Título original: The Life and Times of Judge Roy Bean
Director: John Huston
EE.UU., 1972, 120 minutos
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El juez de la horca (1972) de John Huston |
The Life and Times of Judge Roy Bean (1972) ejemplifica hasta qué punto el Hollywood de principios de los setenta había dejado de tomarse en serio a sí mismo. De ahí ese aire caricaturesco que impregna la puesta en escena de John Huston de principio a fin de una película que es al wéstern lo que el vodevil a la tragedia clásica. Efectivamente, los códigos del género quedan aquí revertidos en aras de una comicidad que no es sino la cara amable de eso que comúnmente se ha denominado "tono crepuscular".
Por otra parte, la particular forma que tiene el protagonista de aplicar la ley en sus dominios refleja, a su vez, el carácter excéntrico de un cineasta, el mismo Huston que previamente había dirigido El tesoro de Sierra Madre (1948) o Vidas rebeldes (1961), que para aquel entonces ya estaba de vuelta de todo. En ese sentido, la cinta que nos ocupa no sólo desafía las convenciones establecidas, sino que las deconstruye con un lenguaje visual y narrativo cargado de ironía, lirismo y una nostalgia profundamente ambigua.
Aun así, lo que resulta realmente innovador del guion de John Milius no es sólo su capacidad para mezclar lo épico con lo absurdo, sino su osadía al estructurar la historia como una serie de viñetas que se sienten casi como capítulos de una leyenda contada por un borracho lúcido. Por consiguiente, el juez Roy Bean, interpretado con una mezcla de brutalidad encantadora y socarronería extravagante por Paul Newman, no es tanto una figura legendaria como un símbolo mutable: juez, forajido, mártir, tirano y, finalmente, un eco romántico de un mundo que nunca existió tal como se cuenta.
En realidad, lo más fascinante del personaje es que parece celebrar y ridiculizar el mito del wéstern en la misma jugada. No se trata de una parodia ni de un homenaje ciego: es más bien una meditación excéntrica sobre cómo los mitos fundacionales de Estados Unidos fueron construidos a partir de excesos, errores y versiones altamente idealizadas de la realidad. Por eso Roy Bean no es tanto un héroe trágico ni un villano redimido, sino más bien una invención viva del tipo de historia que el cine ha solido contar para autolegitimarse.
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