unas calles recreadas en estudio: The Shanghai Gesture (1941) pertenece a la misma estirpe que Casablanca (1942), Algiers (1938) o Morocco (1930), cintas, todas ellas, de título evocadoramente orientalizante, promesa de aventuras y exotismo con los que evadirse de la realidad. Circunstancia que en la España autárquica de la posguerra resultaba aún más cautivadora, si cabe, como lo demuestra el hecho de que Marsé titulase precisamente una de sus mejores novelas (luego adaptada por Fernando Trueba) El embrujo de Shanghái.



En el hervidero de ese crisol de culturas que es el casino de 'Madre' Gin Sling se dan cita pasiones de todo tipo, desde las especulaciones inmobiliarias de Sir Guy Charteris (Walter Huston) hasta las más insospechadas intrigas familiares. Y un dinámico Marcel Dalio ejerciendo de crupier un año antes de que la ruleta del Rick's café, en la ya mencionada Casablanca, lo inmortalizara definitivamente en ese rol. También Victor Mature, ataviado con un fez y tan inexpresivo como de costumbre, encarna al doctor Omar, mezcla de poeta arrogante y distinguido seductor que no dudará en afirmar, tratando de impresionar a la bella Phyllis Brooks, aquello tan manido de que "todos los caminos conducen a Shanghái".

Hasta treinta y dos versiones distintas hubo que llevar a cabo de un guion que finalmente convenciera a los responsables de la Asociación de Productores Cinematográficos y su estricto Código Hays. De hecho, la pieza teatral en la que se inspira la película se había estrenado en Broadway a principios de 1926. Pero como la trama estaba ambientada en un burdel, el proyecto se fue demorando a lo largo de quince interminables años durante los que ni siquiera el interés de Cecil B. DeMille logró que el proyecto fructificase. Finalmente, hubo de ser el intrépido vienés Josef von Sternberg (1894–1969) quien se encargó de dirigir un filme que, a la postre, sería de los últimos que pudo supervisar íntegramente antes de que su estrella se apagase y los ejecutivos hollywoodenses lo acabaran despidiendo de varios rodajes.



domingo, 25 de julio de 2021

El cebo (1958)




Título original: Es geschah am hellichten Tag
Director: Ladislao Vajda
Suiza/Alemania/España, 1958, 100 minutos

El cebo (1958) de Ladislao Vajda


"Sucedió a plena luz del día", título original en alemán de El cebo (1958), resulta una manera algo más explícita de llamar a una película cuyo argumento gira en torno al asesinato de una niña. El autor del cual, además, queda inmortalizado por la víctima en un dibujo que constituye el único indicio para dar con el culpable. De ahí que el comisario Matthäi (Heinz Rühmann) idee un sofisticado plan consistente en alquilar una modesta gasolinera en el trayecto donde éste y otros crímenes similares se han perpetrado. Y así, y valiéndose como señuelo de la presencia de la hija de su sirvienta (María Rosa Salgado), tomará nota de todos los automóviles que se paran a repostar, con la esperanza de que alguno de ellos corresponda al del homicida.

Basada en la novela Das Versprechen ("La promesa"), del escritor y pintor suizo Friedrich Dürrenmatt (1921–1990), El cebo posee ese raro encanto naíf de filmes que, como La noche del cazador (Charles Laughton, 1955), se atreven a mezclar el candor infantil con terribles fechorías. Circunstancia de la que el húngaro Ladislao Vajda supo extraer todo el jugo, quizá porque previamente había dirigido las no menos notables Marcelino, pan y vino (1955), Mi tío Jacinto (1956)Un ángel pasó por Brooklyn (1957), cintas que, al igual que la que nos ocupa, también sacaban partido de narrar los hechos desde una óptica infantil, si bien, en todas ellas, al servicio de la estrella Pablito Calvo.



En la ardua tarea de reconstruir la personalidad del criminal, Matthäi recurre a los servicios de un amigo psiquiatra cuyo certero análisis desentraña, punto por punto, el carácter de un hombre sin hijos que, fruto de su complejo de inferioridad respecto a la esposa, desarrolla una fuerte aversión hacia el sexo femenino, concretada en ataques violentos contra niñas de corta edad de las que previamente se gana la confianza. En ese sentido, al revelarnos la identidad del infractor mucho antes, incluso, de que ésta sea descubierta por el comisario, la película huye del típico efectismo para centrarse en los pormenores de la investigación.

