sábado, 7 de febrero de 2015

Hijos del siglo (1915)












Título original: Deti veka
Director: Evgenii Bauer
Rusia, 1915, 38 minutos




Estrenada el 3 de diciembre de 1915, la trama de Hijos del siglo es sencilla a más no poder, aunque no por ello menos inquietante: un grupo de amigos de la alta sociedad invita a una mujer, felizmente casada, a unírsele a sus fiestas y excursiones al campo, donde el vodka y la música fluyen a raudales. Un hombre de dicho clan fijará su atención en ella, consiguiendo inicialmente que la señora lo halague y coquetee con él. Pero lo que comienza como galante (y un tanto cómico) cortejo acabará en violento intento de violación en un automóvil en marcha, en lo que supone una de las escenas más trepidantes del filme. Mientras tanto, el pobre marido está solo en su apartamento, preocupado por ella y cayendo poco a poco en la desesperación y los celos, ya que suele aguardar pacientemente a su esposa durante sus reiteradas ausencias. Como es habitual en el cine de Bauer, vemos que los hechos se desarrollan en el intenso ámbito de lo emocionalmente extremo.

Sin embargo, lo realmente sobrecogedor de esta película es la manera en que tales emociones quedan plasmadas a través de su impresionante dominio de la luz y de las sombras y en cómo se colocan los personajes dentro del encuadre para expresar la esencia de sus mentes y sentimientos. Por ejemplo, hay al inicio una escena en un invernadero, cuando la esposa se encuentra sentada con el hombre que después tratará de seducirla, en la que ambos denotan con su euforia haber estado bebiendo. Él le sirve aún más vino y los rayos del sol destellan continuamente en el cristal de la jarra y las copas, lo que subraya la ligereza y la alegría de su estado de ánimo. En este mismo orden de cosas, más tarde veremos al marido desorientado en la penumbra del domicilio conyugal y de qué forma, al penetrar fugazmente la luz en la habitación desde el exterior, esta rebota en la superficie de madera pulida del mobiliario o cómo él enciende un cigarrillo y la cerilla chisporrotea apenas un instante: estos son, pues, los únicos rayos de esperanza que penetran en su nublada conciencia.

La absoluta maestría de la puesta en escena de Bauer se hace patente al instante, fotograma a fotograma. La profundidad de campo de casi cada plano es en sí misma muy poco habitual en este período de la historia del cine y le ayuda a crear imágenes muy bellas y detalladas. Además de esto, Bauer se vale constantemente del espacio para componer la acción de sus escenas: dirige la atención del espectador sobre los personajes mediante el modo en que los sitúa en el encuadre (delante o detrás el uno del otro) o, como es con frecuencia el caso del marido, los escora hasta el borde de la pantalla. Aun así, el cine de Bauer es tan elegante e impecable en su ejecución que cualquier descripción resulta en vano ante la experiencia que supone poder ver sus películas.


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