sábado, 2 de abril de 2022

Medea (1969)




Director: Pier Paolo Pasolini
Italia/Francia/Alemania, 1969, 110 minutos

Medea (1969) de Pier Paolo Pasolini


Para el hombre antiguo mitos y rituales son experiencias concretas, que comprenden también su experiencia corporal y cotidiana. Para él la realidad es una unidad tan perfecta que la emoción que siente frente a un cielo de verano, por ejemplo, equivale a la experiencia personal más interior de un hombre moderno.

Palabras del centauro Quirón extraídas de los diálogos de la película

Como ya sucediera con Edipo Re (1967), primera entrega de su Ciclo Mítico, el mérito principal de la Medea pasoliniana reside en una lúcida aproximación a la Grecia antigua despojándola del aura museística en la que habitualmente nos ha llegado envuelta. En ese sentido, las imágenes de Medea (1969) destilan una fuerza que es fruto del laborioso proceso llevado a cabo por el cineasta italiano en su afán por localizar la esencia de la cultura clásica allí donde ésta perdure, ya sea en las escarpadas covachas de la Capadocia turca o frente a las murallas de Alepo en Siria.

De modo que, sabedor de lo que se trae entre manos, Pasolini considera lo más natural del mundo que un centauro se pasee por las rectilíneas galerías marmóreas de la Piazza dei Miracoli, en las inmediaciones de la torre de Pisa, mientras de fondo suenan cantos tibetanos y hasta una melodía tradicional japonesa.



Otro tanto ocurre con la presencia de una cautivadora Maria Callas, en su única incursión fílmica, a la hora de encarnar un papel hecho a la medida de quien, al igual que la hechicera sacerdotisa de Hécate, fue en la vida real una mujer fuerte, aunque aquejada por infaustas pasiones de todo tipo. El trágico destino de su personaje, además, se opone al pragmatismo racionalista de Jasón (Giuseppe Gentile), aspirante a dueño del codiciado vellocino de oro y, por ende, héroe materialista por antonomasia.

Sin embargo, a Pasolini le interesa poco la mitología y mucho el contraste entre un mundo ancestral de sacrificios humanos y otro, trasunto del neoliberalismo contemporáneo, en el que cualquier atisbo poético parece irremisiblemente condenado a fenecer en aras del progreso. Cierto que esos temas alientan muy en el fondo de una puesta en escena polvorienta, etnográfica, luminosa las más de las veces, plagada de anacronismos e intencionados fallos de rácord (ya desde el propio desajuste del doblaje en relación a lo que puede leerse en los labios de los actores, la mayoría de ellos no profesionales).



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