Ni que decir tiene que la censura franquista suavizó en el doblaje castellano los detalles más escabrosos de la trama, llegando incluso a suprimirse varias escenas de la versión que se exhibió en España (en total, unos diez minutos de metraje respecto a los cien de las copias suizas). En cualquier caso, ese contraste entre el proverbial bienestar de los cantones helvéticos y la ferocidad que se oculta bajo el sosiego de sus boscajes sigue siendo uno de los atractivos principales del filme, como lo demuestran las múltiples adaptaciones (cinematográficas y televisivas) de que ha sido objeto el texto de Dürrenmatt, entre las que cabe destacar la hollywoodense El juramento (The Pledge, 2001), protagonizada por Jack Nicholson bajo la dirección de Sean Penn.



sábado, 24 de julio de 2021

Cielo negro (1951)




Director: Manuel Mur Oti
España, 1951, 94 minutos

Cielo negro (1951) de Manuel Mur Oti


"Las alegrías matan menos que los disgustos, pero es porque son más escasas..." Sabia observación en boca de un médico que resume, además, la trayectoria de la protagonista de Cielo negro (1951). Porque a la cándida Emilia (Susana Canales) casi le da un soponcio el día que su compañero de trabajo Ricardo (Luis Prendes) la invita a ir a una verbena. Jamás antes tuvo esa suerte y la imaginación de la muchacha se desborda fantaseando con la posibilidad de convertirse en su novia. Pero como la pobre es humilde y poco agraciada comete la imprudencia de tomar prestado un vestido de la casa de modas donde trabaja, lo cual va a ser el desencadenante de no pocas adversidades.

Antes de eso, los títulos de crédito habían arrancado con el viaducto de la calle Segovia al fondo: indicio más que significativo, dada la leyenda negra que arrastra el lugar como punto predilecto de los suicidas madrileños, que anuncia, ya desde un buen principio, la relevancia que dicho enclave tendrá en el desenlace. De hecho, la historia se desarrolla según los parámetros habituales de cualquier cuento, de modo que Emilia vendría a ser una especie de Cenicienta moderna, mientras que la Madame del taller de costura o la pérfida Lola ejercen de bruja malísima.



El toque magistral de Manuel Mur Oti construye un sólido melodrama a partir de la novela corta Miopita de Antonio Zozaya (1859-1943), motivo que tal vez explique el exacerbado tono decimonónico de la cinta. En todo caso, y al margen de la exaltación católica con la que concluye la trama, lo cierto es que Cielo negro constituye uno de los títulos esenciales de la filmografía de su director, aparte de contener memorables personajes secundarios como Fermina (Julia Caba Alba), esa criada achulapada y agorera que invoca continuamente "lo fatal" y, sobre todo, el poetastro López Veiga (Fernando Rey), bohemio y sablista que, a cambio de un café con leche y dos ensaimadas, se presta con su pluma a participar en una cruel intriga de la que más tarde se acabará arrepintiendo.

Llegados a la última secuencia, los nubarrones que se ciernen sobre la existencia de la infeliz Emilia, metafóricos y literales, dan pie a un célebre trávelin de varios minutos de duración en el que la protagonista deambula por las calles bajo una lluvia torrencial que no es sino el punto álgido de tantas penalidades como les ha tocado padecer a ella y a su amantísima madre (Inés Pérez Indarte). De ahí que muchas veces se haya querido ver esta película como ejemplo de un neorrealismo incipiente cuyo rasgo más definitorio sería la crueldad ambiental cebándose contra un ser indefenso e inocente.



viernes, 23 de julio de 2021

¿Crimen imposible? (1954)




Director: César Fernández Ardavín y Ruiz
España, 1954, 98 minutos

¿Crimen imposible? (1954) de César Ardavín


Una música a lo Rajmáninov (en realidad es del británico Charles Williams) ilustra los títulos de crédito iniciales de ¿Crimen imposible? (1954), sobrio ejercicio de intriga policíaca, escrito y dirigido por César Ardavín, que partía de una premisa muy similar a la de la novela Le Mystère de la chambre jaune (1907) del francés Gaston Leroux: el exitoso escritor Eugenio Certal (Gérard Tichy) aparece muerto en el interior de su vivienda a consecuencia de un disparo por la espalda. Circunstancia del todo inexplicable, ya que la puerta se hallaba cerrada por dentro, el arma homicida aparece muy lejos del cuerpo de la víctima y un único casquillo de bala se encuentra en el rellano.

