viernes, 3 de enero de 2025

La caída de los dioses (1969)




Título original: La caduta degli dei (Götterdämmerung)
Director: Luchino Visconti
Italia/Alemania/Suiza, 1969, 158 minutos

La caída de los dioses (1969) de Luchino Visconti


Con La caduta degli dei (1969) Visconti iniciaba lo que acabaría siendo su trilogía alemana, completada posteriormente por Muerte en Venecia (1971) y la monumental Luis II de Baviera (1973). Sin embargo, en el momento de su estreno, a finales de los sesenta, la película fue objeto de bastante controversia, hasta el extremo de que en Estados Unidos la clasificaron X a consecuencia de una escena incestuosa entre madre e hijo.

A decir verdad, la decadencia de la familia Essenbeck, propietaria de una lucrativa compañía siderúrgica por cuyo control todos se pelean, sirve de pretexto para establecer un evidente paralelismo con la Alemania nazi. Son los años treinta y el ambiente de descomposición social que se respira tanto en casa como en la calle preludia la debacle sin remedio que en breve se consumaría a todos los niveles.



De todos modos, algo profundamente personal se intuye en el fondo de un filme que arremete contra la institución familiar con la misma virulencia que cuestiona la moral hipócrita de la alta burguesía. Parece como si su director y guionista, surgido de la aristocracia, hubiese querido llevar a cabo algún ajuste de cuentas que, en puridad, ya estaba presente en Vaghe stelle dell'Orsa... (1965) y sobre el que volverá años más tarde en Confidencias (1974).

En ese sentido, la depravación y ambigüedad de los personajes, ya se trate de Friedrich (Dirk Bogarde), de Sophie (Ingrid Thulin) o del sibilino Martin (Helmut Berger), deja entrever la complicidad de la élite industrial alemana con el auge del nuevo régimen, en cuyo ascenso ven una oportunidad para mantener y aumentar su propio poder. Hasta el punto de que la ambición desmedida de dicha clase social, tan corrupta como caduca, terminará traduciéndose en la práctica autodestrucción de sus miembros y de todo un país.



jueves, 2 de enero de 2025

Sandra (1965)




Título original: Vaghe stelle dell'Orsa...
Director: Luchino Visconti
Italia/Francia, 1965, 105 minutos

Sandra (1965) de Luchino Visconti


En abierto contraste con su predecesora, la superproducción en tecnicolor Il Gattopardo (1963), Vaghe stelle dell'Orsa... (1965) se caracteriza por una evidente austeridad formal cuyos rasgos más llamativos son la utilización del blanco y negro y el carácter discursivo de su guion. Título menor dentro de la filmografía de Visconti, pese a haberse alzado en su momento con el León de Oro en Venecia, plantea un tema lo suficientemente escabroso (la relación incestuosa entre dos hermanos) como para haberse convertido, entonces y ahora, en una obra incómoda.

En ese mismo orden de cosas, la omnipresente música de César Franck que acompaña las imágenes (su Preludio, coral y fuga) se acaba convirtiendo en una especie de leitmotiv obsesivo que vendría a representar los traumas de la protagonista, una Claudia Cardinale que trabajaba por tercera vez a las órdenes del cineasta italiano interpretando, en esta ocasión, a la hermosa Sandra. La composición, de hecho, remite directamente a la figura de la madre (Marie Bell), personaje controvertido que es quien solía tocar la pieza al piano, motivo por el que la hija reacciona violentamente cada vez que la escucha.



En principio, la acción arranca en la civilizada Ginebra, adonde Sandra y su marido norteamericano (Michael Craig) acaban de casarse. La pareja, un típico matrimonio burgués, se desenvuelve cómodamente en el ambiente de fiestas y continua vida social que organizan en su lujoso apartamento de la capital suiza. Pero algunas obligaciones familiares les llevarán hasta Volterra, en la Toscana, y allí empiezan a aflorar las tensiones. Sobre todo a partir de la aparición de Gianni (Jean Sorel), individuo un tanto extraño y atormentado que irrumpe en escena en plena noche como si de un fantasma se tratase.

Por otra parte, el recuerdo del padre difunto, víctima del terror nazi en Auschwitz, introduce una nota política en el relato que culminará con la ceremonia final en el jardín familiar. Y es que, en términos generales, la atmósfera opresiva y claustrofóbica en la que se desarrolla la trama deja entrever elementos típicos de tragedia griega, pasados por el tamiz psicoanalítico de lo que vendría a ser, concretamente, una versión un tanto sui géneris del complejo de Electra.



miércoles, 1 de enero de 2025

El gatopardo (1963)




Título original: Il gattopardo
Director: Luchino Visconti
Italia/Francia, 1963, 186 minutos

El gatopardo (1963) de Luchino Visconti


Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario. Durante media hora la voz sosegada del príncipe había recordado los misterios gloriosos y dolorosos, durante media hora otras voces, entremezcladas, habían tejido un rumor ondulante en el cual se habían destacado las flores de oro de palabras no habituales: amor, virginidad, muerte, y durante este rumor el salón rococó parecía haber cambiado de aspecto. Hasta los papagayos que desplegaban las irisadas alas sobre la seda de las tapicerías habían parecido intimidados, incluso la Magdalena, entre las dos ventanas, había parecido una penitente y no una bella y opulenta rubiaza perdida en quién sabe qué sueños, como se la veía siempre.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa
El Gatopardo
Traducción de Fernando Gutiérrez

La que para muchos es la obra cumbre de Visconti gira en torno a temas como la añoranza de una forma de vida que languidece o la propia decadencia de un hombre maduro cuya estrella se apaga en paralelo con esos mismos valores ancestrales. Lo cierto es que Il gattopardo (1963) representa la mejor versión de un cineasta que supo aunar la tradición aristocrática de sus orígenes familiares y una forma completamente artesanal de entender la puesta en escena.

El ambiente que muestra la película, el de los lujosos palacios sicilianos en cuyos salones se celebran elegantes bailes de gala al son de los valses de Verdi, tiene los días contados ante el avance imparable de una burguesía emergente que, primero a hombros de Garibaldi y sus Camisas Rojas y después bajo las riendas de la Casa de Saboya, impone el nuevo statu quo que cristalizará en la unificación italiana.



Don Fabrizio Salina (Burt Lancaster) encarna los ademanes señoriales de quien contempla impasible el curso de la historia. A fin de cuentas, sus estrechos esquemas mentales de viejo noble provinciano no conciben la posibilidad de que el advenimiento de un nuevo orden social pueda reducir a cenizas el mundo tal y como él lo concibe, fruto de siglos de privilegios de clase. Aunque su sobrino, el maquiavélico Tancredi (Alain Delon), verbaliza mejor que nadie cuál es el verdadero signo de los tiempos: "Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie...".

Haciendo gala de un estilo visual opulento y barroco, en magnífico Technicolor, Visconti logra una meticulosa ambientación tanto en lo concerniente al vestuario como a los decorados. A este respecto, sus largos planos secuencia y la elegancia de los movimientos de cámara contribuyen a crear una atmósfera de ensueño y melancolía. La misma que experimentará el protagonista en el último plano del filme cuando, cansado y abatido, deambule por las callejas del lugar hacia una muerte casi segura.

Una furtiva lágrima...