domingo, 31 de enero de 2021

Tamaño natural (1974)




Título original: Grandeur nature
Director: Luis García Berlanga
Francia/Italia/España, 1974, 89 minutos

Tamaño natural (1974) de Luis García Berlanga


Hay algo buñueliano en Tamaño natural (1974), quizás porque la película partió de una idea original de Jean-Claude Carrière que el tándem Berlanga-Azcona desarrolló hasta convertirla en una de esas cintas del exceso, como La grande bouffe (1973) de Ferreri, tan típicas del cine europeo de los setenta. Sin embargo, el fetichismo obsesivo del protagonista (Michel Piccoli), profesional liberal de mediana edad que se aísla voluntariamente del mundo para dar rienda suelta a su pasión erotómana con una muñeca hinchable, denota, en realidad, esa pulsión autodestructiva tan propia de los grandes misántropos. Hasta el extremo de que, más que el sexo o una desviación de la conducta, el tema central del filme, casi el único, no es otro sino la soledad del hombre moderno.

De hecho, y aunque el caso más flagrante sea el del ya mencionado dentista, la incomunicación afecta un poco a la mayoría de personajes. Así pues, la anciana madre de Michel (Valentine Tessier) tomará prestado el juguete del hijo para darle charla a la muñeca y de paso hacer ganchillo; el rijoso Natalio (Manuel Alexandre) aprovechará la ausencia del inquilino para, dejando de lado el escape del radiador, desahogarse con el maniquí; hasta que, por último, la cuadrilla de españolitos liderada por un flamenco Agustín González acabe raptando al oscuro objeto del deseo en el transcurso de una nochebuena de libertinaje y desenfreno. Incluso la afligida esposa del odontólogo recurrirá al ardid de adoptar el envaramiento de su rival de goma como último y desesperado intento por recuperar el interés hacia ella del marido.



También, en una célebre escena, la tersura de Catherine (nombre con el que Michel bautiza a su estática compañera) suscita la morbosidad lésbica de una sensual modista interpretada por Amparo Soler Leal, si bien su amo la rescatará a tiempo para proseguir su ritual amatorio en un vetusto apartamento parisino en el que la portera española (Queta Claver) le prepara paellas y le habla en valenciano.

¿Es Michel, además de todo lo dicho, un misógino? Pudiera ser. Porque su particular monomanía parece la propia de un individuo tan sumamente individualista que prefiere el encanto artificial de la muñeca antes que tener que aguantar los reproches de una mujer de carne y hueso. No obstante, no se trata, ni mucho menos, de un retraído, como lo demuestra la secuencia en la que seduce a una atractiva joven en el vestíbulo del hotel, sino más bien de un tipo cuya lucidez frente al hastío que lo rodea le hará refugiarse en una fantasía de consecuencias imprevisibles.



sábado, 30 de enero de 2021

La boutique (1967)




Título alternativo: Las pirañas
Director: Luis García Berlanga
España/Argentina, 1967, 95 minutos

La boutique (1967) de Luis García Berlanga


La película "maldita" de Berlanga tuvo que rodarse en Argentina con unos actores que ni eran los que Azcona y él habían tenido en mente al escribir el guion ni tampoco los más idóneos para encarnar a la pareja protagonista. Porque si bien los apolíneos Sonia Bruno y Rodolfo Bebán destacan por su apostura yeyé, lo cierto es que distan una eternidad del gracejo carpetovetónico que hubiesen aportado con su presencia los inefables José Luis López Vázquez y Laly Soldevila.

Con todo y con eso, La boutique (1967) destila una causticidad que, de haberse filmado en la Península, difícilmente habría dejado pasar la censura franquista. Tal vez por ello, en Argentina se estrenó con el título aún más explícito de Las pirañas, en clara alusión al carácter destructivo de la relación entre dos jóvenes esposos sin hijos y una suegra (Ana María Campoy, doblada en la versión española por María Luisa Ponte) capaz de urdir una despiadada intriga con tal de atar en corto al díscolo de su yerno.

Berlanga (izquierda) en un cameo junto a los protagonistas


También la música del mítico Astor Piazzolla (1921-1992) contribuye a darle a la cinta el definitivo toque bonaerense, con esos aires de bandoneón tan característicos del compositor nacido, hace justo un siglo, en Mar del Plata. O la presencia en el reparto de un intérprete tan "genuinamente" argentino como Lautaro Murúa (en realidad era de origen chileno) en el papel del engreído Carlos. Hasta la pareja principal, Carmen (Bruno) y Ricardo (Bebán), protagonizan una breve escapada a las playas de Punta del Este (Uruguay), añadiendo otra pincelada sudamericana al que es, sin duda, uno de los títulos menos conocidos de la filmografía de su director.

Sin embargo, y tras haber ahondado en lo más sórdido de la sociedad española en dos filmes determinantes en su carrera como fueron Plácido (1961) y El verdugo (1963), La boutique se queda un poco en tierra de nadie, desprovista de los referentes que Berlanga dominaba por conocerlos de primera mano. Encierra, eso sí, en oposición a la sofisticada frialdad de las tiendas de ropa y las salas de arte moderno, una reflexión bastante pesimista en torno a las relaciones de pareja, en cuyo seno se orquestan las más crueles maquinaciones.



jueves, 28 de enero de 2021

Los derechos de la mujer (1963)




Director: José Luis Sáenz de Heredia
España, 1963, 95 minutos

Los derechos de la mujer (1963)


Un primer acercamiento a Los derechos de la mujer apuntaría en la dirección de su indisimulada factura teatral. Y, sin embargo, si la película revela bien a las claras el sustrato escénico del que proviene (la comedia homónima de Alfonso Paso), ello no es tanto por demérito, sino porque así lo quiso su director, un José Luis Sáenz de Heredia que acometió la adaptación cinematográfica con el firme propósito de sacarle partido a la misma fórmula que previamente había conocido el éxito en los escenarios madrileños.