Hasta el lugar de los hechos se desplaza el inspector Basante (José Suárez), célebre por poner en práctica unos métodos un tanto sui géneris que no merecen la aprobación de sus superiores. Pero, aun así, éste se hará cargo del caso con el firme propósito de descubrir al asesino, lo cual le lleva a iniciar una serie de interrogatorios que, a nivel narrativo, se traducen en los consabidos flashback que ayudan a reconstruir las horas previas al crimen.



Llama la atención, asimismo, la particular sangre fría de la que hacen gala los dos agentes que velan el cadáver del novelista mientras no llega el juez al apartamento, uno echándose una siesta en el sofá y el otro, más glotón, asaltando la nevera del finado y dando buena cuenta de los víveres que allí encuentra. Nota humorística, tirando a corrosiva, que alcanza su punto álgido cuando se presenta de improviso la empleada doméstica (Irene Caba Alba) y el agente le comenta, con la boca llena y untando paté en el pan: "Prepare el serrín: la sangre mancha de una manera especial, ¿sabe? Se lo digo por experiencia. Sé mucho de estas cosas".

Al margen de las convenciones habituales del género, lo más destacable de la trama es el juego a dos niveles entre ficción y realidad. Hasta el extremo de que las distintas versiones aportadas por los declarantes se acabarán confundiendo con el argumento de las novelas del difunto Certal e incluso con la vida privada del propio inspector Basante. Curioso rompecabezas, muy en la línea de los cuentos de Cortázar, en el que lo de menos es dar con el culpable.



jueves, 22 de julio de 2021

Todos eran culpables (1962)




Director: León Klimovsky
España, 1962, 82 minutos

Todos eran culpables (1962) de León Klimovsky


Una pandilla de ociosos hijos de papá dedica la mayor parte de su tiempo a gamberrear, cuando no a seducir a las inocentes muchachas que se cruzan en su camino. Pero, claro, ya se sabe lo que ocurre: como las carga el diablo y tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe, resulta que un buen día, durante el transcurso de un guateque que los susodichos han organizado en casa de uno de ellos, una hermosa joven fallece de aparente muerte súbita. De modo que a los niñatos, temerosos ante la posibilidad de tener que rendir cuentas a la justicia, no se les ocurre otra cosa que deshacerse del cadáver arrojándolo en alta mar...

Fiel a su condición de cineasta todoterreno, el bonaerense León Klimovsky (1906–1996) abordó en Todos eran culpables (1962) una intriga en la que se daban cita ingredientes de muy diversa procedencia. De entrada, un modelo narrativo que remite directamente a los Vitelloni fellinianos. Mezclado con una cierta rebeldía sin causa a lo James Dean que por aquel entonces hacía furor. Por último, la figura del íntegro juez encargado de las pesquisas, don Ernesto (Luis Prendes), le aporta al conjunto, amén de una nota de suspense policíaco, la inevitable moralina a propósito de lo hipócrita que puede llegar a ser nuestra sociedad.



Súmese a lo anterior el marco estival en el que acontecen los hechos, con exteriores rodados en Peñíscola, Vinaroz y Sant Carles de la Ràpita. El resultado no pasa de ser una típica cinta de veraneantes enfrascados en sus tiernos idilios a orillas de la playa o en bailar el twist como descosidos. O incluso, de vez en cuando, en gastarle bromas pesadas al Baberas (interpretado por Juan García Tiendra, el mítico actor que hacía de leproso en Viridiana). Aunque, por supuesto, no todos son igual de díscolos.

Los remordimientos de conciencia que atenazan a Alberto (Ángel Aranda) lo llevarán derechito a la sede del juzgado municipal para declararse único responsable del fatídico accidente. Y pese a que Marisa (María Mahor) intenta impedírselo por todos los medios (que para algo la moza está enamoradísima hasta las trancas del apuesto doncel), lo cierto es que la pesadumbre puede más que las súplicas y Alberto da el paso. Suerte que el juez, que es hombre curtido en mil lides, no se chupa el dedo y lo ve todo clarísimo desde el principio: "El único no. Hay otros. Hay esos ojos que espían detrás de todas las ventanas, ávidos de sorprender el germen de un escándalo. Por eso el disimulo se convierte en regla de vida. Y el engaño, en un medio de defensa contra la crítica. Si algo falla, todos, codo a codo, hacen lo que sea para evitar el escándalo. Y el resultado puede ser una tragedia como ésta". Vamos: que entre todos la mataron y ella sola se murió...



