Director: Ettore Scola
Italia/Francia, 1989, 115 minutos
Splendor (1989) de Ettore Scola |
Resulta difícil para cualquier amante del séptimo arte enfrentarse a un filme como Splendor (1989) sin que se le remuevan las entrañas. La historia de una sala, en una pequeña localidad italiana de provincias, cuyas vicisitudes discurren en paralelo a la propia biografía de su dueño, un individuo un tanto quijotesco, de nombre Jordan (Marcello Mastroianni), que heredó el negocio de su padre y que se resiste a rendirse ante la evidencia de que la gente ya no acude en masa al cine como en los viejos tiempos. Claro que no está solo en semejante aventura: le acompañan dos cómplices de lealtad inquebrantable.
Por una parte, Luigi (interpretado por un genial Massimo Troisi) responde al perfil de cinéfilo empedernido, tan obsesivo como entusiasta. Un tipo que empezó a ir a ver películas porque le gustaba la acomodadora, pero que a base de insistencia no sólo acaba de proyeccionista, sino que incorpora a su jerga cotidiana montones de frases y hasta diálogos enteros que ha escuchado infinidad de veces en la pantalla. En cambio, Chantal (Marina Vlady) tiene enamorado a medio vecindario y no son pocos, como en un principio el ya mencionado Luigi o el venerable señor Paolo, el librero, quienes acuden diariamente al Splendor sólo por verla a ella. El caso es que los tres forman un equipo incansable, casi una familia.
Son muchos los saltos temporales a lo largo de la cinta, ora en color, ora en blanco y negro, abarcando un lapso de más de medio siglo que va desde el período mudo, cuando las proyecciones tenían lugar al aire libre sobre una sábana, hasta un triste presente, dominado por la oferta televisiva, en el que apenas tres o cuatro espectadores se dan cita en la sala desierta de un cine a punto de cerrar definitivamente sus puertas. Ni que decir tiene, y ello es uno de los aciertos de la puesta en escena de Ettore Scola, que las múltiples referencias, guiños, alusiones o simplemente fragmentos cinematográficos que se incluyen facilitan en todo momento datar con exactitud en qué período histórico se sitúa la acción.
Llegados al desenlace, una hermosa alegoría que conecta de pleno con el final de ¡Qué bello es vivir! (It's a Wonderful Life, 1946), cabe preguntarse por enésima vez cuál será el futuro del cine. El caso es que la cinta de Scola se estrenó a finales de los ochenta y ya planteaba un panorama bastante desalentador. Sin embargo, aquí estamos en pleno siglo XXI y, ¡milagro!, todavía quedan salas. Cada vez menos, es cierto, pero resistir es vencer y, aunque las plataformas constituyan ahora el nuevo enemigo, siempre queda lugar para la esperanza. Así debe entenderse, y no de otra forma, el mensaje de un filme bellísimo, todo un homenaje o declaración de amor a la época dorada del celuloide, a pesar de que en determinadas ocasiones, como le ocurre al crítico amigo de Jordan ("el dónde y el cuándo", "el cómo y el porqué"), nos aqueje súbitamente el desánimo y nos dé por afirmar, como él, aquello de "yo, desde hace algún tiempo, tengo la impresión de no entender nada, de pertenecer a una raza en vías de extinción".
Algunas cosas más, por supuesto, pero un hermoso homenaje al cine de toda la vida.
ResponderEliminarMuy emotiva.
EliminarNo la he visto pero la tengo grabada y debería caer este verano.
ResponderEliminarUn abrazo.
Buena idea. Se la ha comparado, a veces, con "Cinema Paradiso" (de hecho, ambas son del mismo año), aunque a mí ésta me gusta más.
EliminarUn abrazo.