En dicho sentido, es básicamente la artificiosidad de las interpretaciones, sobre todo en el caso de la pareja protagonista, lo que hoy pudiera achacarse a falta de pericia por parte de los actores cuando, en realidad, se trataba de recrear la inmediatez de las tablas para, una vez captada y trasladada al celuloide, su posterior explotación comercial en salas. A ello contribuye, en buena medida, la utilización del sonido directo en múltiples escenas, recurso que la televisión, todavía en ciernes en aquel lejano 1962, acabaría de explotar en años venideros.



Mucho menos asumible, en cambio, es un planteamiento cuya comicidad reside en que el marido adopte roles tradicionalmente asociados a la mujer. Así pues, lo que ya desde el título semeja el anuncio de alguna reivindicación feminista no es más que el reflejo de una sociedad abiertamente patriarcal, documento impagable a propósito del franquismo sociológico en el que la figura de una mujer abogada, tan adicta al trabajo que pasa la noche de bodas atareadísima resolviendo un pleito en compañía del servicial Ortiz (López Vázquez), se contempla como algo exótico y hasta cierto punto antinatural.

Aunque lo más rancio del argumento reside en la trampa que concibe la esposa (Mara Cruz) con el objetivo de poner en aprietos al solícito Juan (Javier Armet), intriga para la que requiere los servicios de una prostituta (Lina Canalejas) que deberá tentar al varón, a cambio de cinco mil pesetas, y así pescarlo en adulterio infraganti. Curiosa inversión de papeles, en contraposición a lo que dictaban las leyes de aquel entonces en materia de infidelidad conyugal, en una comedia que se abre con una cita bíblica a propósito de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso.



domingo, 24 de enero de 2021

El verdugo (1963)




Director: Luis García Berlanga
España/Italia, 1963, 87 minutos

El verdugo (1963) de Luis García Berlanga


Alegato contra la pena de muerte, a la par que comedia negrísima, El verdugo (1963) sigue siendo, por encima de todo, una de las radiografías más certeras que jamás se hayan llevado a cabo de la sociedad española. Con el sello inconfundible de Berlanga y Azcona y un reparto memorable en el que sobresalen Pepe Isbert (Amadeo), Emma Penella (Carmen) y el italiano Nino Manfredi (José Luis).

Ya desde sus títulos de crédito, amenizados con un twist de Adolfo Waitzman, se percibe enseguida el recurso primordial sobre el que se asienta la trama: ese contraste tan pronunciado entre lo festivo y lo mortuorio que va a ser la nota predominante durante la práctica totalidad de la película. Así, por ejemplo, en el garaje del servicio de pompas fúnebres, donde, entre coronas y carruajes destinados a algún sepelio, suenan las estruendosas notas jazzísticas que improvisan los músicos ociosos del cortejo. Y lo mismo pasará en la llegada al puerto de Palma, cuando el gentío aclame a las participantes en el Festival Mundial de Elegancia y Belleza que optan a la elección de Miss Naciones Unidas: júbilo desbordante en oposición a la tragedia íntima que atenaza allí mismo a José Luis Rodríguez, el modesto ciudadano de a pie al que las circunstancias, y una pareja de la Guardia Civil, obligan a que ejecute en el garrote a su primera víctima.



Sin embargo, El verdugo sobrepasa ampliamente los límites de la comedia de costumbres hasta adentrarse en lo más profundo de la idiosincrasia de un país marcado por una miseria moral cuyos síntomas se manifiestan en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Son esos funcionarios malcarados que soportan con resignación las largas horas de tedio de un trabajo sin alicientes; la cuñada gruñona (María Luisa Ponte) que no para de meter cizaña; la mala leche de vecinos y transeúntes (como en la escena de la visita al bloque de pisos en construcción) siempre dispuestos a discutirse por un quítame allá esas pajas.

Una lucha constante por la supervivencia que llevará a los personajes al límite de lo que les dictan sus propios escrúpulos, viéndose obligados a transigir si de verdad quieren tener acceso a una vivienda digna o a un empleo que les permita sacar adelante a su familia. Dilema que hace que el protagonista termine aceptando un "oficio" que le repugna hasta el extremo de proferir ese elocuente "¡No lo haré más!", una vez consumada la fatídica sentencia, que su suegro, mucho más bregado en cuestiones de gramática parda, apostillará con un lacónico: "Eso mismo dije yo la primera vez..."



sábado, 23 de enero de 2021

Plácido (1961)




Director: Luis García Berlanga
España, 1961, 85 minutos

Plácido (1961) de Luis García Berlanga


Son varias las tendencias de la tradición hispánica que confluyen en Plácido (1961). Por una parte, se percibe de inmediato esa acidez, tan propia de la picaresca, que propicia que cada personaje vaya a lo suyo, por más que el discurso oficial, en vísperas del día de Navidad, proclame aquello tan célebre (y tan fariseo) de "Siente un pobre a su mesa". Hay, en segundo lugar, una cierta nota esperpéntica en lo grotesco de la situación, con esos tipos, como el mítico Quintanilla (López Vázquez), orquestando la cabalgata de mendigos y vedetes por las calles de Manresa. Por último, las réplicas de unos diálogos corrosivamente hilarantes son herencia directa del teatro de Mihura y Jardiel Poncela, puede que hasta de las revistas de humor gráfico como La codorniz.