miércoles, 21 de julio de 2021

Cerca de las estrellas (1962)




Director: César Fernández Ardavín
España, 1962, 99 minutos

Cerca de las estrellas (1962) de César Ardavín


Lo primero que llama la atención de Cerca de las estrellas (1962) es su escenografía: una azotea perfectamente reconstruida, con todo lujo de detalles y a escala, en los barceloneses estudios Orphea. Hasta el extremo de que el espectador llega a dudar de si se trata de una vivienda real en vez de un decorado. Probablemente haya un poco de ambas cosas, ya que los exteriores de la película se rodaron en un típico barrio obrero del extrarradio. En todo caso, el mérito de su magnífica dirección de arte cabe adjudicárselo a Juan Alberto Soler (1919–1993), mítico artesano que dejó su impronta en no pocas producciones de la entonces pujante industria cinematográfica catalana.

En segundo lugar, salta enseguida a la vista el origen teatral de un filme que adaptaba la obra homónima de Ricardo López Aranda (1934–1996), galardonada con el Premio Calderón de la Barca en 1960 y deudora, en muchos aspectos, de la célebre Historia de una escalera de Buero Vallejo. Lo cual, lejos de ser un defecto, como muchas veces ocurre en el paso de las tablas a la pantalla, constituye su principal aliciente, dada la espontaneidad de una puesta en escena en la que la cámara se mueve como pez en el agua siguiendo a los personajes a través de aquellos pasillos tan angostos.



Asimismo, buena parte de dicha frescura se debe a la utilización del sonido directo durante el rodaje, algo insólito en una época en la que los diálogos solían rehacerse posteriormente en la sala de doblaje. Aunque, como contrapartida, dicha técnica acarrea alguna que otra pega. Por ejemplo, el extraño acento de George Rigaud, el actor que interpreta al padre, circunstancia que se intenta justificar mencionando en alguna réplica que el hombre estuvo un tiempo en Argentina por motivos laborales.

Por lo demás, Cerca de las estrellas recrea a la perfección ese ambiente veraniego de patio de vecinos y verbenas populares, siempre repleto de ilusiones y algún que otro desengaño. Toda una jornada dominical durante la que la familia Sánchez Gil deberá hacer frente a más de una contrariedad: las dudas existenciales de Juan (Fernando Cebrián), el primer amor de Pablo (Alberto Alonso), la depresión prenatal de Laura (Silvia Morgan)…



martes, 20 de julio de 2021

El andén (1957)




Director: Eduardo Manzanos
España, 1952-1957, 68 minutos

El andén (1957) de Eduardo Manzanos


Los originales títulos de crédito de El andén (1957) nos muestran a los actores del reparto saludando, uno tras otro, desde la ventanilla de un vagón de tren conforme una vibrante voz en off recita sus nombres y la cámara avanza en trávelin lateral. El director de la cinta, Eduardo Manzanos Brochero (1919–1987), la había filmado, sin embargo, cinco años antes, en 1952, justo en los inicios de una carrera como cineasta en la que el futuro conde de Casa Barreto destacó más en las funciones de guionista o productor. 

De los motivos a propósito de la demora en el estreno del que había de ser su segundo largometraje no se sabe gran cosa. Pudiera tratarse de algún contratiempo con la censura, considerando que el personaje de Manuel (José Bódalo) encabeza un amago de revuelta popular que al final queda en nada. Quién sabe. En cualquier caso, el argumento y los diálogos corrieron a cargo del poeta José García Nieto y el minero y sindicalista (además de escritor) Manuel Pilares, ambos habituales del Café Gijón.



Los vecinos de la pequeña localidad de Vallina tienen como centro neurálgico el apeadero de la estación local: un microcosmos regido por el afable don Javier (Jesús Tordesillas), venerable anciano a punto de jubilarse y que personifica, en cierta medida, el alma del pueblo. Lo cual lo convierte en una especie de mediador, capaz de apaciguar con su sabiduría las aguas revueltas del devenir cotidiano. Una filosofía de vida que el buen hombre concreta en las palabras que, a modo de consejo, dedica al arrogante ingeniero interpretado por Fernando Rey: "En Vallina todo se va haciendo despacio, y todo se arregla después, sin violencia, cuando Dios quiere".

