miércoles, 31 de julio de 2019

El pirata (1948)


















Título original: The Pirate
Director: Vincente Minnelli
EE.UU., 1948, 102 minutos

El pirata (1948) de Vincente Minnelli

Parece mentira que un musical en apariencia tan inocente como El pirata suscitase en el momento de su estreno tantísima polémica. De entrada, porque participaban en él algunos bailarines afroamericanos, como los Nicholas Brothers, circunstancia que acabaría motivando que en algunos estados del sur se censurase su número. Pero es que, por si no fuera poco, el legendario jerarca de la Metro, Louis B. Mayer, puso el grito en el cielo ante la considerable carga erótica que, según él, desprendían algunas de las escenas de baile que comparten Gene Kelly y Judy Garland.

En IMDb se pueden leer otras curiosas anécdotas a propósito del rodaje, muchas de ellas relacionadas con la frágil esposa de Minnelli, una Judy Garland que se ausentó por enfermedad en noventa y nueve de los ciento treinta y cinco días que duró la filmación, que fumaba hasta cuatro paquetes diarios de cigarrillos y a quien correspondió el dudoso honor de ser la primera estrella a la que unos estudios cinematográficos le impusieron un psiquiatra que garantizase su estabilidad emocional.

La actriz durante una pausa del rodaje

Y, encima, la película fue un fracaso en taquilla... Sin embargo, El pirata se nos aparece hoy en día como un portento de música y color en el que los decorados, el vestuario y, sobre todo, las espectaculares coreografías de Gene Kelly desprenden imaginación a raudales. Cierto que su exiguo argumento no deja de ser una mera exaltación de un exotismo caribeño, rodado en estudio, tan encantador como artificial. Pero ¿qué más da cuando lo que verdaderamente importa es disfrutar de las oscilaciones del pícaro Serafín, empeñado en seducir y hasta hipnotizar a la bella Manuela? (Por cierto: ¿ha reparado alguien en cuánto se parece Gene Kelly a Antonio Banderas en esta película?)

Todo lo cual no habría sido posible, huelga decirlo, sin las excepcionales composiciones del mítico Cole Porter. Algunas trepidantes, como la inicial "Mack the Black", otras sensuales ("Niña", "Love of My Life"...) e incluso una de ellas, la optimista "Be a Clown", con la que se cierra el filme, que sería descaradamente plagiada años más tarde en otro clásico del cine musical: el "Make 'Em Laugh" de Cantando bajo la lluvia (1952).


El largo invierno (1992)




Título original: El llarg hivern
Director: Jaime Camino
España/Francia, 1992, 135 minutos

El largo invierno (1992) de Jaime Camino


Tratándose de un director que tantas veces había abordado el tema de la guerra civil española a lo largo de su carrera, era casi obligado que Jaime Camino cerrase su filmografía (en lo que al cine de ficción se refiere) con una película rotundamente a favor de los valores republicanos. Porque ese "largo invierno" al que alude el título no es más que una metáfora en referencia a los cuarenta años de dictadura franquista que seguirían tras el fin de la contienda. Se trata, por tanto, de una especie de segunda entrega de Las largas vacaciones del 36 (1976), sólo que ahora el período retratado no es el alzamiento propiamente dicho, sino la debacle final con la entrada de las tropas nacionales en Barcelona a finales de enero de 1939.

Aparte de un reparto internacional, encabezado por Vittorio Gassman en el papel de fiel mayordomo y en el que figuran nombres de la talla de Jean Rochefort o Elizabeth Hurley, se da la circunstancia, como ya sucediera en anteriores superproducciones del cine catalán como La ciutat cremada (1976) de Antoni Ribas, de que diversas personalidades aparecen en fugaces cameos. Así, por ejemplo, el músico Quimi Portet (componente de El último de la fila), que es el "topito" hallado por los falangistas en el sótano mientras expurgan la biblioteca familiar (la escena se rodó en el Ateneo Barcelonés). O el guionista Romà Gubern, captado brevemente por la cámara como uno de los presos que esperan a que los lleven al Campo de la Bota para ser fusilados. Hasta el propio Jaime Camino se reservó un papelito, con texto y todo, de lo más ocurrente: es el Capitán General al que acude Casimiro Casals (Adolfo Marsillach) para implorar que indulten a su hermano Jordi. No deja de ser gracioso que quien dirige la película sea, asimismo, quien interprete a la máxima autoridad en la ficción...

