sábado, 19 de diciembre de 2015

La madre muerta (1993)







Director: Juanma Bajo Ulloa
España, 1993, 105 minutos



Tras haber rodado Alas de mariposa dos años antes, el segundo largometraje del vasco Juanma Bajo Ulloa retomaba el mismo personal universo de criaturas psicológicamente complejas y torturadas (cuando no torturadoras) que había caracterizado a la primera. 

En esta ocasión la trama gira en torno a Ismael, Maite y Leire. Los dos primeros (interpretados por el siempre histriónico Karra Elejalde y Lio, respectivamente) forman una pareja bastante atípica: él es un cínico de lo más violento, capaz de matar a cualquiera que se atreva a llevarle la contraria; ella, una joven francesa que ama y detesta a Ismael a partes iguales. Viven en una casa ocupada y allí esconderán a Leire (Ana Álvarez). Esta última, hija de la difunta madre que da título al filme, padece las secuelas de un acontecimiento traumático en el que se vio involucrado Ismael. Es por ello que no puede hablar, aunque comparte con su secuestrador el gusto por el chocolate...



Visualmente, La madre muerta destaca por la fotografía de Javier Aguirresarobe, así como por la predilección que demuestra su director por determinadas imágenes de alto contenido simbólico. Tal es el caso de esa grieta sobre una pared pintada de rojo que tiene su parangón en la hendedura que atraviesa uno de los lienzos colgados en casa de la restauradora (como se aprecia en el cartel que precede a estas líneas).

Aunque tratándose de un estilo tan sumamente personal, era lógico que en seguida surgieran detractores. En estos términos tan contundentes se expresaba Augusto M. Torres en su Diccionario del cine español (Espasa Calpe, 1994, pp. 283-284):

Bajo Ulloa demuestra ser tan buen narrador y avispado productor como mal guionista, en la medida que hay escenas bien rodadas, como el asesinato del dueño del bar y la muerte de la vieja, sabe crear tensión en cualquier rincón de una destartalada casa oscura con cuatro elementos, pero la historia que cuenta carece de consistencia, no tiene lógica, está mal estructurada y resulta aburrida.

No deja de ser injusto (amén de altamente subjetivo) el castigar de esta manera a un cineasta con voluntad de autor, teniendo en cuenta, además, que da la sensación de que Augusto M. Torres acusa a Bajo Ulloa de falta de realismo cuando, en realidad, su cine obedece a unas coordenadas (las de los nuevos realizadores emergidos en los noventa) que van más allá de lo tradicionalmente establecido en nuestra filmografía.


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