Primera de las múltiples colaboraciones entre Berlanga y el guionista Rafael Azcona, Plácido supuso para el director valenciano el regreso a la palestra tras cuatro años de inactividad: parón forzado por unas circunstancias en las que la implacable censura del régimen franquista, pero también, muchas veces, la incomprensión de los productores, dio al traste con varios de sus proyectos. No obstante, el buen olfato de Alfredo Matas al frente de Jet Films facilitó los medios materiales necesarios para que, en esta ocasión, la empresa llegase a buen puerto.



El tortuoso periplo nocturno del protagonista, un humilde obrero magistralmente interpretado por Cassen (hasta entonces apenas un cómico de varietés y, a partir de éste su debut cinematográfico, eficaz secundario en más de una treintena de películas), se prolonga a través de interminables escenarios ante la apremiante necesidad de pagar la letra que impida el embargo del motocarro que garantiza su supervivencia y la de su parentela.

El pesimismo que se adivina en el fondo de esta comedia coral deja traslucir la poca fe de sus creadores en la condición humana. Por lo menos en la de los españolitos, pobres o ricos, que pululan a lo largo y ancho de esta trepidante historia, plagada de mezquindades y falsa moral, en la que no faltan beatas pudibundas, ollas Cocinex, familias numerosas instaladas en lavabos públicos y hasta una insólita boda in articulo mortis.



viernes, 22 de enero de 2021

Los jueves, milagro (1957)




Director: Luis García Berlanga
España/Italia, 1957, 84 minutos

Los jueves, milagro (1957) de Berlanga


La tan debatida ambivalencia de Los jueves, milagro (1957) surgió, en realidad, a resultas de un accidentado proceso de gestación, ya que, en un principio, la película versaba sobre lo que, a grandes rasgos, plantean sus primeros cuarenta minutos de metraje: las componendas que urden las fuerzas vivas de Fontecilla con tal de atraer turismo al desvencijado balneario de esta pequeña localidad carpetovetónica. Toda una farsa chapucera en torno a la supuesta aparición de San Dimas y el consiguiente fervor religioso que se acaba desatando entre las capas populares del municipio.

Ni que decir tiene que la censura franquista masacró el montaje original incluso con injerencias en el propio guion, de modo que lo que debía ser una sátira a propósito de la mercantilización de la fe terminó convirtiéndose en un engendro con tintes de fábula cristiana y exaltación devota. Lo cual se traduciría, como es lógico, en la incomprensión de la cinta por parte de los sectores más reaccionarios, que vieron en ella una actitud irreverente hacia la doctrina eclesiástica, pero también de la crítica izquierdista, que la tachó de alegato pro católico.



Sea como fuere, lo cierto es que Luis García Berlanga cerraba con Los jueves, milagro una primera fase dentro de su extensa filmografía, ya que, a partir de la década de los sesenta, el cineasta valenciano entablaría una fructífera relación profesional de más de veinte años con el guionista Rafael Azcona.

Por de pronto, el fresco que aquí se ofrece mostraba una sociedad de beatas enlutadas y caciques codiciosos cuyas señas de identidad más definitorias se enmarcan en la tradición del esperpento valleinclanesco, aunque también, dado que se trata de una coproducción con Italia, se aprecia un fuerte influjo neorrealista en los rostros de la multitud enardecida o en los míseros ambientes en los que habitan los personajes. Seres genuinamente provincianos, sedientos de agua "milagrosa", entre los que sobresalen el siempre entrañable Pepe Isbert, un maestro de escuela aficionado a dar cachetes (Paolo Stoppa), el mefistofélico Martino (Richard Basehart) y el crédulo Mauro (Manuel Alexandre).



martes, 19 de enero de 2021

Amor propio (1994)




Director: Mario Camus
España, 1994, 111 minutos

Amor propio (1994) de Mario Camus


Nadie mejor que Verónica Forqué podía meterse en la piel de una cándida esposa, ajena por completo a los tejemanejes urdidos por su marido (Antonio Valero) en las cuentas de la sucursal que éste dirige del Banco Continental del Norte. Por no saber, ni siquiera es consciente de que el hombre tiene una amante mucho más joven (Anabel Alonso) con la que lleva una doble vida. De modo que cuando el financiero desaparezca misteriosamente, dejando tras sí una estafa de grandes proporciones, todas las miradas recaerán sobre la ingenua Juana Miranda.

Escrita y dirigida por el veterano Mario Camus, con diálogos adicionales de José Luis Cuerda, a partir de un caso real (el desfalco perpetrado en la Cantabria de 1991 por "Pepe, el del Popular"), Amor propio pertenece a ese tipo de filmes de inspiración hitchcockiana en los que un modesto personaje se ve de repente arrancado de su apacible existencia para encontrarse en el centro de una vorágine en la que fuerzas infinitamente superiores a las suyas lo acosan poniendo en riesgo su integridad física.



Sin embargo, y ello también responde a las convenciones del género, los buitres que se ciernen sobre la desamparada Juana poco pueden imaginar que bajo esa apariencia de ama de casa asidua a los conciertos de música clásica se esconde una mujer cuya perspicacia la llevará a orquestar una venganza perfectamente milimetrada contra los gerifaltes de la entidad bancaria que la importunan noche y día.

Aún así, y pese a tener un hermano que no es trigo limpio (Antonio Resines), no le faltarán cómplices dentro y fuera de su propia familia (como el personaje interpretado por Tito Valverde) a la hora de ayudarla a salir de un atolladero en el que la han metido sin su consentimiento y del que, por añadidura, no parece que vaya a ser nada fácil escapar indemne.



domingo, 17 de enero de 2021

La noche y el alba (1958)




Director: José María Forqué
España, 1958, 90 minutos

La noche y el alba (1958) de José María Forqué


Sobrio ejercicio de cine negro con ribetes de crítica social (no en vano el guion es obra del dramaturgo Alfonso Sastre, conocido por su militancia marxista), La noche y el alba (1958) gira en torno a la muerte "accidental" de una muchacha de vida alegre. Circunstancia que alterará las vidas de unos personajes ya de por sí atormentados y a los que una jugada del destino acaba uniendo a pesar de pertenecer a distintas clases sociales.