Aparte de lo ya expuesto, llama poderosamente la atención el hecho de que los habitantes del lugar experimentan verdadera admiración por el talgo: prodigio de modernidad en la España depauperada de principios de los cincuenta cuyos maquinistas, haciendo caso omiso de las muestras de entusiasmo de los vallinenses, pasan de largo, a toda velocidad, como aquella comitiva yanqui de Bienvenido, Mister Marshall (1953). Elocuente metáfora, en la línea del típico esquema tradición versus progreso, que, aun así, y a pesar de que el tren articulado carezca de parada en la modesta Vallina (mal que le pese a don Javier), no impide que una multitud, encabezada por el alcalde (Juan Calvo), se desplace hasta Madrid para pedir clemencia en favor de su jefe de estación.



lunes, 19 de julio de 2021

Lo que nunca muere (1955)




Director: Julio Salvador
España, 1955, 115 minutos

Lo que nunca muere (1955) de Julio Salvador


1955 fue, sin duda alguna, un año provechoso en la carrera del actor Conrado San Martín (1921–2019), ya que el intérprete, alentado por el gancho que ejercía sobre el público como apuesto galán, se lanzó a la aventura de producir (y protagonizar) sendos largometrajes, ambos dirigidos por el barcelonés Julio Salvador: Sin la sonrisa de Dios, drama social del que ya tuvimos ocasión de hablar en su día, y éste que ahora nos ocupa, Lo que nunca muere.

Planteada como un largo flashback que arranca en los días previos al estallido de nuestra contienda civil hasta llegar, al cabo de los años, a la dialéctica de bloques de la Guerra Fría, la cinta no deja de ser un panfleto anticomunista, aunque con ribetes de drama familiar, basado en un serial radiofónico de Luisa Alberca y Guillermo Sautier Casaseca. José Antonio de la Loma acabó de darle forma al guion y los futuros cineastas Paco Pérez-Dolz y Antonio Isasi-Isasmendi ejercieron, respectivamente, como ayudante de dirección y montador de la película.



Un grupo de malévolos agentes soviéticos pretende atentar contra un pantano que el ejército nacional está construyendo en el protectorado español de Marruecos. Con el agravante de que uno de sus cabecillas, evacuado cuando niño de la zona republicana, es, en realidad, el hermano menor del comandante López Doria (Conrado San Martín). Lo cual da pie a un doloroso enfrentamiento fratricida que se verá, sin embargo, compensado con el idilio entre el militar y la bella Nita (Vira Silenti), ganada para la causa gracias al amor ("lo que nunca muere") que nace entre ellos.

He ahí el argumento principal de un filme que, desgraciadamente, se vería marcado por un hecho luctuoso acontecido durante el rodaje. Y es que la joven actriz Mercedes de la Aldea, quien a la sazón contaba con apenas veintitrés años de edad, falleció víctima de un fatídico accidente que tuvo lugar en el Aeroclub Barcelona-Sabadell. Se da la circunstancia de que su personaje, una enfermera llamada Marcela, también muere en la ficción (es la escena que se recrea en la parte inferior del cartel).

La Vanguardia, viernes 29 de octubre de 1954


domingo, 18 de julio de 2021

El amante bilingüe (1993)




Director: Vicente Aranda
España/Italia, 1993, 105 minutos

El amante bilingüe (1993) de Vicente Aranda


Una tarde lluviosa del mes de noviembre de 1975, al regresar a casa de forma imprevista, encontré a mi mujer en la cama con otro hombre. Recuerdo que al abrir la puerta del dormitorio, lo primero que vi fue a mí mismo abriendo la puerta del dormitorio; todavía hoy, diez años después de lo ocurrido, cuando ya no soy más que una sombra del que fui, cada vez que entro desprevenido en ese dormitorio, el espejo del armario me devuelve puntualmente aquella trémula imagen de la desolación, aquel viejo fantasma que labró mi ruina: un hombre empapado por la lluvia en el umbral de su inmediata destrucción, anonadado por los celos y por la certeza de haberlo perdido todo, incluso la propia estima.

Juan Marsé
El amante bilingüe

Se cumple un año del fallecimiento de Juan Marsé (1933-2020), el escritor al que no le gustaban las adaptaciones cinematográficas de sus novelas. Cosa hasta cierto punto lógica, teniendo en cuenta lo difícil, por no decir imposible, que resulta trasladar a la pantalla la compleja gama de matices de una obra literaria que gira en torno a temas tan escurridizos como la memoria o el encaje de la inmigración andaluza en Cataluña.

