sábado, 11 de octubre de 2025

Don Quijote (1933)




Título original: Don Quichotte
Francia/Reino Unido, 1933, 81 minutos

Don Quijote (1933) de G.W. Pabst


Sin ser, ni mucho menos, un filme perfecto, el Don Quichotte (1933) de Pabst posee, aun así, la fuerza dramática del clásico que lo inspira. Probablemente porque el director austríaco, expatriado en aquel entonces tras haber huido de la Alemania nazi, se identificaba con el espíritu latente de un personaje que representa, al fin y al cabo, el enfrentamiento y fracaso ante la cruda y prosaica realidad. De modo que no sería extraño que la escena con la que decide cerrar la película (esto es, la célebre quema de los libros del hidalgo manchego por orden de sus vecinos y allegados) le recordase amargamente lo que en su propio país estaban llevando a cabo las Juventudes Hitlerianas.

Sea como fuere, la adaptación que nos ocupa adolece del inconveniente de haberse gestado un poco a salto de mata, fruto del empeño de un cantante de ópera ruso y un financiero griego, con lo que el resultado final, tanto en su versión francesa como en la inglesa, dista de ser un reflejo fiel del texto cervantino. Sin embargo, ahí es precisamente donde reside su principal atractivo: en cómo en apenas ochenta minutos de metraje logra captar la esencia de una obra tan extensa. Para ello, Pabst echa mano de recursos sencillos, pero efectivos, filmando a don Quijote (Feodor Chaliapin) en contrapicado para realzar su figura mientras que al humilde Sancho (Dorville) la cámara lo suele filmar desde arriba.



Evidentemente, son muchos los cambios con respecto a la novela, como por ejemplo el hecho de que los odres de vino con los que se enfrenta don Quijote se hallen en el interior de su propia vivienda o que sea Sancho Panza quien roba la bacía que luego su amo tomará por el yelmo de Mambrino. Aunque otras variaciones, caso de la compañía de cómicos que representa la historia de Amadís de Gaula (y que don Quijote cree real) fueron invención de los guionistas, Alexandre Arnoux y Paul Morand. Y lo mismo ocurre con la estampa del hidalgo atrapado entre las aspas del molino/gigante, detalle que jamás se menciona en el libro y que en lo sucesivo repetirán las adaptaciones posteriores, pasando a formar parte de la iconografía quijotesca.

Por último, conviene asimismo tener en cuenta que la relativa novedad del cine sonoro, por lo menos en Europa, motivó que los productores concibiesen la película como una especie de "musical" cuyos protagonistas se arrancan de vez en cuando con las arias compuestas a la sazón por Jacques Ibert, circunstancia que el viejo Chaliapin salva con notable destreza, pero que Dorville, el poco convincente actor cómico que da vida a Sancho, no llega a interpretar con la misma desenvoltura. En todo caso, la última secuencia, con la inmortal obra cervantina renaciendo de las llamas cual ave fénix, demuestra la maestría de quienes la llevaron a cabo.



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