Carlos (el portugués Antonio Vilar) es el típico ejecutivo joven, apuesto y ambicioso. Su reciente ascenso en la empresa para la que trabaja conlleva que le sea encargado un proyecto de enorme responsabilidad: la instalación de una nueva factoría en la que hallarán ocupación cientos de operarios. Sin embargo, el éxito profesional de Carlos contrasta con su abúlica vida matrimonial, ya que su esposa Marta (la argentina Zully Moreno) muestra más interés en jugar a las cartas con sus amigas que no hacia los logros laborales del marido.



Ajeno al mundo de Carlos y de Marta, Pedro (Paco Rabal) sobrevive haciendo de fotógrafo en bodas, comuniones y bautizos. La suya es una existencia gris, dada su condición de antiguo combatiente republicano y, por ende, perdedor a pesar de los veinte años transcurridos tras el fin de la contienda. Ni siquiera en el amor ha tenido suerte y por mucho que hostiga a Amparo (Rosita Arenas) para que le deje volver con ella, ésta lo rechaza, convencida de que el mal carácter de Pedro impedirá que sean felices.

Y es que el fotógrafo se siente solo y acorralado como el pececillo que compra en la escena inicial: curiosa metáfora, símbolo del aislamiento al que fueron sometidos los que perdieron la guerra, que irá reapareciendo en distintas ocasiones a lo largo del relato (en el suelo del bar en el que Carlos y Amparo se conocen, en los bancos de la iglesia en la que Pedro cita a Carlos...) hasta convertirse en una especie de leitmotiv subliminal: emblema de ascendencia cristiana en clara alusión al inocente acusado de un crimen que no ha cometido.



sábado, 16 de enero de 2021

De tertulia con Valle-Inclán (2011)




Director: José Luis García Sánchez
España, 2011, 46 minutos

De tertulia con Valle-Inclán (2011) de José Luis García Sánchez


Hoy, Valle-Inclán representa para nosotros, aparte de las muchas consecuencias que se sacan de su variada producción, el tipo claro de persona entregada a su vocación de escritor, que se mantiene firme en ella y deshecha solicitaciones varias, sociales, políticas, etc. […] Mezcla extraña y atrayente de gran señor decimonónico y de intelectual de avanzadilla, vivió en libro, literariamente, personaje central de su propia aventura, en la que no faltaron ribetes de llamativa resonancia.

Alonso Zamora Vicente
Vida y obra de Valle-Inclán

Apreciable docudrama con el que el cineasta José Luis García Sánchez, valleinclanista de pro que se hiciera merecedor de dicho apelativo tras llevar a la pantalla Divinas palabras (1987), Tirano Banderas (1993) y Martes de carnaval (2008), ponía el punto y final (quién sabe si definitivo) a una carrera de más de cuarenta años y una treintena larga de títulos a sus espaldas.

Como suele ser habitual en este género, De tertulia con Valle-Inclán resucita al dramaturgo y novelista gallego (interpretado por Xerardo Pardo de Vera) para someterlo a las preguntas de autores gallegos actuales como Suso de Toro o Manuel Rivas y participar en concurridas tertulias literarias, émulas de las que él mismo animara antaño en los cafés madrileños.



Son varios los especialistas que, procedentes de distintas facultades universitarias, aportan la nota docta con su testimonio. Así pues, la filóloga Margarita Santos Zas sostiene que Valle estiliza en un principio el carlismo con el propósito de evadirse de una realidad que le disgusta (la España surgida de la Restauración borbónica), para, a continuación, idealizar el pasado frente a la ausencia de valores de la sociedad burguesa en la que él vive y, por último, ya en sus esperpentos de los años veinte, acabar arremetiendo contra todo lo establecido.

Aunque la particularidad más llamativa en esta recreación a medio camino entre la biografía y el documental histórico sea, tal vez, la presencia en el reparto de los actores Juan Diego y Juan Luis Galiardo (quienes también ayudaron a coproducir la cinta) encarnando a los que, probablemente, fueron los dos personajes más célebres surgidos de la pluma de don Ramón: el Marqués de Bradomín (Diego) y don Juan Manuel Montenegro (Galiardo). Juntos, ya sea paseando por las calles de Santiago de Compostela o en los salones del Ateneo de Madrid, comentan lo más destacable del estilo de su creador.



domingo, 10 de enero de 2021

Divinas palabras (1987)




Director: José Luis García Sánchez
España, 1987, 107 minutos

Divinas palabras (1987) de J.L. García Sánchez


PEDRO GAILO: ¡He de vengar mi honra! ¡Me cumple procurar por ella! ¡Es la mujer la perdición del hombre! ¡Ave María; si así no fuera, quedaban por cumplir las Escrituras! ¡De la mujer se revira la serpiente! ¡Vaya si se revira! ¡La serpiente de las siete cabezas!

Ramón del Valle-Inclán
Divinas palabras (Tragicomedia de aldea)
Jornada segunda, Escena sexta

Ancestral y atávica, la Galicia que retrata Valle-Inclán en Divinas palabras se asemeja al escenario de los romances de ciego y las consejas de las comadres a la orilla de la lumbre. Mundo mítico poblado por seres harapientos cuya miseria los empuja a la mendicidad, aunque sea utilizando como reclamo a una criatura deforme que pasean en carro por las ferias de las aldeas. Un espacio, en definitiva, abonado a la superstición y la mugre, donde se mata por defender la honra o se practica la alcahuetería con la misma naturalidad que el trasgo cabrío brinca por la techumbre de los campanarios.

