martes, 30 de junio de 2020

La última tentación de Cristo (1988)




Título original: The Last Temptation of Christ
Director: Martin Scorsese
EE.UU./Canadá, 1988, 164 minutos

La última tentación de Cristo (1988)
de Martin Scorsese

«Aborrezco, desprecio vuestras fiestas; la pestilencia de los terneros que me degolláis me da náuseas; no puedo oír vuestros salmos ni vuestros oboes...» Ya no era el profeta, ya no era Dios el que hablaba sino sólo el corazón de Jesús, que sentía náuseas y gritaba. Durante algunos segundos sufrió como un desfallecimiento; todo desapareció de pronto, el cielo se abrió y un ángel de cabellera de fuego se precipitó al aire. De su cabeza salían llamas y humo; se subió a una piedra negra en medio del patio y blandió la espada hacia el Templo orgulloso y recubierto de oro...

Nikos Kazantzakis
La última tentación (1955)
Traducción de Roberto Bixio

A medio camino entre el Jesús que imaginara Pasolini en Il vangelo secondo Matteo (1964) y el tremendismo de la Pasión (2004) de Mel Gibson, la propuesta de Scorsese y su guionista Paul Schrader, a partir de la novela del griego Nikos Kazantzakis (1883–1957), se situaba en el siempre espinoso terreno de querer apartarse de la clásica imagen de un Cristo sin fisuras que la iconografía oficial ha venido difundiendo durante los últimos dos mil años.

Y es que humanizar al Mesías mostrando sus debilidades fue considerado poco menos que una gravísima blasfemia por parte de los sectores más ortodoxos de la cristiandad. Hasta el extremo de que el director, debido a las numerosas amenazas de muerte recibidas, necesitó ir acompañado de guardaespaldas en sus apariciones públicas. Protestas a nivel internacional que, el 22 de octubre de 1988, se traducirían en el ataque incendiario de un grupo integrista católico que hizo explotar un artefacto en un cine de París en el que se estaba proyectando la película.



Sea como fuere, lo cierto es que el italoamericano supo poner el dedo en la llaga con la maestría habitual en él. Por ejemplo, a la hora de diseñar el reparto. En ese sentido, un rostro tan anguloso como el de Willem Dafoe le aporta, sin duda, al personaje la carga necesaria de tribulación que atenaza su interior. O el hecho de que los apóstoles hablen con acento del Bronx, mientras que los romanos se expresan en un impecable inglés británico: recurso que el cinéfilo Scorsese aprendió del Kubrick de Espartaco (1960). A este respecto, la elección de David Bowie para interpretar al refinado Poncio Pilato fue también todo un acierto.

Mención aparte merece, por último, la banda sonora de Peter Gabriel, un auténtico portento de audacia creativa que, valiéndose de sonoridades étnicas inéditas en el cine de Hollywood, aportaba la nota exacta de veracidad (o, por lo menos, una cierta sensación de rigor histórico) frente a la parafernalia del cartón piedra de las producciones bíblicas convencionales.


lunes, 29 de junio de 2020

Río Grande (1950)




Título original: Rio Grande
Director: John Ford
EE.UU., 1950, 105 minutos

Río Grande (1950) de John Ford


Junto con Fort Apache (1948) y La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949), Río Grande forma parte de la trilogía que Ford dedicó a ilustrar los avatares del 7.º Regimiento de Caballería de los Estados Unidos. Enmarcada, por lo tanto, en las duras campañas de contención que intentaban frenar los continuos levantamientos de los indios en la frontera con Méjico, la cinta plantea, sin embargo, un dilema familiar que afecta al coronel Kirby Yorke (John Wayne), su esposa Kathleen (Maureen O'Hara) y el hijo adolescente de ambos (Claude Jarman Jr.).

En el transcurso de una conversación que tiene lugar al inicio de la trama, Yorke manifiesta que lleva quince años sin ver a su hijo. Detalle que deja traslucir un complejo trasfondo personal como consecuencia de la enorme implicación del militar en la causa en la que se halla inmerso. Pero eso no significa que el hombre sea un descastado ni nada por el estilo. De ahí que pegue un respingo cuando, al pasar lista a los nuevos reclutas que se incorporan a filas, escuche el nombre del muchacho, al que prácticamente no conoce.



No obstante, ni la disciplina castrense ni el orgullo de un tipo duro como Yorke permiten exteriorizar el más mínimo atisbo de amor paternofilial, por lo que el coronel someterá a un duro marcaje al chico (pese a que, una vez a solas en la misma tienda de campaña donde lo ha tenido firme, al hombre le falte tiempo para comprobar sobre la tela lo alto que está su vástago). Ternura que acabará de aflorar cuando, al cabo de pocos días, se plante en el campamento la madre del mozo, dispuesta a llevarse con ella al retoño y, de paso, ajustar cuentas con el marido que un buen día prefirió el fragor de la batalla a las mieles del hogar.

