Título original: Crin blanc : le cheval sauvage
Director: Albert Lamorisse
Francia, 1953, 40 minutos
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Crin blanca (1953) de Albert Lamorisse |
¿Conocería Tarkovski Crin blanc (1953)? Parece plausible planteárselo teniendo en cuenta que la luminosidad de la Camarga, tal y como la plasma Albert Lamorisse en este mediometraje, en especial cuando su protagonista sueña con el caballo que es el objeto de sus desvelos, recuerda, y mucho, a cuanto anhelaba el niño de La infancia de Iván (1962). Aunque, por esa misma regla de tres, también cabría preguntarse si el John Huston de Vidas rebeldes (The Misfits, 1961) tuvo en mente esta maravilla a la hora de captar con su cámara las evoluciones de los mustangs a través de las llanuras del desierto de Nevada.
Al margen de las diversas similitudes que se puedan establecer entre éste y otros muchos títulos que dialogan a la perfección con la claridad de sus imágenes (por ejemplo, Tabú de Murnau), lo cierto es que la propia caligrafía de Lamorisse deja traslucir una serie de constantes que se repiten con bastante asiduidad a lo largo de su filmografía. En efecto, la estética visual del cineasta francés, a menudo con una puesta en escena en espacios abiertos, y en la que la poética de la infancia juega un papel determinante, permite deducir la obsesión por la libertad de alguien que considera la niñez como la única patria que verdaderamente nos pertenece.
En consonancia con esto último, sería posible igualmente establecer un paralelismo entre el carácter indómito del caballo y el del muchacho que lucha por evitar que los hombres lo domestiquen. A fin de cuentas, ambos simbolizan el mismo espíritu rebelde frente a la rigidez de lo convencional. En el caso del caballo, su color níveo, asociado con la pureza y lo etéreo, subraya su condición de ser casi mítico, encarnación de la libertad absoluta y salvaje cuya capacidad para evadir la captura, una y otra vez, simboliza la resistencia de la naturaleza ante la imposición y el control humano. En cambio, Folco (Alain Emery) representa la inocencia, la empatía y la capacidad de conexión auténtica, pues a diferencia de los rancheros que intentan someter al caballo por la fuerza, él se acerca a Crin Blanca con respeto, paciencia y un entendimiento intuitivo que le permite ver más allá de la utilidad o el poder, reconociendo en el caballo un espíritu afín al suyo.
Con un cierto toque wéstern, el paisaje de la inhóspita Camarga francesa, territorio virgen que constituye un personaje más de la película, refleja la indomabilidad del entorno en consonancia con la ya mencionada rebeldía del chico y del animal. Telón de fondo, en definitiva, de un verdadero poema cinematográfico con el que su director pretendió hacernos reflexionar sobre lo que significa ser realmente libre y el precio que con demasiada frecuencia hay que pagar por mantener intacta la propia esencia en un mundo de insufribles servidumbres.
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