Incondicional de la literatura valleinclanesca, como ha demostrado sobradamente al adaptar para el cine y la televisión numerosas obras del autor gallego, José Luis García Sánchez acometió la dirección de Divinas palabras con la voluntad de acercar al gran público el universo de uno de los dramaturgos más notables de todos los tiempos. De ahí que la película contase en el reparto con la presencia de grandes figuras como Ana Belén (Mari-Gaila), Paco Rabal (Pedro Gailo) o Imanol Arias (el donjuanesco Séptimo Miau): intérpretes populares y genialmente secundados por los no menos brillantes Aurora Bautista (Marica del Reino), Esperanza Roy (Rosa la Tatula) y un jovencísimo Juan Echanove que sería recompensado con el Goya al Mejor Actor de Reparto por su papel de Miguelín el Padronés.



En líneas generales, y aun constituyendo una aproximación al texto original más que correcta, la película no logra desprenderse, sin embargo, de un cierto regusto teatral, a pesar de la excelente dirección artística de Gerardo Vera en las mismas localizaciones pontevedresas en las que Valle sitúa la historia. Elemento galaico que la música de Milladoiro contribuye a realzar, si bien Ana Belén canta un par de temas ("Estoy celosa del vuelo" y "Siempre de más, de menos jamás") que no parece que vengan muy a cuento. Como también resulta un tanto misterioso, por lo guadianesco, el acento gallego con el que Paco Rabal adorna (a veces sí y otras no) a su personaje de sacristán.

Admitía el propio García Sánchez que en el cine "los adjetivos se pagan", dando a entender las limitaciones presupuestarias que conlleva la adaptación de una obra tan sumamente compleja. Quizá por ello se vio obligado a renunciar a la escena en la que Mari-Gaila vuela por los aires de la mano del propio diablo. Aunque, y ahí sí que no influye tanto el dinero, sorprende que se atenúe el carácter celestinesco de la Tatula o momentos tan transgresores como cuando el cadáver de Laureaniño es devorado por una piara de cerdos (curiosamente, Valle recurrirá a la misma imagen, años después, en Tirano Banderas). Sabedor de ello, el director optó por un final más impactante que el de la propia tragicomedia al hacer que la adúltera Mari-Gaila (Ana Belén) se desnudase completamente en la puerta de la iglesia para, acto seguido, y como si de la lapidación de una nueva Magdalena se tratara, entrar en cueros en el templo de la mano del cornudo sacristán.



sábado, 9 de enero de 2021

Lucía y el sexo (2001)




Director: Julio Medem
España/Francia, 2001, 128 minutos

Lucía y el sexo (2001) de Julio Medem


Si en su anterior película, Los amantes del Círculo Polar (1998), la pareja protagonista era víctima de un final trágico en los confines de Finlandia, Medem concibió Lucía y el sexo (2001) como antítesis de aquélla al situar buena parte de la acción en la luminosa Formentera. De hecho, el filme nació como resultado de fusionar dos guiones distintos (Lucía: un rayo de sol, escrito durante una breve estancia en la isla, y Sexo: novela corta en la que se profundizaba en el pasado de los personajes), lo cual se percibe de inmediato en las dos realidades paralelas en las que, alternativamente, transcurre la trama.

Un poco a la manera del Tarkovsky de La infancia de Iván (1962), cada uno de esos mundos representa dimensiones opuestas, de manera que si Madrid es el día a día de Lorenzo (Tristán Ulloa) y Lucía (Paz Vega), con sus crisis (de pareja y/o creativas), Formentera aparece retratada como un retiro irreal saturado de luz. Se diría, y Medem promueve continuamente el equívoco, que lo que acontece en ese rincón idílico del mediterráneo es la ficción a la que Lorenzo trata de dar forma en la novela que está escribiendo.



Seis años antes, el futuro escritor había tenido, en las playas de ese mismo lugar, un romance pasajero con una joven valenciana (Najwa Nimri), fruto del cual nacerá una niña llamada Luna, tal vez por haber sido concebida una noche de plenilunio. Así pues, Lorenzo ("el sol") es el padre de una criatura que, además de simbolizar su contrario, da pie a una de esas dicotomías tan del gusto del cineasta.

De nuevo el azar, las conexiones inesperadas entre personajes o los amores apasionados volvían a estar presentes en una cinta que, gracias, en parte, a las tórridas escenas de sexo que contiene, supuso el mayor éxito comercial hasta la fecha de su director. Un Julio Medem que, todo hay que decirlo, ha ido francamente de capa caída desde entonces, siguiendo una trayectoria un tanto errática en cuanto al interés y la calidad de las producciones por él dirigidas en los últimos años.



viernes, 8 de enero de 2021

Los amantes del Círculo Polar (1998)




Director: Julio Medem
España/Francia, 1998, 112 minutos

Los amantes del Círculo Polar (1998) de Julio Medem


Ana y Otto son palíndromos. Como Medem. También esta película empieza y acaba con el azul gélido de las tierras árticas. Tonalidad que, por cierto, impregna de principio a fin la fotografía de Los amantes del Círculo Polar (1998) hasta convertirse en la concreción visual de una historia que gira en torno a elementos tan dispares como el azar, los amores imposibles o la familia. Sus protagonistas, los ya mencionados Ana (Najwa Nimri) y Otto (Fele Martínez), se persiguen incansablemente a través del espacio y el tiempo hasta recalar en una pequeña ciudad finlandesa.

