viernes, 7 de agosto de 2020

Oscuros sueños de agosto (1968)




Director: Miguel Picazo
España, 1968, 105 minutos

Oscuros sueños de agosto (1968)
de Miguel Picazo


Una madre (Viveca Lindfors) aquejada por un fuerte sentimiento de culpabilidad que acaba degenerando en tendencias depresivas hasta requerir su ingreso en un sanatorio. Una hija esbelta, moderna y algo melancólica (Sonia Bruno) que, sin embargo, intenta tender puentes afectivos con la misma madre que un día la abandonó, siendo ella muy pequeña, para irse a vivir a Venezuela. El amante adinerado (un adusto Paco Rabal, con bigote y peluquín) que poca o ninguna afinidad siente hacia las susodichas. Un joven tan apuesto como atormentado (Julián Mateos) cuyos devaneos con el alcohol son el fiel reflejo de una convulsa vida interior…

En claro contraste con el provincianismo en blanco y negro de La tía Tula (1964), el colorido de Oscuros sueños de agosto (1968) ofrece la impronta de una sociedad quizá más urbana y tecnológica, pero igualmente atenazada por corrientes subterráneas que dejan entrever la compleja psicología de sus personajes. A este respecto, el aparente confort de sus piscinas no es sino el reverso de unas carencias afectivas que, en el caso de algunas internas (por ejemplo, la interpretada por Laly Soldevila) se traducirá en veneración malsana hacia las Hermanitas de la Caridad que visitan regularmente el centro.



Nombres ilustres en los títulos de crédito, como los de Víctor Erice (haciendo funciones de coguionista) o Juan Amorós en una soberbia dirección de fotografía en color, denotan el enorme potencial latente en una de esas producciones del cine español que, pese a haber sido sistemáticamente ninguneadas, merecerían, no obstante, una revisión a fondo que sacase a relucir sus más que probables virtudes. Porque ni todo fue landismo por aquel entonces ni Miguel Picazo un director que uno pueda saltarse a la ligera.

Y un poco lo mismo habría que decir de Sonia Bruno (la Audrey Hepburn española) y Julián Mateos, actores dotados de una fotogenia rayana en el sex-appeal y cuya sola presencia bastaría para llenar la pantalla, o aquel excelente secundario que fue el malogrado José María Prada, aquí caracterizado de excéntrico doctor pelirrojo dispuesto a curar la neurosis de Isabel (Lindfords) mediante una innovadora terapia basada en la regresión al origen del trauma y que recibe el nada tranquilizador nombre de psicodrama.


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