lunes, 1 de abril de 2024

Araya (1959)




Directora: Margot Benacerraf
Venezuela/Francia, 1959, 90 minutos

Araya (1959) de Margot Benacerraf


La belleza de las imágenes en blanco y negro de Araya (1959) bastaría por sí sola para justificar el halo de prestigio que suele preceder a esta cinta, galardonada en su día en el Festival de Cannes con el premio de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI). El hecho, además, de que la dirigiese una mujer, la venezolana Margot Benacerraf (Caracas, 1926), le añade otro aliciente a un título que se cuenta entre los más relevantes de aquella cinematografía. De hecho, hace algunos años tuvimos ya ocasión de hablar de esta cineasta al comentar el interesantísimo documental de Jonathan Reveron que lleva por título Madame Cinéma (2018).

Aunque el atractivo de semejante documento no es sólo fílmico, por supuesto, ya que la labor abnegada de quienes se ganan el sustento trabajando de sol a sol en las salinas plantea un escenario humano de innegable valor etnográfico. En ese sentido, y después de haber dejado constancia del sacrificio al que se ven expuestos los jornaleros (con sus pies corroídos por la sal y demás penurias por el estilo), la película culmina con el interrogante de si el progreso logrará mejorar las condiciones laborales de Benito, Beltrán o Fortunato o si, por el contrario, las máquinas, en aras de la eficiencia, simplemente acabarán con un modo de vida ancestral.



Relacionado con esto último, resultan especialmente emotivas las historias cotidianas de una comunidad cuya existencia se encuentra ligada a la sal y a los rigores del entorno. De ahí que la abuela y la nieta, a la hora de adornar las tumbas de sus difuntos, lo hagan con caracolas en lugar de con flores. Y es que, como se repite insistentemente en varias ocasiones, allí no crece nada y la única fuente de recursos de la que disponen los habitantes de aquel remoto enclave caribeño procede del mar. Por eso la pesca, la otra actividad de su exigua economía, adquiere enorme relevancia en los quehaceres diarios de unos y otros, tanto de los que salen a faenar a bordo de La Sensitiva como los que, después, se encargan de sazonar las capturas.

En definitiva, el filme retrata un mundo antiguo, hasta cierto punto idílico y fraterno, que pudiera recordar al que mostraban algunos referentes clásicos como los documentales de Flaherty o incluso el propio Murnau en Tabú (1931) y hasta el neorrealismo de La terra trema (1948), pero al que quizá le sobra la retórica de una voz en off excesivamente reiterativa. Con todo y con eso, la poesía que destila en cada plano la cámara de Giuseppe Nisoli, intensificada por la banda sonora de Guy Bernard, constituye el atractivo principal de esta obra maestra, hito del cine latinoamericano, que es, al mismo tiempo, un canto sincero a las gentes más humildes de una realidad al borde de la desaparición.



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