Todo parece posible, todo acaba estando conectado, en esta cinta escrita y dirigida por un cineasta que huye del realismo ramplón para refugiarse en otro mundo, su universo particular, profundamente marcado por las experiencias iniciáticas de la infancia y la primera adolescencia, esa región de aviones de papel, padres divorciados y hermanastros que van en busca del sol de medianoche.



Poco importa que los dos sigan trayectorias completamente distintas, que cada cual tenga sus propias relaciones o que les separen miles de kilómetros de distancia: ambos están unidos desde que eran unos críos y por mucho que pasen los años el destino los volverá a juntar, aunque sea en Laponia bajo las circunstancias más adversas.

Apenas una pupila, en la que asoma una lágrima incipiente, le basta al director para dar a entender el vínculo que une a estas dos almas. Y aunque Ana y Otto perciban cosas distintas ante unos mismos hechos, el carácter cíclico de la existencia los llevará a reincidir con la obstinación de quienes nacieron predestinados a dejarse guiar por la casualidad.



jueves, 7 de enero de 2021

Vacas (1992)




Director: Julio Medem
España, 1992, 96 minutos

Vacas (1992) de Julio Medem


Una vaca no es cualquier cosa. Considera, si no, lo que ocurre aquí mismo. ¿Quién está aquí, en este desierto helado, en esta soledad? Sólo tú, amiga mía. O, por decirlo en otras palabras, está la vaca. La vaca, y no, por ejemplo, el topo. En otoño sí, en la tibieza del otoño bien que se afanaban los topos haciendo agujeros aquí y allá y retozando; pero ahora, ¿dónde están? ¿Y las lombrices? ¿Y las hormigas? ¿Y los demás bichos? No están en parte alguna, puesto que han huido; han huido al interior de la tierra, han huido más y más adentro, y quién sabe dónde están ya esos cobardes, quizá en el mismo centro de la tierra. ¿Y qué diremos de aquellos que andaban, o más bien se escurrían, entre las hierbas, culebras y culebrillas de toda clase? ¿O de las lagartijas que asomaban y empinaban la cabeza en el resquicio de una roca? Pues que, habiendo huido todos, duermen en su escondrijo. Así y todo, hay quienes, siendo superiores a éstos, también huyeron. Como los pájaros. O las ardillas, o los cerdos, o las gallinas. Así es, hija mía, han escapado absolutamente todos, y tú eres la única que está aquí. Aquí está la vaca. La vaca conoce qué es la soledad, qué es la desolación, y con ese conocimiento puede enfrentarse a la vida. Realmente, ¡ser vaca es algo grandioso!

Bernardo Atxaga
Memorias de una vaca
Traducción de Aránzazu Sabán

Su director la tituló simplemente Vacas, pero también podría haberla llamado Hachas. O Bosques o Caseríos. Incluso Guerras, puesto que de violencia latente y larvada trata esta ópera prima. Debut en el largometraje de uno de los autores con una caligrafía más personal, y a la vez reconocible, de cuantos pertenecen a su generación, el donostiarra Julio Medem (San Sebastián, 1958) sostiene que filmando esta película, aparentemente tan campestre, pretendió, en realidad, abordar el conflicto vasco adoptando una perspectiva alegórica.

Desde las luchas carlistas hasta los primeros días de la Guerra Civil, el trasfondo histórico de Vacas (1992) abarca un período de sesenta años en el que las rencillas entre vecinos y familias de un valle vizcaíno se arrastran de generación en generación sin que se vislumbre un modo aparente de superar el odio que atenaza las relaciones entre los protagonistas. De ahí que algunos actores (Carmelo Gómez, Karra Elejalde, Kandido Uranga) interpreten a distintos personajes en las diferentes épocas en las que transcurre la acción, con la finalidad de escenificar cómo se transmite la discordia de padres a hijos.



Ahora bien, y es en ello donde radica el verdadero interés de una cinta que va más allá de unos hechos concretos, se puede ver el filme prescindiendo de todo ese contexto. Según lo cual, y a la luz de cómo reaccionan las distintas encarnaciones de Carmelo Gómez (el carlista que finge su muerte en las trincheras, el fotógrafo que se excusa en inglés para que no lo fusilen los nacionales), quedaría un poco en el aire si Vacas versa sobre la cobardía o más bien sobre la prudencia. O, lo que es más probable, sobre ambas, toda vez que el guion de Medem y Michel Gaztambide plantea una obra abierta en la que es el espectador quien debe juzgar.

Hay, por último, un elemento telúrico, muy de la tierra vasca, que se percibe en cómo los personajes, sobre todo el abuelo y los niños, se relacionan con un entorno en el que el ciclo de la vida palpita en cada palmo del suelo que pisan. Son los aizcolaris hercúleos que se afanan en tronchar a tajo limpio los troncos sobre los que se sostienen, los espantapájaros que blanden su guadaña según de dónde sopla la brisa, el tronco centenario cuyo interior alberga los secretos que sólo el viejo Manuel conoce... Y las reses que pacen y observan, indolentes, los yerros de los hombres y mujeres que las rodean.



miércoles, 6 de enero de 2021

Luces de bohemia (1985)




Director: Miguel Ángel Díez
España, 1985, 94 minutos

Luces de bohemia (1985) de Miguel Ángel Díez


MAX.-  El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato. Los héroes clásicos, reflejados en los espejos cóncavos, dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada. España es una deformación grotesca de la civilización europea. Las imágenes más bellas, en un espejo cóncavo son absurdas. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
DON LATINO.-  ¿Y dónde está el espejo?
MAX.-  En el fondo del vaso.
DON LATINO.-  ¡Eres genial! ¡Me quito el cráneo!
MAX.-  Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras, y toda la vida miserable de España.

