Director: Tod Browning
EE.UU., 1931, 75 minutos
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Drácula (1931) de Tod Browning |
Me despertaron los aleteos en la ventana […] Perversamente, el sueño trataba de apoderarse de mí cuando yo no quería; así que, como me daba miedo estar sola, abrí la puerta y llamé: "¿Hay alguien por ahí?" Nadie me contestó. […] Fui a la ventana y miré, pero no vi nada, salvo un enorme murciélago que evidentemente había estado golpeando la ventana con sus aleteos.
Bram Stoker
Drácula (1897)
Traducción de Francisco Torres Oliver
Que una monumental obra literaria, dotada de una compleja y reiterativa estructura epistolar, quede reducida a apenas setenta y cinco minutos de metraje pone de manifiesto el carácter sobrio y un tanto naíf que tenían algunas producciones hollywoodenses en los primeros años del cine sonoro. Máxime si, transcurrido casi un siglo desde su estreno, la analizamos bajo el prisma de lo que hoy se entiende por género de terror (y ahí está el reciente estreno del Nosferatu de Robert Eggers para dar fe de ello).
Aunque, a decir verdad, el material del que partieron el mítico productor Carl Laemmle y Tod Browning no fue la novela gótica del irlandés Bram Stoker (1847-1912), sino una adaptación teatral homónima que el tándem formado por Hamilton Deane y John L. Balderston habían estrenado en 1924 en Londres y que tres años después haría lo propio en Broadway. Las diferencias respecto al texto original, por cierto, son notables. Sin ir más lejos, es ahora Renfield (Dwight Frye), en lugar de Jonathan Harker, quien visita Transilvania en calidad de hombre de negocios, mientras que Mina (Helen Chandler) pasa a ser hija del doctor John Seward.
Sin embargo, el Drácula de la Universal, con la excelente fotografía en blanco y negro de Karl Freund y los compases de El lago de los cisnes durante los primeros instantes de la película, pertenece por derecho propio a una categoría, la de las leyendas del séptimo arte, que difícilmente puede ser valorada mediante criterios estrictamente cinematográficos. ¿O acaso la efigie del engominado Bela Lugosi, encarnando al vampírico conde, no es una de las imágenes icónicas por antonomasia de la cultura popular?
En todo caso, el paso del tiempo no es en vano y lo que una vez supuso espeluznante visión de las criaturas de la noche resulta, a día de hoy, involuntariamente cómico. Queda, eso sí, la figura del vampiro con capa y colmillos como símbolo de la aristocracia decadente, quién sabe si también de una sexualidad reprimida. La superstición de los lugareños, en forma de crucifijos y ristras de ajo, el empeño del doctor Van Helsing (Edward Van Sloan) por clavarle una estaca en el corazón son sólo algunos de los elementos que pasarían a la posteridad, indisociables, en lo sucesivo, de cuantas aproximaciones fílmicas ha gozado el personaje.
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