sábado, 6 de abril de 2024

Macario (1960)




Director: Roberto Gavaldón
Méjico, 1960, 91 minutos

Macario (1960) de Roberto Gavaldón


Parábola cristiana a propósito de la codicia, los carteles promocionales de la época aludían a Macario (1960) calificándolo de "poema cinematográfico". Algo que la excelente fotografía en blanco y negro de Gabriel Figueroa contribuye en buena medida a acentuar gracias al buen hacer de un profesional (a la vista están sus trabajos para Buñuel) que tuvo mucho que ver con que la cinta fuese candidata al Óscar en la categoría de Mejor Película Extranjera (primera vez que un filme mejicano optaba a dicho premio) y que a punto estuviera de hacerse con la Palma de Oro en Cannes.

La acción se sitúa en el siglo XVIII, en tiempos del virreinato, y tiene como protagonista a un humilde padre de familia que apenas logra alimentar a su prole con las ganancias de algún que otro haz de leña que recoge en el bosque. Pero el bueno de Macario (Ignacio López Tarso) pasa tantas fatigas para satisfacer el hambre canina de sus hijos que acaba sucumbiendo a un deseo tan pueril como egoísta: el de tener algo para sí solo, por ejemplo un sabroso guajolote (que es como llaman en aquellas tierras al pavo). Y dicho y hecho: su diligente esposa (la malograda Pina Pellicer) no dudará en robar y cocinar uno, para así satisfacer el capricho del hombre, si bien tal acción acarreará más inconvenientes que ventajas.



Adaptación del cuento homónimo de B. Traven (pseudónimo de un novelista supuestamente alemán, autor asimismo de El tesoro de Sierra Madre, que pasó buena parte de su vida en Méjico), la película se ha convertido con los años en un clásico de la cinematografía azteca, el típico título que suele programarse cada primero de noviembre, coincidiendo con la festividad de Todos los Santos. Un aura justificada por la presencia de los tres personajes que sucesivamente se le aparecen a Macario para ponerlo a prueba (el Demonio, Dios y la Muerte) y que tiene su momento álgido en la escena de la caverna repleta de velas, donde cada llama representa la vida de algún ser humano.

Como curiosidad, aparte del impecable acento castellano de los inquisidores (y de ahí la presencia en el reparto, entre otros, del actor español Eduardo Fajardo), merece la pena llamar la atención sobre el hecho de que al Diablo (José Gálvez) se lo representa con aspecto de charro cuyas espuelas de plata y botones de oro sirven como objeto de tentación o que la Muerte (Enrique Lucero) adopta la apariencia de campesino indígena, lo cual pudiera dar pie a audaces interpretaciones sobre una particular lectura del mal en clave mejicana. En todo caso, el guion de Emilio Carballido y el propio Roberto Gavaldón, responsable de la puesta en escena, denota una cierta ironía respecto al poder milagroso de los curanderos y quizá por ello, pese a su contundente y aleccionadora moraleja, se dé a entender en el desenlace que todo ha sido un sueño.



2 comentarios:

  1. Hay algo de determinismo en la historia que acaba devolviéndole a la posición que ocupaba al principio, aunque, como bien indicas, todo parece no haber sido sino un sueño.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cierto. Por eso la califico de "parábola cristiana", por todo lo que tiene de moraleja contra el pecado de avaricia.

      Eliminar