Título original: Das indische Grabmal
Director: Fritz Lang
Alemania/Francia/Italia, 1959, 97 minutos
La acción de La tumba india se retoma en el mismo punto en el que la había dejado El tigre de Esnapur: Seetha y el arquitecto Harald Berger son rescatados de las arenas del desierto por un grupo de mercaderes y llevados a un pequeño caravasar. Sin embargo, el codicioso propietario de la casa donde se alojan traiciona la sagrada ley de la hospitalidad y revela su ubicación a los hombres del príncipe Ramigani. La pareja intenta escapar de ellos, pero es perseguida y luego capturada. Mientras tanto, Irene Rhodes y su marido Walter sospechan que el marajá Chandra no está diciendo la verdad sobre el paradero de Harald. El conspirador Ramigani forzará entonces a Seetha a aceptar casarse con Chandra para provocar así la ira de los sacerdotes y obtener la alianza del príncipe Padhu y su ejército. Mientras tanto, Harald logra escapar de la mazmorra donde estaba confinado y busca a Seetha para salvarla...
Lo que decíamos ayer sobre El tigre de Esnapur sigue siendo válido para su secuela: personajes planos (malos malísimos y buenos más que buenos), rubíes y esmeraldas por doquier, fastuosas localizaciones en palacios hindúes y pequeños deslices fruto de una concepción voluntariamente naif del cine de aventuras: como ese puñal que Berger no llega a clavar en uno de los centinelas de Ramigani que los sorprenden a él y a Seetha al salir de la cueva (de hecho, no llega ni a rozarlo, pero el otro cae fulminado igualmente) o los hilos que mueven a la serpiente en el templo de Shiva. Qué curioso que el mismo monumentalismo que nos asombra en Metrópolis (1927) en una película treinta años posterior nos haga sonreír.
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Telaraña tejida en cuestión de segundos tras invocar a Shiva |
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Ramigani intimida a Sheeta bajo la atenta mirada de su siervo |
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Otra danza sensual de Sheeta en el templo: las esmeraldas de su mano derecha imitan los ojos de una serpiente |
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