sábado, 3 de marzo de 2018

A hierro muere (1962)




Director: Manuel Mur Oti
España/Argentina, 1962, 100 minutos

A hierro muere (1962) de Mur Oti


Los que se equivocan son los que se apasionan o los débiles o los cobardes que matan con miedo. Hay que saber hacerlo. Hay que matar a sangre fría...

Las notas de un piano desbocado se desgranan con romántico arrebato durante los créditos iniciales de A hierro muere. Y aunque por el ímpetu con el que son ejecutadas se diría que forman parte de una partitura salida de, por lo menos, las manos de un Rajmáninov, lo cierto es que los autores de la melodía no fueron otros sino Miguel Asins Arbó e Isidro B. Maiztegui.

Lo mismo podría decirse de la puesta en escena ideada por Mur Oti, un pastiche de resonancias hitchcockianas en el que la argentina Olga Zubarry (Elisa) avanza lentamente sosteniendo una bandeja sobre la que reposa un inquietante vaso de leche como el que portaba Cary Grant en Sospecha o donde un tren que se aleja en la noche sirve de plano final al estilo de Con la muerte en los talones.



De hecho, tal y como solía suceder en buena parte de la filmografía del mago del suspense, los movimientos de cámara de A hierro muere sorprenden por lo inusual de su planificación, constituyendo un verdadero recital de contrapicados y primeros planos de los rostros de los protagonistas, en contraste con la profundidad de campo de la toma en el margen contiguo del encuadre.

Caligrafía de resonancias expresionistas al servicio de una historia con moraleja desde el mismísimo título, la típica historia de amour fou entre una antigua presidiaria y un ocioso heredero sin escrúpulos que, incapaces de encauzar su relación dentro de los límites convencionales establecidos por una sociedad en la que no acaban de encajar, planean deshacerse de la anciana tía de éste. En realidad, ni Fernando (Alberto de Mendoza) conoce el pasado de Elisa ni ella sabe de su relación con una despampanante cabaratera (Katia Loritz). Circunstancia que el inspector Muñoz (Luis Prendes) aprovechará para sembrar entre la pareja la semilla de la discordia que desmonte su coartada.


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