Ramón del Valle-Inclán
Luces de bohemia
Escena duodécima

Radicalmente bello, esplendorosamente subversivo: pocas obras de la literatura universal encierran un mensaje tan revolucionario como el que proporciona Luces de bohemia (1920-1924). Y que, por más que pasen los años, mantiene su plena vigencia al cabo de un siglo. ¿Cómo leer eso de la "deformación grotesca de la civilización europea", y otras frases lapidarias por el estilo, sin que a uno le vengan a la memoria tantísimos ejemplos actuales que podrían seguir corroborando semejante diatriba? A fin de cuentas, aquel Madrid convulso en el que Valle sitúa la acción de su esperpento aparece poblado por seres cuyo infortunio despierta la misma nota tragicómica que hoy sigue presente en no pocos ámbitos del "ruedo ibérico".

Sin embargo, los azares del destino han propiciado que la adaptación cinematográfica que dirigiera Miguel Ángel Díez en 1985, a partir de un guion de Mario Camus, haya quedado en segundo plano con respecto a los diversos montajes teatrales de los que ha gozado el texto desde que se llevara por vez primera a las tablas a principios de los setenta. Lo cual no deja de ser una lástima, considerando el magnífico elenco de actores que se dieron cita para la ocasión. En dicho sentido, Paco Rabal compone un Max Estrella más bien acanallado, mientras que el Don Latino de Agustín González sobresale por su perfecto dominio del tono caricaturesco que se le presupone al personaje.



Como ya sucediera previamente en La colmena (1982) o Los santos inocentes (1984), la afortunada suma de talentos de una generación de cómicos que conocían al dedillo, por haberlos sufrido en sus propias carnes, los pormenores de la mísera realidad nacional, redunda en un fresco rebosante de vigor que, no obstante, respeta escrupulosamente los diálogos originales tal y como los concibiera Valle-Inclán. No así la estructura del filme, pues se sitúa al principio el velatorio y sepelio del vate ciego para convertir el resto de la trama en un largo flashback.

La odisea nocturna de los protagonistas depara momentos de gran intensidad dramática e interpretativa, como el encuentro entre Max (Rabal) y su antiguo camarada Paco, ahora Ministro de la Gobernación (Fernán Gómez). O las ardientes proclamas proferidas en el calabozo por el preso catalán (Imanol Arias). En otras ocasiones, en cambio, aflora un cáustico sentido del humor, henchido de retranca gallega, cuyo máximo exponente son las chanzas de Dorio de Gádex (magnífico Ángel de Andrés López) y su troupe de jóvenes modernistas. Nada ni nadie queda exento de la mordacidad del autor. "¡El mundo es una controversia!" Y "Mala" Estrella, el "poeta de odas y madrigales", acaba sus días tieso en un portal. "¡Cráneo previlegiado!"



martes, 5 de enero de 2021

Tirano Banderas (1993)




Director: José Luis García Sánchez
España/Cuba/Méjico, 1993, 91 minutos

Tirano Banderas (1993) de J.L. García Sánchez


Tirano Banderas, sumido en el hueco de la ventana, tenía siempre el prestigio de un pájaro nocharniego: Desde aquella altura fisgaba la campa donde seguían maniobrando algunos pelotones de indios, armados con fusiles antiguos. La ciudad se encendía de reflejos sobre la marina esmeralda. La brisa era fragante, plena de azahares y tamarindos. En el cielo, remoto y desierto, subían globos de verbena, con cauda de luces. Santa Fe celebraba sus ferias otoñales, tradición que venía del tiempo de los virreyes españoles. Por la conga del convento, saltarín y liviano, con morisquetas de lechuguino, rodaba el quitrí de Don Celes. La ciudad, pueril ajedrezado de blancas y rosadas azoteas, tenía una luminosa palpitación, acastillada en la curva del Puerto. La marina era llena de cabrilleos, y en la desolación azul, toda azul, de la tarde, encendían su roja llamarada las cornetas de los cuarteles. El quitrí del gachupín saltaba como una araña negra, en el final solanero de Cuesta Mostenses.

Ramón del Valle-Inclán
Tirano Banderas (Novela de tierra caliente)

La enorme popularidad adquirida por el esperpento valleinclanesco en su vertiente teatral ha contribuido a eclipsar la relevancia de otras aportaciones no menos influyentes surgidas de la pluma del genio gallego. Subtitulada Novela de tierra caliente, Tirano Banderas vio la luz en 1926, anticipándose en más de tres décadas a la recreación de un imaginario que posteriormente harían célebre los autores del boom de la narrativa hispanoamericana. En ese sentido, la figura de este dictador ficticio y, de un modo especial, la innovadora técnica empleada a la hora de darle forma a un relato profundamente fragmentario convierten al texto en una de las piedras fundacionales del realismo mágico.

No era tarea fácil, por lo tanto, trasladar dicho universo a la pantalla, si bien el guion de Rafael Azcona y José Luis García Sánchez lograba captar, en buena medida, la esencia del personaje y de los avatares acaecidos en la convulsa república de Santa Fe de Tierra Firme. Toda una proeza, galardonada con siete premios Goya, que se rodó a caballo entre Méjico y Cuba y que contó con la magistral (y última) interpretación del actor italiano Gian Maria Volontè, fallecido apenas un año después del estreno.

"El primer magistrado de una república no tiene amigos y menos compadres..."


Con respecto al libro, la película tiende a simplificar algunos elementos. A veces de forma acertadísima (por ejemplo, el don Quintín interpretado por Fernando Guillén surge de la fusión de dos personajes distintos), mientras que otras (como convertir al fascinante Doctor Polaco de la novela en un simple hipnotizador al que da vida un poco convincente Quique San Francisco) se antoja gratuito e innecesario.

