domingo, 4 de marzo de 2018

Barroco (1989)




Director: Paul Leduc
Méjico/Cuba/España, 1989, 105 minutos

Barroco (1989) de Paul Leduc


De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada...

Alejo Carpentier
Concierto barroco

Si hay una palabra que defina a la perfección el eje central de una película como Barroco, ésa es exuberancia. La misma prodigalidad voluntariamente excesiva que destila el texto de Alejo Carpentier en el que se basa y que el mejicano Paul Leduc prefirió respetar en cuanto al espíritu más que en cuanto a la letra (lo segundo habría sido inviable). El otro término que designa la realidad americana y, por ende, la novela y su adaptación cinematográfica es mestizaje: un sincretismo en el que confluyen todas las sangres y todos los sones, desde Vivaldi hasta El Lebrijano y el Grupo Andalusí de Tánger, pasando por las danzas yoruba hasta desembocar en la trova de Omara Portuondo, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.

Y todo ello, y ahí radica parte de su mérito, sin que sea exactamente un musical ni, mucho menos, un documental etnográfico: por derecho propio, Barroco se inscribe en la insigne nómina de filmes que, como Berlín, sinfonía de una ciudad (Walter Ruttmann, 1927) o El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929), aciertan a lograr la perfecta simbiosis entre imagen e idea, haciendo que la palabra sea del todo inútil para transmitir lo que el espectador deducirá fácilmente sin necesidad de diálogos.

El esqueleto de la película respeta escrupulosamente la estructura musical diseñada por Carpentier, con la ópera Motezuma como telón de fondo y los diferentes movimientos perfectamente delimitados: Andante, Contradanza, RondóFinale... Y un marco espaciotemporal que abarca desde el descubrimiento de América hasta el presente, con escalas en el siglo XVIII o la Guerra Civil Española. Descomunal despliegue de medios para, en definitiva, contar quinientos años de historia en común a través de cinco personajes: El Indiano (Ernesto Gómez Cruz) y su joven alter ego (Roberto Sosa), El Hispano (Paco Rabal), La Sefardita (Ángela Molina) y El Criado (Alberto Pedro).


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