miércoles, 13 de mayo de 2015

Surcos (1951)




Director: José Antonio Nieves Conde
España, 1951, 99 minutos

Surcos (1951)

Hasta las últimas aldeas llegan las sugestiones de la ciudad, convidando a los labradores a desertar del terruño, con promesas de fáciles riquezas. Recibiendo de la urbe tentaciones, sin preparación para resistirlas y conducirlas, estos campesinos que han perdido el campo y no han ganado la muy difícil civilización, son árboles sin raíces, astillas de suburbio que la vida destroza y corrompe. Esto constituye el más doloroso problema de nuestro tiempo. Esto no es símbolo, pero sí un caso, por desgracia, demasiado frecuente en la vida actual.

Eugenio Montes

Con tan demoledor aviso arranca una de las películas míticas del cine español: Surcos (1951) de José Antonio Nieves Conde. Se la ha comparado hasta cierto punto con Las uvas de la ira (1940) de John Ford o el cine neorrealista italiano, si bien su mensaje es profundamente reaccionario: vista con la perspectiva que da el paso del tiempo, resulta escalofriante la normalidad con la que se trata, por ejemplo, el uso de la brutalidad para dominar a las mujeres y obligarlas a mantener una actitud sumisa. Pero la moral imperante en la España de entonces era la que era y, al respecto, la película refleja, quizá sin proponérselo, los usos y costumbres de la época.

El campo aparece idealizado frente a la perversión que representa el medio urbano: al respecto, la familia protagonista es la depositaria de las virtudes del castellano viejo, pobre pero honrado, que no debe alejarse de la aldea si quiere evitar males mayores. Aunque la realidad de la España franquista no era, evidentemente, tan idílica: el medio rural se estaba despoblando y las grandes ciudades como Madrid o Barcelona no siempre podían acoger a tantos inmigrantes. De ahí la jerarquía social que se pretende preservar con la moraleja del film: si no quieres que se rían de ti por no haber sabido echar raíces en la ciudad, mejor no te muevas de tu pueblo. Vamos: que unos nacen para ser paletos y otros, para señorito. Lo dicho: estremecedor.

Con todo, no cabe duda de que, al margen de lo repugnante de la ideología que subyace en el guion, el proceso de degradación que a lo largo de su periplo experimenta la familia Pérez está magistralmente descrito. Como también están muy logrados los mafiosos y mafiosillos que pululan por la ciudad: don Roque (alias "El Chamberláin"), el Mellao...



Mucho más burdo es el método empleado para indicar que en la ciudad se respira un ambiente de mayor hostilidad que en el campo: si en la urbe abunda la gente malcarada que trata cínicamente a nuestra familia de recién llegados, en el seno de los Pérez se prodigan las muestras de afecto entre sus miembros: la amantísima madre que se desvive por sus vástagos, el padre bonachón que se deja ablandar por los niños del parque que rodean su puesto de venta ambulante, los dos hijos varones que ansían abrirse camino en la vida logrando su primer empleo en Madrid, la cándida hija que sueña con ser cupletista y que entra en la pérfida órbita de don Roque... Pero no bastan las buenas intenciones, de modo que, a medida que vaya confirmándose que gentes de tamaña inocencia como los Pérez no son más que carne de cañón en la capital, ni la madre será tan afectuosa ni el padre tan apacible ni los varones tan esforzados ni la hija tan candorosa: fuera de su hábitat natural, se han dejado corromper. Y todo a mayor gloria de la moral falangista, que se ve así corroborada con el desdichado término de la aventura urbana de una familia de pueblerinos.

En definitiva, si la censura permitió que la historia contada por Surcos fuese tan dura es porque al régimen le interesaba bastante que así fuera. Y no sólo se tomó la molestia de propagar tales ideas mediante un drama: también lo hizo a través de comedias "de interés nacional", la más recordada de las cuales es La ciudad no es para mí (Pedro Lazaga, 1966). Claro que... si se trataba de emigrar al extranjero para desde allí enviar divisas a la maltrecha economía estatal, entonces la propaganda oficial cambiaba radicalmente. Ahí está, sin ir más lejos, ¡Vente a Alemania, Pepe! (Pedro Lazaga, 1971).


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