La enorme riqueza léxica con la que Valle-Inclán adornó los diálogos y descripciones sigue presente en los distintos acentos que se pueden escuchar en esta coproducción iberoamericana. Mosaico de voces, desde el indio insurrecto hasta el gachupín hacendado de la colonia española, en el que a veces se cuelan onomatopeyas animalizantes, caso del "¡Chac! ¡Chac!" con el que Santos Banderas (Volontè) pone firmes a los miembros de su séquito o el histriónico "¡Cuá! ¡Cuá!" con el que el Licenciado Veguillas (Juan Diego) remeda el canto de las ranas. Tipos grotescos, netamente esperpénticos, entre los que destacan el melifluo Barón de Benicarlés (Javier Gurruchaga) o la nigromántica Lupita (Ana Belén), una prostituta capaz de leer el pensamiento.



lunes, 4 de enero de 2021

Los Borgia (2006)




Director: Antonio Hernández
España/Italia, 2006, 142 minutos

Los Borgia (2006) de Antonio Hernández


Tal y como aborda esta película la figura del papa Alejandro VI y de su estirpe (es decir, según lo que marca la leyenda negra gestada en torno a los Borgia), el espectador tiene la impresión de que el patriarca Rodrigo (Játiva, 1 de enero de 1431-Roma, 18 de agosto de 1503) fue una especie de Padrino renacentista. Lo cual no deja de ser llamativo, ya que algo mafioso debieron de tener las intrigas palaciegas protagonizadas por esta familia noble cuando, casualmente, la novela póstuma de Mario Puzo The Family (2001; Los Borgia, en su traducción castellana) abordaba los mismos hechos y personajes.

En manos de Antonio Hernández y con un despliegue de medios considerable, procedentes de la participación en el proyecto de Antena 3 y el Grupo Planeta, el filme denota una factura meticulosa en lo tocante a la dirección artística (vestuario, localizaciones en Italia y España...), pero, al mismo tiempo, una cierta languidez en cuanto al desarrollo argumental, tal vez motivada por el excesivo metraje de lo que estaba llamado a ser también una serie televisiva.



Queda por ver si Rodrigo de Borja fue realmente ese ser maquiavélico que Lluís Homar encarna a la perfección en la pantalla o si, por contra, se trató de un gran mecenas que favoreció el desarrollo de las artes y las letras. Bien mirado, resulta más que probable que ambas facetas sean verídicas, si bien la trama que nos ocupa se centra especialmente en los aspectos más truculentos de un linaje ávido, tal y como señalaba el eslogan publicitario de la cinta, de "ambición, pasión y poder". Fatalidad a la que se hallan expuestos quienes hacen de la parentela una cuestión trascendental. Tal y como, en un momento dado, le espeta el papa a su hija: "Tu vida es un asunto de Estado. Los sentimientos son para la plebe. Nosotros tenemos un destino". Y es que si una cosa sabe a ciencia cierta el sumo pontífice es aquello de que: "Más difícil que gobernar El Vaticano es gobernar una familia".

Digno heredero de las apetencias de su padre, y una vez dispensado de las obligaciones adherentes al cardenalato, el impetuoso César (Sergio Peris-Mencheta) se lanza a una vorágine conquistadora que le llevará a enfrentarse con los Sforza, los Orsini y con todo aquél que ose insinuar algún tipo de relación incestuosa con respecto a su hermana Lucrecia (María Valverde). Urdimbre de maquinaciones de la que nadie está a salvo y cuyas fatídicas consecuencias demuestran el carácter voluble de la fortuna.



domingo, 3 de enero de 2021

En la ciudad sin límites (2002)




Director: Antonio Hernández
España/Argentina, 2002, 125 minutos

En la ciudad sin límites (2002) de Antonio Hernández


La irregular trayectoria del salmantino Antonio Hernández (Peñaranda de Bracamonte, 1953) ha deparado, sin embargo, alguna que otra perla, como este intenso drama familiar en torno a un anciano gravemente enfermo (interpretado por Fernando Fernán Gómez) que se debate entre la demencia y las deudas pendientes con un oscuro pasado. La ciudad inconmensurable a la que alude el título es París, aunque también pudiera tratarse, en clave metafórica, de una referencia a los recovecos de la memoria.

Escrita en colaboración con el malogrado Enrique Brasó (1948–2009), la génesis del proyecto se remonta a los inicios como director de Hernández, quien habría contado, sucesivamente, con Fernán Gómez, Emilio Gutiérrez Caba o Federico Luppi para el papel principal. Y así, tras numerosos avatares, hasta acabar siendo, al cabo de los años, una coproducción con Argentina en la que también participaron varios intérpretes de dicha nacionalidad (Leonardo Sbaraglia, Leticia Brédice, Alfredo Alcón...).



Lo más llamativo de su argumento, premio al Mejor Guion en los Goya de 2003, es que durante los primeros compases de la película parece coquetear con una amplia gama de géneros (suspense, fantástico, thriller...) para terminar adentrándose en la enigmática relación que unió en el pasado a dos antiguos militantes comunistas.

Aun así, En la ciudad sin límites encierra, por encima de todo, un hermoso ejemplo de complicidad paternofilial, con una suerte de hijo pródigo (Sbaraglia) que regresa, después de varios años de ausencia, para convertirse en intercesor del padre agonizante mientras el resto de miembros de la familia, capitaneados por la adusta Marie (Geraldine Chaplin, Goya a la Mejor Actriz de Reparto), se pelea por la cuantiosa herencia del patriarca.