domingo, 14 de octubre de 2018

La dama de Musashino (1951)




Título original: Musashino fujin
Director: Kenji Mizoguchi
Japón, 1951, 88 minutos

La dama de Musashino (1951) de Kenji Mizoguchi


A diferencia de sus grandes frescos históricos, mucho más sosegados y exquisitos, en La dama de Musashino (1951) Mizoguchi analiza con ritmo trepidante la sociedad japonesa de la inmediata posguerra para llegar a la conclusión de que tanto la derrota como la posterior injerencia de los aliados en los asuntos del país no han hecho sino acelerar un proceso de occidentalización que no siempre es sinónimo de prosperidad.

De ahí que sus personajes vivan con la inquietud de ver cómo la inmoralidad se ha adueñado de los usos y costumbres de una juventud que ve en el adulterio una forma de liberación más que una indecencia. Eso es, al menos, lo que se desprende de la escena en la que el profesor universitario, en el transcurso de una clase de literatura en la que se está comentando Rojo y negro de Stendhal, alienta a sus alumnos para que sean infieles.



Los peligros de la modernidad frente a las bondades de la tradición: en su carta de despedida, la desgraciada Michiko (Kinuyo Tanaka) hará ver a su primo Tsutomu hasta qué punto ha idealizado el Musashino de su niñez, summum de una pureza supuestamente perdida que, sin embargo, le impide darse cuenta de cómo a su alrededor el Tokio moderno está floreciendo a base de fábricas y escuelas.

Una vez más, el sentimiento de culpa del cineasta respecto a las mujeres, eco de la hermana que fue vendida como geisha y de la esposa a la que contagió la sífilis, se pone de manifiesto en la figura de la pobre protagonista, atrapada en un matrimonio sin amor del que sólo se liberará a través del suicidio. En realidad, esta dama tan elegante como incomprendida por quienes la rodean, vendría a ser la personificación del viejo Japón imperial: un símbolo de hasta qué punto se han perdido las esencias en un país que ha preferido vender su alma al modo de vida del invasor occidental antes que preservar las virtudes patrias.


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