viernes, 28 de agosto de 2015

Mi hijo John (1952)




Título original: My Son John
Director: Leo McCarey
EE.UU., 1952, 122 minutos

Mi hijo John (1952) de Leo McCarey


Si preguntáramos a día de hoy a cualquier padre de familia cuál sería la revelación más preocupante o incluso más decepcionante que podría recibir procedente de un hijo, casi con toda seguridad respondería algo relacionado o bien con su salud o bien con su conducta. Sin embargo, formulando la misma cuestión en Estados Unidos durante los años cincuenta a buen seguro que habría que prever otra contestación: que fuera comunista. Comunista... y, por supuesto, espía, porque al parecer una cosa era indisociable de la otra en el imaginario colectivo.

Quienes acuñaron la expresión "Caza de brujas" para referirse al macarthismo no exageraban un ápice, tal era el terror que suscitaba el más mínimo atisbo de ideología izquierdista en la América de la Guerra Fría. Más allá de lo que pensaran o defendieran sus partidarios, el Comunismo se demonizó hasta tal punto que la visión que de él se ofrecía en los medios de comunicación y de propaganda rayaba en lo esperpéntico. Y el cine no fue una excepción.

Uno de los mejores ejemplos que ilustran este periodo es Mi hijo John, dirigida en 1952 por Leo McCarey y con el malogrado Robert Walker como protagonista (de hecho, el actor murió con apenas 32 años durante el rodaje de esta película, lo cual obligó a rehacer algunas escenas insertando planos procedentes de Extraños en un tren de Hitchcock, estrenada un año antes).

Robert Walker (John) y Helen Hayes (Lucille)


Los Jefferson representan la típica familia tradicional de la América profunda, católicos practicantes y fervientes patriotas. Herederos de los valores que les han sido inculcados, dos de sus tres hijos se han marchado a luchar al frente. Pero el descastado John, el tercer hermano, es harina de otro costal: el "intelectual" de la familia, parece haberse distanciado de la manera de pensar de sus padres desde que se fue a vivir a Washington.

Hasta aquí todo más o menos normal. Lo llamativo del caso es cómo afrontan los Jefferson la situación y, por ende, la visión que de los personajes nos ofrece la película. De entrada, John es mostrado como un tipo raro, extremadamente cínico en sus comentarios y reacciones. Se diría, incluso, que parece más bien un desequilibrado convaleciente de algún tipo de trastorno. Su padre (Dean Jagger), a su vez, pierde la paciencia y hasta los papeles a medida que constata la diferencia de criterios que lo separa de su hijo. A fin de cuentas, él es un hombre poco inteligente que presume de su fe ciega hasta en las partes de la Biblia que no entiende.

Undécimo mandamiento: "No golpearás la cabeza de tu hijo con una biblia"


La madre (Helen Hayes) es menos temperamental y en un principio parece comprender mejor a John, ejerciendo de mediadora entre él y su padre. De hecho, Lucille es todo corazón y posee, además, un peculiar sentido del humor: por ejemplo, recibe al agente Stedman del FBI (Van Heflin) ataviada con unas plumas de indio o bromea por teléfono con uno de sus hijos: "¡He recibido el quimono que me mandaste, pero echo en falta la pipa para fumar opio!" Hay un momento en el que incluso parece por fin conectar con John a raíz del precepto bíblico de amor al prójimo y ayuda al necesitado, pero se trata tan solo de un espejismo que muy pronto se desvanece y la buena mujer se irá desmoronando conforme las evidencias confirmen sus recelos.

La madre interponiéndose entre su hijo y el agente Stedman (Van Heflin)


En todo caso, las reacciones de unos y de otros ponen de manifiesto la incomodidad que suscita un tema tabú, la palabra impronunciable que nadie se atreve a emplear porque en ella se condensan todos los males habidos y por haber: Comunismo.

"¿Qué dirá la gente...?"


Respecto a la reaccionaria diatriba final, con abjuración de ultratumba incluida, no hay palabras: el calificativo más oportuno para definirla sería quizá el de antítesis del discurso de Chaplin en El gran dictador. Sólo el contexto político e histórico del momento disculpan hasta cierto punto semejante desvarío, cuya finalidad última no parece tanto convencer a los indecisos sino el regocijo de los ya persuadidos.

Helen Hayes y Leo McCarey durante un descanso del rodaje

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