Título original: The Misfits
Director: John Huston
EE.UU., 1961, 125 minutos
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Vidas rebeldes (1961) de John Huston |
Muchas y variadas son las razones que explicarían esa aureola de malditismo que desde siempre ha pesado sobre The Misfits (1961). De entrada porque el propio guion, escrito por Arthur Miller (reputado dramaturgo y, en aquel entonces, como todo el mundo sabe, marido de Marilyn Monroe), gira en torno de unos "inadaptados" cuyo mundo se halla al borde de la extinción. Un aire crepuscular que el fallecimiento de la pareja protagonista tras la que había de ser la última película de ambos (Clark Gable, de hecho, murió pocos días después de la finalización del rodaje) contribuyó a elevar a la categoría de mito, dando pie a todo tipo de rumores acerca de una supuesta maldición.
Leyendas al margen, lo cierto es que el proceso de filmación resultó un verdadero infierno a causa de las continuas desavenencias entre un John Huston en horas bajas y un elenco de intérpretes aquejado de adicciones y problemas mentales de diversa índole. Si a ello se le suma que la temperatura media en el desierto de Nevada en el que se rodaron los exteriores no bajó de los cuarenta grados, se comprenderá que la cinta estaba predestinada a ser un fracaso comercial.
Aun así, el paralelismo entre los mustangs (nombre con el que se conocen los caballos salvajes que habitan en las praderas) y los últimos cowboys, representados en el filme por el veterano Gay Langland (Gable) y el atormentado Perce (personaje idóneo para Montgomery Clift, en el declive de su carrera), actúa de motor de un drama en el que una divorciada tan bella como hipersensible (Monroe), su casera (Thelma Ritter) y un veterano piloto de guerra que se gana la vida como mecánico (Eli Wallach) completan la galería de perdedores.
La soberbia banda sonora de Alex North subraya el carácter trágico de una historia en la que no faltan, sin embargo, guiños cinéfilos como las fotografías de Marilyn que la protagonista femenina tiene colgadas en la puerta del armario o la alusión a unas cicatrices en la cara durante la conversación telefónica que el personaje de Monty Clift, víctima años antes de un grave accidente de tráfico, mantiene con su madre. Pinceladas cómicas, tal vez sarcásticas, en el contexto del retrato amargo de una realidad cuya belleza, presente en tantos wésterns, tocaba entonces a su fin porque el avance imparable del progreso dictaba que los jóvenes prefiriesen montar en motocicleta y que la carne de los corceles terminase siendo comida para perros.