Director: Brady Corbet
EE.UU./Reino Unido/Canadá, 2024, 214 minutos
The Brutalist (2024) de Brady Corbet |
Falso biopic en torno a la figura de László Toth (magistralmente interpretado por Adrien Brody), un imaginario arquitecto húngaro que, tras dejar atrás el horror de la guerra, se instala en Norteamérica para comenzar una nueva vida. Ni que decir tiene que los inicios serán durísimos (con él solo y sin su mujer, que quedó en Europa), si bien su estrella comenzará a brillar de nuevo a partir del momento en el que entre a trabajar al servicio de Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), adinerado hombre de negocios que le encarga el diseño de un ambicioso proyecto.
Una película que lleva por título The Brutalist (2024) tenía por fuerza que ser descomunal en su metraje y puesta en escena. Algo que el director Brady Corbet, célebre en su día por haber intervenido en el remake hollywoodense de Funny Games (2007) y que, con esta nueva incursión detrás de las cámaras, cuenta ya en su haber con tres largometrajes, consigue con creces a base de recursos técnicos como el formato VistaVision en 70 milímetros o una estructura, a la antigua usanza, en dos actos con un intermedio de quince minutos. Si se le suma, además, la apabullante banda sonora de Daniel Blumberg, el resultado alcanza una dimensión épica como hacía tiempo que no se veía en una pantalla de cine.
Hay detalles de la trama que bien podrían recordar al Visconti de La caída de los dioses (1969), en especial cuando la ostentación de la familia Van Buren deja traslucir trapos sucios que apuntan en la dirección de una decadencia moral que contrasta con la fastuosidad de ese megalómano complejo que planea construir el patriarca. Crítica velada contra la sociedad estadounidense de aquel entonces, teóricamente tierra de acogida para miles de inmigrantes como László y su esposa Erzsébet (Felicity Jones), en abierto paralelismo con la América de hoy en día.
En definitiva, las tres décadas de la biografía del protagonista que abarca la cinta permiten una lúcida panorámica en la que tienen cabida aspectos tan variados como las contradicciones del sueño americano o el antisemitismo latente en el seno de un sistema teóricamente democrático. Todo lo cual permite un último guiño, en forma de epílogo veneciano, al desvelarse las verdaderas intenciones que albergaba László Toth cuando trazó los planos de su obra más emblemática.
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