Producido por la Republic Pictures, compañía especializada en wésterns de bajo presupuesto, Río Grande supuso para su director apenas un encargo: el peaje ante el que Ford debía transigir si quería que los ejecutivos de la productora le permitiesen dirigir un proyecto tan querido para el "irlandés" como El hombre tranquilo (The Quiet Man), que finalmente se estrenaría, dos años después, con la misma pareja protagonista al frente del reparto. Razones presupuestarias que quizá expliquen por qué, a pesar de la espectacularidad de las carreras y saltos ecuestres (con los jinetes de pie, a lomos de dos caballos a la vez), haya demasiadas escenas rodadas en estudio (y no en los espectaculares exteriores de Utah donde se filmó el resto) o que se incluya un buen puñado de canciones ("Aha, San Antone!", "My Gal Is Purple"...), varias de ellas interpretadas por el conjunto vocal Sons of the Pioneers, pero que no representan, al fin y al cabo, más que relleno.


domingo, 28 de junio de 2020

La rana verde (1960)




Director: Josep Maria Forn
España, 1957-1960, 90 minutos

La rana verde (1960) de Josep Maria Forn


Se ha dicho en alguna ocasión que es ésta una película un tanto berlanguiana. No en vano, empieza y acaba con la voz en off de Fernando Rey, tal y como sucedía en ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), y la acción transcurre en una imaginaria ciudad de provincias, llamada Cimera de los Infantes, que en poco o nada difiere de Villar del Río. También se la ha comparado con Calle Mayor (1956) de Bardem. Y, sin embargo, la sombra que planea de un modo más evidente sobre el relato es la de la italiana I vitelloni (1953) de Federico Fellini.

Efectivamente, son sus protagonistas un grupo de señoritos ociosos, herederos con carrera, hijos de las fuerzas vivas del pueblo, asqueados de la eterna monotonía provinciana, y cuya única aspiración consiste en seducir a alguna de las señoritas de buena familia que pasan el verano internas en el castillo residencia Colegio del Carmen. Albergan la esperanza de que ello les permita prosperar y establecerse en la capital, pero la absoluta falta de voluntad de la que adolecen los relega a pasar las veladas jugando al dominó o a los dados en el bar La rana verde.

Castillo de Manzanares el Real (Comunidad de Madrid)

Aunque sus mayores no demuestran mucha más tenacidad a la hora de sacar adelante una población que estuvo treinta años bajo el amparo del difunto Clemente González, cacique local y rémora para el progreso de uno de esos lugares en los que "nunca pasa nada". Así pues, el nuevo alcalde, don Manuel (Félix Fernández), a pesar de llenarse continuamente la boca con la palabra concordia y pronunciar encendidos discursos en la plaza del pueblo, reanudará de inmediato entre los mandamases de Cimera la misma red de clientelismos que ya pusiera en práctica su difunto predecesor. Intrigas que dejan entrever, por cierto, el estigma que aún pesa sobre los viejos republicanos ("los eternos descontentos", según se dice en el prólogo), agrupados en torno a ese Círculo Cultural sobre el que siempre pende la amenaza de cierre por imperativo legal.

Segundo largometraje del catalán Josep Maria Forn (Barcelona, 1928), se aprecia en La rana verde un innegable espíritu crítico respecto a la hipocresía de los usos y costumbres del franquismo sociológico, motivo que tal vez explique que la cinta, rodada en el 57, tardase tres años en estrenarse. A este respecto, aparte de los ya mencionados tejemanejes de los mayores, la juventud de Cimera vive inmersa en un ambiente de miseria moral en el que los chicos se rifan a las veraneantes en función del poder adquisitivo de las familias de éstas, organizando, a tal efecto, bailes, serenatas y otras triquiñuelas (como hacerse pasar por extras, con la complicidad del alcalde, en el rodaje de un filme histórico que tiene lugar en el castillo). Aunque de poco les servirá, ya que, tal y como queda patente en la última escena, con las muchachas cantando "Adiós con el corazón" desde el autocar que las lleva de regreso a Madrid, mientras sus pretendientes se hacinan en el interior del calabozo municipal, para ellas todo ha sido una aventura inocente, apenas una fantasía romántica que probablemente olvidarán tan buen punto lleguen a su destino.


sábado, 27 de junio de 2020

La vida de Brian (1979)




Título original: Life of Brian
Director: Terry Jones
Reino Unido, 1979, 94 minutos

La vida de Brian (1979) de Monty Python

Pocas veces una comedia ha levantado tantas ampollas. Aunque, bien mirado, si se tiene en cuenta que su temática es bíblica y que los encargados de contar la historia no fueron otros sino los corrosivos Monty Python, se comprenderá enseguida la controversia generada por Life of Brian. Sobre todo considerando que la cinta, desternillante como pocas, acababa con sus protagonistas crucificados mientras cantan (y silban) aquello tan ¿optimista? de "Always Look on the Bright Side of Life".

Haciendo un juego de palabras propio de los componentes del grupo, podría decirse que la máxima oposición contra un filme cuyo estreno mundial tuvo lugar en Nueva York y en el que, aparentemente, se ridiculizaba la Pasión de Cristo vino de la "Casa Blanca". Pero no de la residencia oficial y centro de trabajo del presidente de los Estados Unidos, sino de la rancia cofundadora del Nationwide Festival of Light: una tal Mary Whitehouse (1910-2001) que se dedicó a impulsar piquetes, a lo largo y ancho del Reino Unido, en aquellos cines que se atreviesen a proyectar el filme.



En realidad, todo este tipo de campañas ultrapuritanas no hicieron otra cosa sino contribuir a darle todavía más publicidad a una película repleta de gags memorables y que, con bastante frecuencia, ha sido considerada la obra cumbre de sus autores. De hecho, así lo manifiestan los propios integrantes de la compañía en el documental incluido en los extras del DVD. El mismo en el que hoy pueden admirarse las escenas que en su momento quedaron fuera del montaje definitivo y cuya perla más valiosa es la que protagonizaba un cruce entre nazi y sionista llamado Otto (Eric Idle) que en el desenlace de la versión actual sólo aparece, fugazmente, acompañado de un comando suicida.

