sábado, 29 de abril de 2017

La pródiga (1946)




Director: Rafael Gil
España, 1946, 90 minutos



Hace ya de esto quince o veinte años. Preparábase en nuestra siempre revuelta España una elección general de Diputados a Cortes. La batalla debía reñirse aquella vez por circunscripciones, y los tres candidatos de embozada oposición que aspiraban a representar la parte Nordeste de cierta provincia andaluza, donde eran mucho menos conocidos que en Madrid, bien que en ella tuviesen tal o cual deudo y alguna finca, andaban recorriendo, juntos y a caballo, villas, aldeas y cortijos, en busca de votos contrarios al Ministerio; oficio divertidísimo si los hay, cuando uno es todavía joven y poco ambicioso, aficionado a montar, indiferente a los peligros o dado a correrlos, más devoto de la naturaleza que de la política, y más amante de las buenas mozas, del rico vino y de las fatigas corporales, que de todas las formas de gobierno habidas y por haber.

Pedro Antonio de Alarcón
La pródiga

Superproducción por todo lo alto: vestuario, decorados, elenco de estrellas... Todo en La pródiga fue impecablemente impecable. Tanto, que a día de hoy se nos antoja engolada y pomposa. En realidad, hasta el propio argumento ha perdido interés, toda vez que los amores entre un aspirante a diputado liberal y una marquesa venida a menos aparecen a nuestros ojos como algo remoto y tedioso. Luego está el tema del honor, tan importante otrora y tan carente de sentido en la actualidad, vinculado en este caso al turbio pasado de doña Julia (Paola Barbara). Si se le añade, por último, lo poco convincente de la actuación de Rafael Durán, quien en su papel de Guillermo de Loja, se esfuerza en vano en llorar y poner cara compungida, obtendremos el retrato de la vacuidad de un filme enfundado, sin embargo, en un cuidadísimo envoltorio.



No era la primera vez que Rafael Gil adaptaba un texto de Alarcón (dos años antes había hecho lo propio con El clavo) y, a decir verdad, La pródiga cosechó varios premios del Círculo de escritores cinematográficos. El prolífico director concibió la película como una larguísima elipsis (que abarca prácticamente todo el metraje, desde el minuto siete hasta el ochenta y ocho), en la que asistimos al sueño/remembranza de Guillermo al evocar los dolorosos hechos de un pasado que revive en él al contemplar el cuadro que pintó Julia.



Mención aparte merece el personaje de José (Fernando Rey), especie de Heathcliff a lo Cumbres borrascosas que se debatirá entre su atracción hacia la marquesa y una creciente ojeriza contra Guillermo. O la visión nada favorable que se da de los compañeros de este último (interpretados por Guillermo Marín y Ángel de Andrés), dos liberales oportunistas que declaran, abiertamente, que están en política con el único objetivo de medrar. La censura franquista no perdía comba para, a la mínima, meter cucharada, y por eso se arrojaba aquí esta imagen tan poco halagüeña del sistema parlamentario. Algo que, por otra parte, se pretende subrayar con las escasas visitas a la iglesia de Guillermo y doña Julia y la consiguiente amonestación que reciben del cura de Abencerraje (José María Lado).


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