sábado, 2 de junio de 2018

El alcalde de Zalamea (1954)




Director: José Gutiérrez Maesso
España, 1954, 80 minutos

El alcalde de Zalamea (1954) de José Gutiérrez Maesso

Con mi hacienda;
pero con mi fama, no;
al Rey, la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios...

Pedro Calderón de la Barca
El alcalde de Zalamea
Jornada I
vv. 871-876

Cuando aún habían de pasar muchos años hasta que Pilar Miró demostrase la viabilidad del verso en el cine, el artesano José Gutiérrez Maesso dirigió esta correcta adaptación de uno de los dramas calderonianos de mayor enjundia. Por lo acertado de sus localizaciones y la labor encomiable de Enrique Alarcón como decorador, es El alcalde de Zalamea una pequeña joya surgida de la entonces boyante factoría Cifesa.

En el papel de Pedro Crespo encontramos a un Manuel Luna en la cima de su carrera: apenas cuatro años lo separaban de su fallecimiento (un nueve de junio de 1958, pronto se cumplirá el sexagésimo aniversario). Con la misma credibilidad de siempre, el intérprete encarna al honorable labrador dispuesto a desafiar a la justicia, si hace falta, con tal de hacer valer sus derechos.



El resto del reparto corrió a cargo de otros nombres igualmente notables del star system patrio: la bella Isabel de Pomés como hija afrentada; Mariano Berriatúa es el impulsivo hermano que ansía unirse a los tercios del rey; José Marco Davó (don Lope) encarnando la cara más galante del estamento militar; que don Álvaro (Alfredo Mayo) dejará por los suelos con su altanería y por los aires tras ser colgado. Por último, Fernando Rey (Felipe II) hará acto de presencia sólo al final como deus ex machina que viene a poner paz entre sus súbditos ratificando sentencia y alcalde.

La versión en prosa llevada a cabo por Manuel Tamayo bajo la supervisión de Luis Marquina se mantiene bastante fiel al original de Calderón de la Barca, cuyo mensaje reaccionario permanece intacto a pesar del en apariencia revolucionario veredicto dictado por el alcalde: ya le iba bien al régimen una visión tan sumamente paternalista de la realidad, que "la negra que llaman honra" aún era motivo digno de ser lavado con sangre. Por lo que el desenlace que ideara el autor en el siglo XVII mantenía su plena vigencia a mediados de los cincuenta como apología de la pena de muerte.


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