Parodia descarada, en muchos aspectos, de Ben-Hur (1959), Espartaco (1960) o Rey de reyes (1961), los elementos satíricos de Life of Brian abarcan una amplia gama de matices que van desde la mofa política a costa del Frente Popular de Judea hasta el humor de brocha gorda mostrado durante la dilapidación o, incluso, el más puro chiste escolar (caso del centurión que riñe al protagonista, no tanto por haberlo pillado in fraganti haciendo pintadas subversivas, sino por no saber declinar correctamente en latín). Todo un surtido de inteligentísima causticidad que, sin embargo, les valió a sus creadores la acusación de blasfemos. Lo cual no deja de ser, en sí mismo, una profunda contradicción con la propia esencia del cristianismo, ya que, en definitiva, ¿qué clase de Dios es el que no tolera una broma?


viernes, 26 de junio de 2020

Ben-Hur (1959)




Director: William Wyler
EE.UU., 1959, 213 minutos

Ben-Hur (1959) de William Wyler


La luna ascendía lentamente. Las tres altas y blancas figuras, corriendo con silenciosa pisada, por entre la luz opalescente parecían espectros que huyesen de unas tinieblas aborrecibles. De súbito, ante ellos, en el aire, encendióse una ondulante llama. Mientras la miraban, aquella aparición se condensó en un rojo de cegadora claridad. Sus corazones aceleraron sus latidos, sus almas se estremecían. Los tres gritaron como con una sola voz: 
  —¡La Estrella! ¡La Estrella! ¡Dios está con nosotros!

Lewis Wallace
Ben-Hur: una historia de los tiempos de Cristo (1880)
Traducción de Heliodoro Lillo Lutteroth

De las tres superproducciones cinematográficas que hasta la fecha se han llevado a cabo a partir de la novela del general unionista Lew Wallace (Indiana, 1827-1905) es ésta que ahora nos ocupa la más célebre y laureada (las otras dos serían la fastuosa versión dirigida por Fred Niblo en 1925 y la más reciente/olvidable de Timur Bekmambetov, estrenada en 2016). Filme monumental donde los haya, con sus más de tres horas de metraje, miles de extras y once premios Óscar, el proyecto nació, sin embargo, para salvar a la Metro de la bancarrota, tal y como ya había sucedido décadas atrás con su predecesora muda. En ambos casos, la jugada les salió redonda a unos ejecutivos que supieron extraer el máximo beneficio de la espectacularidad de las imágenes.

Conviene puntualizar, no obstante, que, antes de arrasar en Hollywood, la adaptación escénica de 1899 ya había triunfado en Broadway (de hecho, el recurso de no mostrar el rostro del Mesías no fue tanto un hallazgo de Wyler, sino un ardid de los empresarios teatrales para convencer al pacato Wallace de que accediese a venderle los derechos...). Entresijos de una historia a la que, como vemos, siempre ha acompañado el éxito y cuyo atractivo residía, básicamente, en contar la azarosa trayectoria de un príncipe judío caído en desgracia, la vida del cual discurre en paralelo a la de Jesús.



Pero a finales de los cincuenta el público exige más y más acción, de modo que, aparte de la batalla naval y las penalidades de los condenados a galeras, se puso toda la carne en el asador a la hora de plasmar en pantalla la vertiginosa carrera de cuádrigas en una impresionante reconstrucción del circo romano: sólo para esa escena, fue necesario invertir cinco semanas de rodaje, lo cual da una idea de las proporciones que acabó adquiriendo la producción.

Amigos en la niñez y rivales sobre la arena, el antagonismo entre Mesala (Stephen Boyd) y Judá (Charlton Heston), visualmente reforzado mediante el contraste de sus respectivos caballos, blancos y negros, quedará para la posteridad como uno de los momentos icónicos de la historia del cine. Enemistad que, curiosamente, ha terminado eclipsando el verdadero sentido del relato, que no es otro sino la exaltación cristiana que con tanto acierto supo captar la banda sonora, rebosante de trompas y coros celestiales, del húngaro Miklós Rózsa.


jueves, 25 de junio de 2020

La caída del Imperio romano (1964)




Título original: The Fall of the Roman Empire
Director: Anthony Mann
EE.UU., 1964, 172 minutos

La caída del Imperio romano (1964)


The Fall of the Roman Empire (1964) representa uno de esos casos paradigmáticos en los que la dicotomía entre el fondo y la forma acaba eclipsando cualquier consideración de otro orden. El máximo exponente a propósito de la diferencia que media entre lo artístico y lo artesanal. Así pues, y si nos atenemos exclusivamente a la fastuosidad de sus decorados, qué duda cabe que éstos marcaron un hito en la historia del cine. Baste decir, al respecto, que la reproducción a escala real del foro romano sigue ostentando, a día de hoy, el récord Guinness del plató al aire libre más grande que jamás se haya construido.

Sin embargo, la calidad de una película en términos generales no se mide en función de su envoltorio, sino más bien a partir de lo intangible y ahí es, precisamente, donde radicó el fracaso comercial del filme. Porque una cosa es que Bronston invirtiese cantidades ingentes de dinero con tal de levantar una superproducción tan despampanante como su protagonista femenina (la sensual Sophia Loren) y otra, muy distinta, es que el respetable se chupe el dedo.



En ese sentido, el problema no es sólo que el guion de Philip Yordan et alii carezca de una sólida estructura narrativa, sino, sobre todo, la constante sensación de déjà vu que asalta al espectador de principio a fin del relato. La tenemos cuando las cuádrigas de Livio y Cómodo pugnan, como ocurría en Ben-Hur (1959), por derribarse la una a la otra (no en vano, al primero de ellos lo interpreta Stephen Boyd, es decir, el Mesala de la oscarizada cinta). O cuando asistimos a las acaloradas sesiones del Senado o al campamento en el que, de la mano del protocristiano Timónides (James Mason), bárbaros y romanos ensayan un intento de convivencia pacífica y que son, una y otra, escenas vagamente inspiradas en el imaginario de Espartaco (1960), aquel mítico péplum del que el propio Anthony Mann había sido despedido a las pocas semanas de rodaje...

