sábado, 23 de septiembre de 2017

La muchacha de Moscú (1942)













Título original: Sancta Maria
Directores: Edgar Neville y Pier Luigi Faraldo
Italia/España, 1942, 76 minutos



En su breve incursión en el cine italiano, Edgar Neville dirigió esta adaptación de una novela de Guido Milanesi en la que el trasfondo ideológico se dejaba ver bien a las claras. Tras un accidentado crucero a bordo del Atlantic City, una joven reportera rusa (Conchita Montes) se salva de morir ahogada gracias a la intercesión del apuesto conde Paolo Wronski (Amedeo Nazzari), con quien se reencontrará tiempo después en Pompeya.

El caso es que él también es de origen ruso, si bien fue criado en Italia después de que sus padres fueran asesinados por orden de un despiadado comisario bolchevique... del que Nadia resulta ser la hija. Pero no es ella quien le revela su verdadera identidad: serán los amigos de Paolo quienes le descubran que la mujer es la famosa propagandista bolchevique del diario Pravda en América cuando ambos ya estén irremisiblemente enamorados el uno del otro.



Pero no acaba ahí la trama folletinesca: para más inri, Paolo manifestará los síntomas de la lepra (manchas en la piel, insensibilidad al dolor...), enfermedad que probablemente contrajo durante alguno de sus viajes por África y que enseguida identificará el Padre Lorenzo (Armando Falconi). Y entonces es cuando se obra el "milagro": la atea Nadia, que hasta entonces se había mostrado reacia a tomar en serio cualquier tipo de creencia religiosa, decide convertirse a la fe católica, lo cual tendrá consecuencias inesperadas sobre la salud de su amado Paolo.

Al parecer, ni siquiera el propio Neville tenía en demasiada estima La muchacha de Moscú. Algo comprensible, teniendo en cuenta lo embrollado de una trama que comienza como comedia frívola y sofisticada a bordo de un buque en alta mar, luego se transforma en romance entre las ruinas de la casa del Fauno (muchos años antes de que Ingrid Bergman y George Sanders hiciesen lo propio a las órdenes de Rossellini en Te querré siempre) y que acaba como ridícula exaltación de los poderes terapéuticos de la doctrina cristiana. La crítica, como es lógico, no la trató muy bien, de modo que pronto caería en el olvido en el que aún se encuentra.


No hay comentarios:

Publicar un comentario