Director: Federico Fellini
Italia/Francia, 1972, 120 minutos
Roma (1972) de Federico Fellini |
¿Qué siento cuando oigo la palabra "Roma"? Me lo he preguntado con frecuencia, y más o menos lo sé. [...] Roma es una ciudad horizontal, de agua y de tierra, tumbada, y por tanto es la plataforma ideal para llevar a cabo vuelos fantásticos con la tranquilidad que procura un cordón umbilical que se mantiene firmemente anclado a lo concreto. Puesto que Roma es una madre, la madre ideal, porque es indiferente.
Federico Fellini
La dulce visión
Traducción de Regina López Muñoz
Basta una sola palabra para llenar la pantalla durante los títulos de crédito iniciales: el poder evocador de Roma alcanza hasta la recóndita Rímini, donde un hito medio derruido por la desidia y el tiempo marcaba la distancia que separaba al villorrio de la capital del Estado. Una vez más en primera persona, nos cuenta Fellini cómo el maestro de escuela, emulando a César, hacía cruzar el Rubicón a sus discípulos. Recuerdos remotos de una infancia marcada por la retórica fascista que el cineasta rememora, al cabo de los años, entremezclados de nostalgia y de leyenda.
Roma representa para Fellini, y aun para tantos hombres de su generación, el rito iniciático de cualquier joven que, recién llegado de la provincia, aspira a labrarse una carrera no sin antes degustar los placeres ocultos (y a menudo prohibidos) que le aguardan en la urbe milenaria. Memorias tristes de lupanares sórdidos o bulliciosos patios de vecinos en los que la algarabía de sus residentes se confunde, aquí y allá, con fragmentos de algún discurso del Duce, retransmitido con efusiva pompa por la radio oficial.
Son también los inmundos locales de varietés, cuyo espectáculo más sugestivo no radica tanto en las mediocres actuaciones que se suceden monótonamente sobre el escenario, sino en un patio de butacas habitado por camorristas ávidos de jarana a costa de los pobres comediantes o, si se tercia, hasta de la propia concurrencia que abarrota la sala.
Anécdotas y remembranzas que culminan en el éxtasis del onírico desfile de modas para la curia pontificia al completo, con la aparición estelar, cual Deus ex machina, del Santo Padre. Secuencia que a menudo ha eclipsado el verdadero espíritu de la película: ¿qué queda de la Ciudad eterna? ¿Son esos jóvenes melenudos que ocupan sus plazas y con los que conversa el director los nuevos romanos? ¿Qué destino inquietante aguarda a la atronadora horda de motoristas que invade sus calles en la última escena?
Otra película importante de Fellini (¿cuál no lo es?). De nuevo sus recuerdos, su falso documental, y sus obsesiones... Para él todo es un circo (incluida la iglesia). Además, hay una sorpresa: Nannnarella!
ResponderEliminarAparte de sus muchos atractivos, contener la última aparición en una pantalla de la Magnani es, efectivamente, un valor añadido. Aunque la actriz rechace explayarse porque dice que no se fía de Fellini.
EliminarGracias por tu comentario y hasta pronto, Fernando.
No hay una escena que no sea memorable. Además de las que ya destacas, la de la autopista convertida en un descenso a los infiernos, o la de la villa romana descubierta durante la construcción del metro...
ResponderEliminarUn abrazo.
Por no mencionar la destartalada pensión en la que se instala el protagonista a su llegada a la ciudad. Efectivamente, son todas inolvidables.
ResponderEliminarSaludos.
Hola Juan!
ResponderEliminarLa vi hace un par de años para un trabajo de clase, me sorprendio mucho. Me tire con ella varias horas, tomaba notas y paraba constantemente la imagen.
Saludos!
Es un filme inmenso que da mucho de sí, como todos los de Fellini.
EliminarUn abrazo.