De ahí que el director buscara resarcirse con un proyecto megalómano, pergeñado a base de miles de extras y dólares, en el que también tuviesen cabida referencias, más o menos explícitas, a su ya dilatado universo fílmico, como la secuencia en la que Ballomar (John Ireland) le quema la mano a Timónides del mismo modo en que los villanos disparaban sobre la palma de James Stewart en El hombre de Laramie (1955). Un fresco —a ratos oscuro a ratos resplandeciente— que es al cine lo que la pintura de Jean-Léon Gérôme o de Ingres es al arte: el apogeo de un academicismo esteticista que, con demasiada frecuencia, impide apreciar el verdadero valor simbólico del conjunto. En ese sentido, cabría preguntarse ¿qué es Roma? ¿El declive de Hollywood? Y esas hordas bárbaras que Timónides, con tanto denuedo, insta a acoger hasta asimilarlas en el seno del Imperio como nueva savia que ayude a preservar el Roman way of life ¿qué son? ¿Comunistas? ¿Negros? ¿El sueño frustrado de una concordia imposible, tan amarga como el tema central de la banda sonora de Dimitri Tiomkin?


miércoles, 24 de junio de 2020

El gran Flamarion (1945)




Título original: The Great Flamarion
Director: Anthony Mann
EE.UU., 1945, 78 minutos

El gran Flamarion (1945) de Anthony Mann


Un as de la puntería que jamás yerra su objetivo; una despiadada femme fatale carente de escrúpulos como pocas veces se haya visto; un hombre agonizante, venido a menos, relatando, sobre las tablas del mismo escenario que un día conoció sus noches de gloria, los pormenores de su perdición...

Mucho antes de convertirse en afamado director de epopeyas históricas o de wésterns al servicio de James Stewart, la carrera del siempre por reivindicar Anthony Mann (1906–1967) había comenzado con cintas de cine negro y bajo presupuesto, pero en las que latía ya el pulso de un cineasta de grandes proporciones. Es el caso, por ejemplo, de The Great Flamarion, sobrio ejercicio filmado en blanco y negro en el que la inquietante presencia de Erich von Stroheim, con sus aires de mariscal prusiano, reeditaba la contundencia de La grande illusion (1937) y se avanzaba en varios años a la fascinación de Sunset Boulevard (1950).

El director Anthony Mann (primero por la izquierda) junto al reparto


Y es que a von Stroheim le pasaba un poco lo mismo que a Orson Welles: poseedores los dos de una personalidad desbordante y una creatividad sin límites, cuando tenían que ganarse la vida como simples actores terminaban, sin embargo, por eclipsar a cuantos se hallaban a su alrededor. Véase, al respecto, la escena del número en la que el protagonista hace gala de su impresionante destreza con el gatillo (y que es, por cierto, un flashforward en toda regla que anuncia cuál será el desenlace de la historia) o el fastuoso despliegue que lleva a cabo en el hotel en el que, teóricamente, debería reunirse con Connie (Mary Beth Hughes).

Pese a no figurar en las habituales antologías del género junto a títulos míticos que abordaron el amour fou (y cuyo paradigma pudieran muy bien ser La mujer del cuadro o Perversidad, ambas de Lang), lo cierto es que The Great Flamarion no desmerece en absoluto a tan ilustres películas, por lo que todo aquel que la desconozca debería al menos echarle un vistazo para poder juzgar por sí mismo.


martes, 23 de junio de 2020

Música y lágrimas (1954)




Título original: The Glenn Miller Story
Director: Anthony Mann
EE.UU., 1954, 115 minutos

Música y lágrimas (1954) de Anthony Mann

Además de wésterns, Anthony Mann dirigió también este biopic a propósito de Glenn Miller (1904–1944): retrato sumamente almibarado del famoso músico y compositor de jazz, en el que el papel protagonista recayó, como no podía ser de otra manera, sobre un James Stewart en un registro muy cercano al que hiciera célebre en ¡Qué bello es vivir! (It's a Wonderful Life, 1946) de Capra.

Desde una modesta tienda de empeños de Los Ángeles, en la que el futuro director de orquesta se verá obligado a pignorar una y otra vez su trombón, hasta el fatídico vuelo que se pierde, con Miller en su interior, en la niebla del canal de la Mancha, el filme revisa la trayectoria del autor de clásicos como "Moonlight Serenade" mediante un guion en el que el paso del tiempo se va marcando con suma habilidad. Así, por ejemplo, cuando los recién casados acuden al club de jazz en el que, entre otros, están actuando Louis Armstrong y el batería Gene Krupa, el hecho de que los camareros sirvan ginebra en tazas de café es una forma sutil de indicar que la acción se sitúa en tiempos de la Ley Seca (1920-1933).



Aunque la esencia de la trama radica en la tenacidad mostrada por Miller hasta dar con el sonido inconfundible que distinga a su conjunto de los demás: lucha no exenta de cuantiosos tropiezos en el camino, pero para la que contará en todo momento con la complicidad de su esposa Helen (June Allyson). A este respecto, resulta enormemente sintomática esa leve punzada que ella siente en el cogote cada vez que una melodía le parece especialmente buena.

