Título original: One Battle After Another
Director: Paul Thomas Anderson
EE.UU., 2025, 161 minutos
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Una batalla tras otra (2025) de Paul Thomas Anderson |
El montaje frenético de One Battle After Another (2025) responde a una forma de contar historias que Paul Thomas Anderson viene frecuentando con enorme acierto desde los días de Magnolia (1999) o Boogie Nights (1997). Máxime si, como en esta ocasión, cuenta con un reparto en el que sobresalen los nombres de Leonardo DiCaprio, Benicio Del Toro o Sean Penn. Intérpretes ya consagrados a los que se unen las no menos prometedoras Chase Infiniti y Teyana Taylor.
Aparte de esa forma de narrar tan ágil, donde la música, en su mayoría canciones que ya existían previamente, juega un papel determinante, el tono paródico que se desprende de las acciones y sobre todo de los personajes nos devuelve la impronta de un estilo que por una parte vendría a ser heredero del primer Scorsese, así como de Robert Altman y, al mismo tiempo, conecta de pleno con la tradición inaugurada por Tarantino a principios de los noventa.
Sin embargo, y pese a esos modelos tan evidentes de los que bebe, el cine de PTA se debe a sí mismo y de ahí ese tono desencantado que se percibe bajo la accidentada existencia de una familia de viejos revolucionarios venidos a menos, padre e hija, siempre huyendo, siempre intentando recordar unas contraseñas tan estrambóticas como sus propias vidas, que son el fiel reflejo de la muerte de los ideales en un mundo cada vez menos propenso a aceptar la radicalidad de su discurso.
En definitiva, lo esencial de la película no reside tanto en la historia de un hombre enfrentándose a su pasado, sino en cómo esa lucha personal se convierte en una metáfora del agotamiento moral de las sociedades que alguna vez creyeron en el cambio. Lo cual provoca que Anderson no filme sólo una venganza o una redención, sino una batalla constante —política, emocional y espiritual— entre ideales rotos y sistemas que se reciclan en su violencia. La trascendencia de la película, pues, está en mostrar que lo verdaderamente revolucionario ya no es tomar las armas, sino atreverse a sostener una ética en un mundo que premia la resignación.
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