Un claro ejemplo de lo anterior sería El amante bilingüe (1993) de Vicente Aranda, insólita coproducción hispanoitaliana, protagonizada por Imanol Arias y Ornella Muti, a propósito del desdoblamiento de personalidad de un charnego que, tras ser abandonado por su esposa y sufrir un grave accidente que le desfigura la cara (en plan Fantasma de la Ópera), se ganará la vida como músico callejero hasta que su otro yo venga en su auxilio.

Faneca (Imanol Arias): la cicatriz de la frente posee la forma de los territorios de habla catalana


Tan intrincado planteamiento responde a factores de tipo personal que ya estaban presentes en el texto, donde Marés (evidente anagrama de Marsé) representaba la versión apocada de Faneca (apellido real del novelista antes de que éste fuera dado en adopción al poco de nacer). De ahí que en la ficción novelesca el perdedor sea fagocitado por un alter ego más brioso, único capaz de volver a seducir a la altanera Norma (Ornella Muti).

Ni que decir tiene que semejante argumento, repleto de cuestiones identitarias, con diálogos que alternan el castellano con algunas intervenciones en catalán, difícilmente podía ser captado en su plenitud fuera del ámbito estrictamente local. Así pues, realidades ajenas al resto de la Península, caso de la normalización lingüística o las deficiencias estructurales del Edificio Walden 7 (diseñado por el arquitecto Ricardo Bofill), deben ser entendidos como dardos contra los gerifaltes de lo que posteriormente se ha dado en denominar el Pujolismo. Claro que también se pueden obviar todos esos detalles y ver la película como la historia de un tipo dispuesto a hacer lo que haga falta con tal de recuperar a su mujer.



sábado, 17 de julio de 2021

El espíritu de la colmena (1973)




Director: Víctor Erice
España, 1973, 98 minutos

El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice


Una enigmática melodía de Luis de Pablo para flauta y piano, sobre el fondo de unos dibujos coloreados por las mismas niñas que protagonizan la película, preside los títulos de crédito iniciales de El espíritu de la colmena (1973). Con un "Érase una vez..." que, unido al "Vamos a contar mentiras" cuyas notas recogerá la banda sonora en algún que otro momento, advierte de la óptica infantil a través de la cual se va a narrar lo acontecido en "un lugar de la meseta castellana hacia 1940".

Poco importa que la guerra civil hubiese terminado apenas un año antes: el mundo de Ana (Torrent) e Isabel (Tellería) está habitado por espíritus que acechan en las sombras y tan real es el monstruo de Frankenstein en la pantalla del cine del pueblo como un prófugo de la justicia refugiado en una casa abandonada. A su edad, los límites que separan la fantasía de la realidad son muy tenues o directamente inexistentes.



Quizá por ello, por esa mirada candorosa que se desprende de los ojos de las dos hermanas, resultan prácticamente innecesarios unos diálogos que, ya de por sí escasos, poco pueden añadir a lo mucho que dicen las imágenes. Porque Víctor Erice, y ahí es donde reside su principal mérito como director, recurre al carácter esencialmente visual del arte cinematográfico para dar a entender lo que pasa por la mente de los personajes. Por ejemplo en la secuencia en la que el padre (Fernando Fernán Gómez) saca durante el desayuno su reloj (el mismo que se hallaba en uno de los bolsillos de la chaqueta que Ana le dio al fugitivo) y, tras mirar con semblante recriminatorio a la niña, queda meridianamente claro que tiene constancia de las visitas de su hija a la guarida del individuo.

No es mucho lo que sabemos de las vidas de los adultos, aparte de que siguen bajo los efectos de la reciente contienda. Él divide su tiempo entre la apicultura y escribir en su gabinete. Ella (Teresa Gimpera) añora a un antiguo amante al que envía cartas que no sabe si llegarán a su destino. Mientras, las niñas comparten juegos y susurros en la intimidad de su habitación. El resto de la casa es como una colmena vacía, bañada por el ámbar de la luz que se filtra a través de unas cristaleras con forma de hexágono.



viernes, 16 de julio de 2021

La voz humana (2020)




Título original: The Human Voice
Director: Pedro Almodóvar
España, 2020, 30 minutos

La voz humana (2020) de Almodóvar


La fascinación de Almodóvar por Cocteau, y en particular hacia La voix humaine (1930), viene de muy antiguo. Ya en La ley del deseo (1987) se incluía un fragmento de este monólogo, interpretado en aquel entonces por una Carmen Maura pletórica. Un año más tarde, la misma obra le serviría también de inspiración para escribir el guion de la aclamada Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). Pero es que a comienzos de 1985, en una entrevista concedida por el cineasta al programa Autorretrato de RTVE, mencionaba el nombre del autor francés (minuto 28) entre sus posibles proyectos de cara al futuro.