Iniciada la Segunda Guerra Mundial, la nota patriótica la aporta la incorporación a filas del músico, con el grado de capitán, dispuesto a introducir cambios en la férrea disciplina de las bandas militares. Empresa que logrará sacar adelante con el beneplácito del general Arnold (Barton MacLane) y que explica que Miller sea destinado a Europa para, con la ayuda de su orquesta, mantener alta la moral de las tropas americanas.


lunes, 22 de junio de 2020

El hombre de Laramie (1955)




Título original: The Man from Laramie
Director: Anthony Mann
EE.UU., 1955, 103 minutos

El hombre de Laramie (1955) de Anthony Mann

Como si de una tragedia griega o un mito clásico se tratase, The Man from Laramie arranca con la llegada de un forastero que viene desde muy lejos con el único objetivo de vengar la muerte de su hermano. De hecho, el cainismo va a ser uno de los temas principales en un wéstern de resonancias edípicas cuyo protagonista, magistralmente interpretado por James Stewart, parece ajustarse a la efigie del hombre alto y misterioso con el que premonitoriamente soñó el patriarca de los Waggoman (Donald Crisp). Pero el anciano está perdiendo la vista a marchas forzadas y su ceguera, tan simbólica como física, le impedirá darse cuenta de quién es el verdadero asesino de su hijo.

También se han comparado las desavenencias en el seno del rancho Barb con un cierto dramatismo a lo Rey Lear, si bien la venta de rifles de repetición a los indios conectaría de pleno con el comercio fraudulento de armas que hoy en día trae de cabeza a tantísimos gobiernos en el mundo.



Sabiamente filmada en CinemaScope y Technicolor, la cinta supuso la última colaboración de la fructífera alianza entre actor y director. Algo que se deja traslucir en la violencia descarnada de algunas escenas, como el tiro que (fuera de campo) le pegan en la mano a Will Lockhart (Stewart) o el ataque desproporcionado que éste padece en las salinas.

Hay, por último, una historia de amor en ciernes que no llega a concretarse, aunque, a este respecto, el final queda más bien abierto, con el inquieto Will abandonando los secarrales de Coronado (Nuevo Méjico) en dirección a su hogar en la lejana Laramie (Wyoming), pero emplazando a la delicada Barbara (Cathy O'Donnell) para que se reúna con él algún día.


domingo, 21 de junio de 2020

Tierras lejanas (1954)




Título original: The Far Country
Director: Anthony Mann
EE.UU., 1954, 97 minutos

Tierras lejanas (1954) de Anthony Mann

Bajo la apariencia endeble de Jeff Webster (James Stewart) se esconde un individuo un tanto misántropo, independiente como nadie. Viene de conducir un enorme rebaño de ganado vacuno desde Wyoming y, una vez ya en Seattle, y a pesar de la acusación de asesinato que pesa sobre él, embarca junto con su socio Ben (Walter Brennan) rumbo a las frías tierras del Yukón canadiense. Lo cual no sólo marca ese carácter itinerante que es tan propio del wéstern, sino que además contribuirá a que los personajes queden integrados en un paisaje montañoso de glaciares y nieves perpetuas que, frente al habitual polvo de las praderas, resulta un tanto chocante, por poco frecuente, en este género fílmico.

The Far Country supuso la cuarta colaboración entre Mann y Stewart (la quinta, si se tiene en cuenta el biopic The Glenn Miller Story), dando lugar a una cinta, sobriamente filmada en Technicolor, en la que de nuevo se indagaba en torno a la condición humana mediante uno de esos conflictos morales tan del gusto de su director y del guionista Borden Chase. Y es que, llegados a Dawson City, ciudad convulsa por la fiebre del oro y la tiranía del perverso juez Gannon (John McIntire), el protagonista optará por mantenerse al margen, por más que dos mujeres tan distintas como Ronda (Ruth Roman) y la francófona Renée (Corinne Calvet) se disputen su amor y su ayuda.



No obstante, el teórico desarraigo de Jeff contrasta con el ansiado proyecto de su compañero Ben de que ambos se establezcan en Utah, adonde se retirarían para construir un rancho con las ganancias obtenidas gracias a sus inquietudes auríferas. Sueño dorado que la particular idiosincrasia de un enclave sin ley amenaza con echar a perder en el momento menos pensado.

Con su sombrero sudado y la campanilla pendiendo de la silla de montar, James Stewart se mete en la piel de uno de esos vaqueros psicológicamente complejos, tan habituales, por otra parte, en la filmografía de Anthony Mann. El hosco jinete al que las circunstancias obligarán a tomar partido, dejando de lado su egoísmo, y cuyo caballo (un magnífico e inteligentísimo ejemplar llamado Pie, es decir 'Tarta', y con el que el actor rodaría hasta diecisiete wésterns) acabará teniendo un inesperado protagonismo en el desenlace de la historia.


sábado, 20 de junio de 2020

Winchester 73 (1950)




Título original: Winchester '73
Director: Anthony Mann
EE.UU., 1950, 92 minutos

Winchester 73 (1950) de Anthony Mann

Más que por James Stewart, Winchester 73 está protagonizada por un rifle: objeto al que se le atribuyen propiedades casi mágicas y que irá pasando de mano en mano como si de un preciado talismán se tratase. En realidad, el codiciado modelo "One of One Thousand", también conocido como "The Gun That Won the West", no deja de ser el McGuffin o pretexto necesario para articular una estructura episódica y hacerla avanzar hasta que quede saciada la sed de venganza que mueve al protagonista y que es el único y verdadero motor de la acción.

Trama que arranca un 4 de julio en Dodge City cuando está a punto de comenzar un concurso de tiro en el que Lin McAdam (Stewart) y su irreconciliable oponente Dutch Henry Brown (Stephen McNally) tendrán ocasión de demostrar sus respectivas habilidades en el manejo del gatillo: célebre es, a este respecto, la escena en la que ambos miden su puntería disparando sobre un dólar lanzado al aire. Aunque una cierta nota cómica se cuela en este primer acto, con el mítico Wyatt Earp (Will Geer) ejerciendo de sheriff local y reconvertido en entrañable abuelo Cebolleta que obliga a todo el mundo a que le entregue las armas con tal de tener la fiesta en paz.

