jueves, 23 de agosto de 2018

Fanny y Alexander (1982)














Título original: Fanny och Alexander
Director: Ingmar Bergman
Suecia/Francia/Alemania, 1982, 181 minutos

Fanny y Alexander (1982)

La que, en un principio, había de ser la última película de Bergman destinada a ser exhibida en salas de cine, situaba su acción en la Upsala de 1907, lugar de residencia de la familia Ekdahl. Un universo aparentemente acogedor, pero bajo cuyo refinamiento burgués subyacían las mismas obsesiones y traumas que atraviesan el conjunto de la filmografía del director sueco. De lo que cabe inferir, por enésima vez, un componente autobiográfico considerable, en especial en esa mirada tan sumamente imaginativa que Alexander, alter ego del cineasta, proyecta sobre el mundo de los adultos.

Ya desde la escena inicial, queda claro que en ese niño (interpretado por Bertil Guve, hoy doctor en Ciencias Económicas) se observa una tendencia casi enfermiza a refugiarse en un mundo de fantasía, alentado por pasatiempos como la linterna mágica o la lectura de cuentos, pero, sobre todo, por dos actividades que forman parte del día a día de sus mayores: el teatro y las marionetas.



Es interesante remarcar el ambiente de tolerancia que se respira en la mansión de los Ekdahl, escenario de cálidas celebraciones familiares, como el banquete de Navidad, así como de una inaudita flexibilidad en lo tocante a moral. En ese sentido, tal vez a causa de la susodicha predilección por el mundo de la farándula, se da la circunstancia de que Gustav Adolf (Jarl Kulle) corteja abiertamente a Maj, una de las criadas (Pernilla August, la que fuera esposa del director Bille August), sin que ni su mujer ni su madre se preocupen excesivamente por ello. Cosa que, hasta cierto punto, no deja de tener su lógica, habida cuenta de que la vieja Hellena (Gunn Wållgren) es la amante del judío Jacobi (Erland Josephson), quien es recibido en casa como un miembro más del clan familiar.

Con todo, la imagen de conjunto que proporciona el fresco esbozado por Bergman en Fanny y Alexander tiene algo de canto de cisne, de paraíso perdido incluso. Atmósfera y tono que otro gran cineasta, John Huston, elegirá también, poco después, para el que se considera su testamento fílmico: Dublineses (1987), película que guarda no pocas similitudes con ésta.

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Sin duda, habría muchos más aspectos que analizar de uno de los títulos capitales de la cinematografía europea y aun mundial. Pero como en un par de días tenemos previsto comentar la versión televisiva de cinco horas, os emplazamos a la correspondiente entrada que, como es habitual, se le dedicará en este mismo blog.


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