Queda claro, por tanto, que estamos ante un artista de ideas fijas y sumamente perseverante en la consecución de sus objetivos. Por eso, una vez acabado el confinamiento impuesto por la pandemia, se lanzó de inmediato al rodaje de este mediometraje de apenas media hora de duración en el que la británica Tilda Swinton, una versión actualizada de la mujer protagonista, menos sumisa y más exuberante que en el texto original, da rienda suelta al frenesí que bulle en su interior tras haber sido abandonada por su pareja.



Tanto la colorista puesta en escena como el hecho de haber filmado en el interior de una gran nave industrial confieren al conjunto una factura cuyo barroquismo oscila entre la asepsia de una ferretería y el flamante diseño de un hogar repleto de cuadros, libros y DVD. Hay también un perro, único testigo de la desesperada súplica telefónica que allí tiene lugar.

"Ejercicio de estilo" o "divertimento", calificativos de los que La voz humana (2020) ha sido merecedora desde que fuese presentada en el Festival de Venecia, lo cierto es que el tratarse de una cinta hablada mayoritariamente en inglés acaba generando una barrera que, en cierto modo, la aleja del habitual universo almodovariano. O dicho de otra forma: parece como si con el idioma se perdiese también parte de la comicidad inherente al estilo de su autor. Algo que lo define, por más melodramáticas que sean las historias que explique, y que seguía presente en Julieta (2016) o Dolor y gloria (2019) pese a que dichos títulos inaugurasen una etapa presuntamente más contenida de su filmografía.



jueves, 15 de julio de 2021

Dolor y gloria (2019)




Director: Pedro Almodóvar
España/Francia, 2019, 113 minutos

Dolor y gloria (2019) de Almodóvar


Se suele decir que Fellini esculpió a su semejanza a Marcello Mastroianni —en Otto e mezzo (1963), por ejemplo, y en tantísimas otras películas— hasta el extremo de convertirlo en su alter ego cinematográfico. Y eso mismo es lo que hace Almodóvar con Antonio Banderas en Dolor y gloria (2019). La forma de vestir, el corte de pelo: todo en Salvador Mallo remite, de un modo u otro, al director manchego (incluso el nombre del personaje, si se reordenan las letras que lo forman, constituye un anagrama evidente de Almodóvar).

Aun así, no todos los elementos del filme son autobiográficos, tal vez porque el cineasta debe de estar harto de que luego le interroguen por la veracidad de lo que cuenta en sus guiones. Por eso le hace decir al protagonista que su madre (Julieta Serrano) se opone a que hable de ella en sus películas. Otras situaciones, en cambio, como el plantón que da a los asistentes al coloquio en la Filmoteca y el gag de responder por teléfono a las preguntas del público, tienen pinta de ser alguna fantasía que en la vida real jamás se atrevió a llevar a cabo.



La nota predominante en Dolor y gloria es un cierto pesimismo, teñido de nostalgia, que planea de principio a fin del relato. Recuerdos de la primera infancia, mezclados con la pesadumbre causada por los achaques de la edad. De lo cual se deriva esa apatía que transmite magistralmente Banderas y que encierra, en segundo plano, una reflexión a propósito de los fantasmas a los que debe hacer frente un afamado director de cine en horas bajas.

Muchas de dichas inquietudes son fruto de una necesidad acuciante de reconciliarse con el pasado, especialmente con amigos-amantes, llámense Alberto (Asier Etxeandia) o Federico (Leonardo Sbaraglia), a los que hace años que se perdió la pista. Otras angustias, por el contrario, tienen su origen en aquel primer deseo frustrado de la niñez, cuando Salvador era un chaval pobre que vivía en una cueva cuya única ventana al exterior eran los cromos de estrellas de Hollywood que regalaban con las tabletas de chocolate y "las películas proyectadas sobre un muro enorme encalado de blanco que olía a orines, jazmín y a brisa de verano".