El actor Will Geer interpreta al mítico Wyatt Earp

Winchester 73 supuso un punto de inflexión en la carrera del director Anthony Mann (1906–1967) y, sobre todo, en la de un James Stewart encasillado, hasta aquel entonces, en papeles eminentemente burlescos de galán patoso, pero que, a partir de esta película, tendría ocasión de explorar registros de mayor profundidad psicológica. Fue también el inicio de una colaboración fructífera entre ambos, así como la primera vez que una estrella de Hollywood se decantaba por obtener, en lugar de su sueldo astronómico, un porcentaje de lo recaudado en taquilla (lo cual le acabaría reportando pingües beneficios al actor, amén de crear un precedente que, andando el tiempo, cambiaría radicalmente las reglas del juego en la meca del cine).

Por otra parte, el espectador atento descubrirá en papeles secundarios a futuros astros del celuloide como Rock Hudson (haciendo de joven jefe indio) o Tony Curtis, quien interpreta a un soldado de caballería que interviene fugazmente. No obstante, son los aspectos derivados de la lucha fratricida que alienta en el trasfondo del argumento los que, en puridad, cabe tener en cuenta como primordiales y definitorios de lo que aquí se cuenta. De hecho, en un principio era Fritz Lang, cineasta forjado en las tortuosas fabulaciones del expresionismo europeo, el elegido para dirigir una historia cuya intrincada red de pasiones explica la predilección por los planos en contrapicado del duelo final entre las rocas o las siluetas de los jinetes recortadas sobre el horizonte.


viernes, 19 de junio de 2020

Los santos inocentes (1984)




Director: Mario Camus
España, 1984, 107 minutos

Los santos inocentes (1984) de Mario Camus


Al llegar la pasa de palomas, el señorito Iván se instalaba en el Cortijo por dos semanas y, para esas fechas, Paco, el Bajo, ya tenía dispuestos los palomos y los arreos y engrasado el balancín, de modo que tan pronto se personaba el señorito, deambulaban en el Land Rover de un sitio a otro, de carril en carril, buscando las querencias de los bandos de acuerdo con la sazón de la bellota, mas a medida que transcurrían los años a Paco, el Bajo, se le iba haciendo más arduo encaramarse a las encinas y el señorito Iván, al verle abrazado torpemente a los troncos, reía: "La edad no perdona, Paco, el culo empieza pesarte, es ley de vida..."

Miguel Delibes
Los santos inocentes

La titularon Los santos inocentes por ser la adaptación de la novela homónima de Delibes, pero podría perfectamente haberse llamado España profunda, La verdad descarnada o incluso Milana bonita. Pues es éste un retrato rotundo de los que marcan época. Y que contó con la presencia de una generación de actores irrepetible, encabezada, en esta película, por Alfredo Landa (Paco) y Francisco Rabal (Azarías), cuyas respectivas interpretaciones serían premiadas ex aequo en Cannes.

Más allá de la contundencia de unas imágenes que hablan por sí solas, conviene llamar la atención sobre algún que otro detalle que pudiera pasar desapercibido a la hora de contextualizar semejante obra maestra. Como, por ejemplo, la excelente banda sonora de Antón García Abril, muy en segundo plano, con pinceladas precisas de violín "desafinado" y, sobre todo, ese toque específico de folclore arcaizante que aporta la nota exacta de tribalismo tercermundista.



Desde los dientes podridos de Azarías, quien se orina las manos para que no se le agrieten, hasta la pericia de Paco olfateando el paradero de los pichones que caza su amo, todo en este filme rezuma un innegable aroma a campo, desprovisto de cualquier atisbo idealizador, así como a una miseria (más moral que material) que afecta, a partes iguales, a criados y a terratenientes.

En ese sentido, el relato a base de saltos temporales entre un presente gris y el pasado en el que acontecieron los hechos se articula mediante una estructura coral en la que lo que se ve en pantalla equivale a la plasmación de los recuerdos de cada personaje. Narración hiperrealista, por lo tanto, a la par que radiografía de un medio social fuertemente jerarquizado, cuyo momento culminante es la suma del rencor de un ser tan puro como primario más la arrogancia insufrible de un señorito cabrón.


jueves, 18 de junio de 2020

Los comancheros (1961)




Título original: The Comancheros
Director: Michael Curtiz
EE.UU., 1961, 107 minutos

Los comancheros (1961) de Michael Curtiz


Gravemente enfermo de cáncer, el húngaro Michael Curtiz, autor de clásicos como Casablanca (1942), Robin de los bosques (1938) o El capitán Blood (1935), moría poco antes de que finalizase el rodaje de Los comancheros. Corría el año 1961. De hecho, la enfermedad le había impedido estar presente en el set durante buena parte de la filmación, por lo que fue su actor protagonista, un John Wayne que ya contaba en su haber con la reciente El Álamo (1960), el encargado de dirigir las escenas restantes, si bien rechazaría figurar en los créditos, junto al fallecido, en calidad de codirector.

Aun así, que se trata de una película de John Wayne salta enseguida a la vista por la presencia en el reparto de dos de sus hijos: Patrick (Tobe), quien ya había compartido diversas escenas con su padre en Centauros del desierto (The Searchers, 1956) de Ford, y la pequeña (y un tanto repipi, todo hay que decirlo…) Aissa (Bessie), en el papel de hijita de una viuda a la que el capitán Jake Cutter (Wayne) arregla la empalizada una vez al año.



