miércoles, 5 de diciembre de 2018

El Presidente (1919)




Título original: Præsidenten
Director: Carl Theodor Dreyer
Dinamarca, 1919, 89 minutos

El Presidente (1919) de Carl Theodor Dreyer


Pese a que la historia narrada en Præsidenten no pase de ser una típica trama de raigambre folletinesca —con sus infanticidios, repudios y demás dimes y diretes entre miembros de una misma familia— lo verdaderamente interesante del primer filme que dirigiera Dreyer es, sin embargo, observar cómo se hallan en él latentes algunos de los rasgos que, años más tarde, conformarán el personalísimo estilo del cineasta danés. Así, por ejemplo, el hecho de que para protagonizar esta película se valiese de actores no profesionales es ya de por sí un primer indicio a tener en cuenta, máxime cuando tal proceder no era, ni mucho menos, lo habitual en la boyante industria cinematográfica escandinava de aquel remoto 1918.

Profundizando en dicha cuestión, no son pocas las sorpresas que depara El Presidente a quien ya conozca la posterior obra de su autor. Como ese llavero en forma de murciélago que, en un momento dado, veremos colgado en una de las paredes de la residencia oficial del máximo mandatario y que parece remitir al universo fantasmagórico de Vampyr (1932).



En ese sentido, y aunque aparezca fugazmente, hay un detalle, ya hacia el final de la cinta, que no por ello debiera pasarnos desapercibido: se trata de un plano general en el que la silueta de un molino y un coche tirado por caballos se recortan contra el horizonte. Vagamente expresionista, el recurso conecta directamente con el imaginario de Dies irae (1943) y una cierta austeridad luterana que trascendería fronteras hasta materializarse en la incomprendida La noche del cazador (1955) de Charles Laughton.

Hay, por último, en Præsidenten algún que otro toque humorístico digno de mención, como el atípico cortejo nupcial integrado por tres perros que contemplan atentamente la escena del casorio encaramados sobre los bancos de la iglesia y que parecen decirnos, con su mudo interés, que tanto los asuntos divinos como los humanos (por más que estos últimos cuenten con el beneplácito del poder terrenal) se hallan sujetos a las imponderables leyes del azar.


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