jueves, 13 de abril de 2017

Las ruinas de un imperio (1929)




Título original: Oblomok imperii / Обломок империи
Director: Fridrikh Ermler
Unión Soviética, 1929, 96 minutos

Las ruinas de un imperio (1929)


Cien años de Revolución rusa... Y, ¿qué queda de todo aquello? Si nos atenemos a la última frase que pronuncia el protagonista de Las ruinas de un imperio, veremos que la percepción de las cosas no ha cambiado tanto desde aquel lejano 1929, año en el que el letón Fridrikh Ermler dirigiera dicha película.

No hay más que ver su cartel para darse uno cuenta de que estamos ante cine con mayúsculas: si la hora histórica que, por aquel entonces, le tocaba vivir al pueblo soviético era decisiva, no menos eficaz fue la respuesta de unos cineastas que debieron estar a la altura de las circunstancias.

Comienza Oblomok imperii con una escena tremebunda: las víctimas de una ofensiva militar se cuentan por decenas y ya hay quien se dispone a quedarse con las botas de los difuntos... Pero, de repente, uno de los cuerpos se mueve. ¡No todos están muertos! Cuando un cosaco le ofrezca un puñado de líquenes como único alimento, el soldado herido se apresurará a devorarlos ávidamente en la palma de su mano. Y el cine mudo, a falta de otros medios de expresión, se sirve entonces del montaje, mediante el inserto de un cachorro mamando de las ubres de su madre, para darnos a entender que entre ambos hombres se va a crear un vínculo de por vida.



Tiempo después será Filimónov (Fyodor Nikitin), el buen samaritano de la escena anterior, quien, a consecuencia de una explosión, pierda la memoria. Y aunque, poco a poco, se vaya recuperando de su amnesia, lo verdaderamente impactante es cuánto le cuesta reconocer en San Petersburgo lo que diez años atrás había sido su propia ciudad: hasta tal punto la ha transformado el ímpetu revolucionario. Nuevos y modernos edificios ocupan el lugar que antaño ocuparon los lugares que Filimónov solía frecuentar. Y un nuevo orden social, con fábricas y obreros en continuo ajetreo, domina ahora el día a día. Hasta para un proletario como él resulta difícil reincorporarse a la vida civil.

Pero los momentos más intensamente dramáticos se vivirán durante el desenlace. Una vez se haya producido la anagnórisis entre los esposos, nos quedará la duda sobre si ella (Lyudmila Semyonova) se marchará con Filimónov o si, por contra, decidirá quedarse con el desaborido intelectual con el que vive (Valeri Solovtsov). Ermler, en una decisión magistral, propia de los grandes maestros de la literatura rusa, opta por mostrar el picaporte de la puerta flexionado, dejando que sea el espectador quien decida qué es lo que va a ocurrir. Hecho lo cual, sólo queda que el actor, anticipándose en varios lustros al Chaplin de El gran dictador, mire a la cámara para interrogar a sus contemporáneos sobre cuál es el verdadero alcance de la revolución.

Y si encima el acompañamiento musical corre a cargo de Josep Maria Baldomà... Yo no sé si será la astenia primaveral o algún efecto secundario del té, pero lo cierto es que esta tarde he flipado con la música que el pianista leridano ha interpretado para acompañar las imágenes en la Sala Laya de la Filmoteca: su amplia paleta de efectos sonoros ha contribuido, sin duda, a sacar el máximo partido de una película ya de por sí intensa.


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