Además de por lo ya expuesto, Los comancheros es también un wéstern atípico porque comienza con un duelo de honor a pistolas en la Luisiana de 1843 (es decir, mucho antes de la Guerra Civil), sin que ello sea óbice para que aparezcan por doquier rifles de repetición y otros inventos posteriores, dando lugar a más de un anacronismo. Tanto da: ni siquiera a nivel temático se profundiza en detalle a propósito de esa organización secreta que sirve de título a la cinta y cuyos integrantes están obligados a matar a todo aquél que ose profanar los límites de sus dominios.

En todo caso, la mezcla de villanos y pieles rojas asegura más de una escena de acción (que es de lo que se trata), así como del enemigo idóneo para lucimiento de un ranger tejano (Wayne) y un refinado gambler sudista (Stuart Whitman). También una estructura hasta cierto punto episódica, en la que sobresalen secundarios como el pintoresco Crow, a quien da vida el siempre efectivo Lee Marvin, aporta la dosis necesaria de originalidad para que el filme se beneficie de ese aire entre crepuscular y decadente que adquieren la mayoría de wésterns a partir de la década de los sesenta.


miércoles, 17 de junio de 2020

Dos cabalgan juntos (1961)




Título original: Two Rode Together
Director: John Ford
EE.UU., 1961, 109 minutos

Dos cabalgan juntos (1961) de John Ford


Para no haber sido un proyecto personal de John Ford, Two Rode Together contiene, sin embargo, buena parte de las constantes que marcaron su trayectoria como cineasta a lo largo de los años. De entrada, porque muchos de sus actores secundarios, como Henry Brandon, que vuelve a hacer de jefe indio, son los mismos que ya habían intervenido en The Searchers (1956), filme del que éste vendría a ser una especie de remake oficioso. De hecho, el motor de la historia es idéntico en ambos casos: dos tipos (en esta ocasión el tándem formado por Jimmy Stewart y Dick Widmark) al rescate de prisioneros blancos en manos de los comanches.

No obstante, el resultado final dista bastante de igualar a su predecesora y el propio Ford así lo manifestó desde un buen principio, llegando a calificar su propia cinta como "la peor basura que he hecho en veinte años". Probablemente no hubo para tanto (y ahí están para corroborarlo escenas memorables como la que la pareja protagonista comparte a orillas del río mientras los dos amigos conversan de todo y de nada), si bien es cierto que, en términos generales, cuanto acontece en la pantalla deja traslucir una continua e inequívoca falta de credibilidad.



Con todo y con eso, las dificultades auditivas de Widmark, Stewart y Ford habrían dado lugar a no pocas situaciones cómicas durante el rodaje, como confesaría años más tarde el primero de ellos al entonces crítico Peter Bogdanovich. Aceptémoslo: éste sí que fue un wéstern crepuscular en el sentido estricto de la palabra y así fue recibido por la crítica, a juzgar por los comentarios irónicos que suscitó la edad avanzada (y los respectivos implantes capilares) de los dos protagonistas. Inconvenientes que, a pesar de todo, no impiden que los susodichos compongan un dúo entrañable.

A este respecto, el sheriff McCabe (Stewart) encarna al hombre aparentemente materialista y sin escrúpulos, pero en el fondo con buen corazón, capaz de vender armas a los pieles rojas o amancebarse con la madame del pueblo (Annelle Hayes). En cambio, el teniente Gary (Widmark) representa al militar íntegro, dispuesto a sacar a McCabe de su zona de confort para que ayude a un grupo de familias desesperadas que lo recibirán como a un mesías. Que tanto el uno como el otro despierten, respectivamente, el interés de las jóvenes Elena (la argentina Linda Cristal) y Marty (Shirley Jones) parece menos verosímil, aunque ya se sabe que las convenciones un tanto machistas del género casi obligaban a ello.


martes, 16 de junio de 2020

Centauros del desierto (1956)




Título original: The Searchers
Director: John Ford
EE.UU., 1956, 119 minutos

Centauros del desierto (1956) de John Ford

La silueta de un hombre montado a caballo se acerca desde la lejanía, cubierto de polvo. Hace muchos años que se marchó a la guerra, pero ahora, como el hijo pródigo, regresa al hogar, sin saber que muy pronto se verá envuelto en una búsqueda exasperante e incluso peor que la propia contienda. Responde al nombre de Ethan (John Wayne), aunque si se llamase Ulises su periplo diferiría bien poco respecto al que muestra la película.

Más que un ardid propio del wéstern, el recurso del niño raptado y criado por los indios (o por los gitanos, en su versión europea) pertenece al folclore universal, si bien John Ford era bastante proclive a reutilizar los materiales con los que confeccionaba la épica de sus relatos. Así pues, en Dos cabalgan juntos (1961) volverá a insistir, con algunas variaciones, en dicho esquema, de la misma forma que la secuencia en la que el protagonista lanza el contenido alcohólico de su jarra sobre una chimenea que de inmediato entra en aparatosa combustión remite directamente a una escena análoga de La diligencia (Stagecoach, 1939).

"That'll be the day!"

Los rasgos definitorios de la personalidad de Ethan muestran a un individuo solitario, hasta cierto punto resabiado, cuyo desprecio hacia los indios proviene de una vivencia traumática de la que el espectador apenas tiene constancia si no es por un pequeño detalle que suele pasar desapercibido: la lápida del cementerio sobre la que se acurruca la pequeña Debbie (interpretada por Lana Wood, hermana menor de Natalie) en el momento en el que se cierne sobre ella la sombra del temible jefe Scar (Henry Brandon). Grabada en su superficie, se puede leer la inscripción siguiente: "Here lies Mary Jane Edwards, killed by Commanches (May 12, 1852). A good wife and mother in her 41st year." Es decir, que se trata de la tumba de la madre del susodicho, asesinada a manos de los pieles rojas, probablemente en circunstancias muy parecidas a las del ataque que sacudirá a su recién (y por poco tiempo) recuperada familia.

Hechos trágicos que desencadenan la busca que da título al filme: The Searchers (lo de Centauros del desierto fue un ripio con pretensiones poéticas únicamente circunscrito al ámbito peninsular, aunque la denominación con la que la cinta es conocida en Hispanoamérica, Más corazón que odio, tampoco se queda atrás). Pesquisas, encabezadas por Ethan y su medio sobrino/medio indio Martin Pawley (Jeffrey Hunter), que dotan a la película de la estructura idónea para retratar el agreste paisaje del Far West, desde las planicies nevadas hasta el fastuoso Monument Valley, con los colores refulgentes del sistema Technicolor en formato Vistavision.


lunes, 15 de junio de 2020

Mogambo (1953)




Director: John Ford
EE.UU., 1953, 116 minutos

Mogambo (1953) de John Ford


Se ha comentado tantas veces la tan traída anécdota del doblaje de Mogambo (que, por imposiciones de la mojigata censura franquista, convertía, como quien no quiere la cosa, un simple adulterio en incesto entre hermanos) que, por lo menos en España, se llegó a obviar la verdadera naturaleza de una película que no era sino el remake de Tierra de pasión (Red Dust, 1932), filme dirigido por Victor Fleming y en el que el propio Clark Gable interpretaba el mismo personaje con veinte años menos.

Cinta safari, Mogambo pertenece, en realidad, a la misma categoría fílmica que La reina de África (1951) de Huston o Hatari! (1962) de Hawks. O, dicho con otras palabras: una bonita postal africana en rutilante Technicolor que, con sus exóticos exteriores rodados en Kenia y demás rincones exuberantemente salvajes de las entonces colonias, representaba la excusa ideal para su director de hacer turismo, convenientemente financiado por la Metro-Goldwyn-Mayer, en algún parque natural donde dar rienda suelta a sus impulsos cinegéticos matando leones, gacelas, paquidermos y lo que se pusiera por delante.



Lo cual la convierte, por otra parte, en uno de esos títulos que, como Gone with the Wind (1939), son blanco de la corrección política y de un neopuritanismo que hoy consideran su contenido del todo inadmisible. Y es que, vista con los ojos de un espectador de 2020, Mogambo podría ser perfectamente tildada de racista, machista, colonialista, amén de potencialmente irrespetuosa con la fauna y el medio ambiente. La pega es que se rodó en el 53 (y no la semana pasada), en un contexto histórico cuyos valores y sensibilidad eran muy distintos a los actuales. Es más: aquellas retinas de hace seis décadas se deleitaban con enorme placer viendo este tipo de ensoñaciones morbosas, mezcla de paisajes paradisíacos y enredos de alcoba, aventuras selváticas y extramaritales. Glamur reforzado por la presencia de unas estrellas que, en el caso de Ava Gardner y Grace Kelly, recibirían la recompensa de sendas nominaciones al Óscar.

Aunque, al margen de lo que se ve en pantalla, parece ser que fue el rodaje lo verdaderamente jugoso en cuanto a chascarrillos y rifirrafes se refiere: romance tórrido entre Gable y la futura princesa de Mónaco, Ford (para quien Mogambo era apenas un producto de encargo) reprendiendo ásperamente a la Gardner en público, Sinatra presentándose de improviso en el set... Casuística sin fin, tan deliciosa como intrascendente, que forma parte ya de la leyenda de una época irrepetible.


domingo, 14 de junio de 2020

María Estuardo (1936)




Título original: Mary of Scotland
Director: John Ford
EE.UU., 1936, 123 minutos

María Estuardo (1936) de John Ford

Tal vez porque el tema no le parecía lo suficientemente atractivo o quizá porque su relación de amor y odio con Katharine Hepburn se hallaba en punto muerto, pero el caso es que John Ford se desentendió enseguida de Mary of Scotland. Hasta el punto de ausentarse del rodaje y encargarle a la actriz que dirigiese ella misma alguna de las escenas. Lo cual no sólo revela, bien a las claras, el carácter temperamental de ambos (ni que decir tiene que la Hepburn, más chula que un ocho, le tomó la palabra al cineasta y no dudó ni un instante en ponerse tras las cámaras), sino, sobre todo, la aureola de película fallida que, desde entonces, ha pesado sobre el mencionado filme.

Y es que todo en él adolece de una solemnidad tediosa, heredada, en buena medida, de la pieza teatral, en verso blanco, de Maxwell Anderson que se había estrenado en Nueva York tres años antes. Es esa grandilocuencia, tan hollywoodense, por otra parte, de grandes decorados de cartón piedra y vistoso vestuario de época que no logran, sin embargo, ocultar las verdaderas carencias de una cinta a la que le falta gancho y le sobra empaque.

Katharine Hepburn junto a Fredric March

Habrá quien diga, en su descargo, que tanto el tema como el contexto histórico justifican la rigidez de semejante puesta en escena (lo cual es cierto hasta cierto punto, valga el retruécano), pero bastaría revisar títulos como La reina Cristina de Suecia (1933) de Mamoulian, Las cruzadas (1935) de DeMille o Robin de los bosques (1938) de Curtiz para desmentir, en el acto, que las superproducciones históricas tengan que ser forzosamente aburridas.

Como tampoco están obligadas a respetar escrupulosamente los hechos que en ellas se describen. En ese sentido, la cinta que nos ocupa también se permite sus licencias, ya que María Estuardo e Isabel Tudor, por ejemplo, no llegaron nunca a coincidir cara a cara en la vida real. Ni la reina de los escoceses fue, probablemente, esa heroína católica y abnegada que interpreta Katharine Hepburn: que en esto, como en tantas otras cosas, el cine acostumbra a ser bastante manipulador.

Rumbo al cadalso...