Jean Rochefort en el Salón Sant Jordi del Palau de la Generalitat

También en el guion encontramos los nombres ilustres de Manuel Gutiérrez Aragón y el escritor Juan Marsé. Algo que, en el caso de este último, queda patente a través de pequeños detalles que previamente ya habían aparecido en algunas de sus novelas. Como ese fusil que alguien escondió bajo el cenador del jardín y que, al cabo de los años, descubrirán los operarios que se disponen a acondicionar la casa antes de entregársela a sus nuevos propietarios japoneses: objeto cargado de enorme valor simbólico con el que Marsé ya había jugado en Un día volveré (1982). O Flora, la niña en silla de ruedas, que podría recordar a la enfermiza protagonista de El embrujo de Shanghai (1993).

Dividida en dos partes —"La casa de las mimosas" y "Caralsol"—, El largo invierno indaga, como todos los filmes de Camino, en los resortes de "la vieja memoria", que fue, por cierto, el título del mítico documental por él dirigido en plena Transición. Claudio, su protagonista, es un hombre acostumbrado a obedecer dada su condición de criado. También es el responsable, sin él proponérselo, de que la tragedia se cierna sobre la rama republicana de los Casals. De ahí que, pese a ser el nexo de unión entre pasado y presente, viva apesadumbrado por el peso de la culpa. Y es que, nos viene a decir la película, en la vida hay que tomar partido si uno no quiere acabar, como ese pobre anciano, vencido por los años y el desconsuelo.


martes, 30 de julio de 2019

Entendiendo a Ingmar Bergman (2018)




Título original: Auf der Suche nach Ingmar Bergman
Directores: Margarethe von Trotta, Bettina Böhler y Felix Moeller
Alemania/Francia, 2018, 99 minutos

Entendiendo a Ingmar Bergman (2018)
de Margarethe von Trotta


Hace justamente un año, por estas mismas fechas, andábamos enfrascados en revisar y comentar la práctica totalidad de la filmografía de un cineasta único, piedra angular de buena parte del cine de autor que se ha hecho en el mundo en las últimas seis décadas. Y es precisamente con un año de retraso que llega a nuestra cartelera el personal análisis que otra directora de renombre, la alemana Margarethe von Trotta, hace de la figura de Bergman. Ya se sabe cómo van estas cosas de la distribución: aunque el centenario del sueco tuvo lugar en 2018, se prefirió posponer el estreno de este documental para que no coincidiese con otro de similares características —Bergman. Su gran año, de Jane Magnusson— que ya tuvimos ocasión de presentar aquí.

A diferencia de aquella cinta, más expositiva en su enfoque, el planteamiento de von Trotta se centra en aspectos íntimos que permitan llegar al fondo de la personalidad del homenajeado, hasta el punto de que Daniel, el hijo cineasta de Bergman, confiesa que nunca llamó a sus padres papá o mamá, sino que simplemente se dirigía a ellos por sus respectivos nombres de pila. Carácter complejo y contradictorio el de un hombre que amaba más a sus actores que a su propia familia y cuyos traumas infantiles, patentes en su obra fílmica, le acompañarían a lo largo de toda la vida.

Liv Ullmann (izquierda) dialoga con Margarethe von Trotta


Pero además de entrevistarse con quienes lo conocieron de cerca (las actrices Liv Ullmann, Gunnel Lindblom, Julia Dufvenius...; su script durante más de treinta años, Katinka Faragó; hijos, nietos...) o sencillamente con algunos colegas que admiran su obra (los directores Olivier Assayas, Mia Hansen-Løve, Carlos Saura, Jean-Claude Carrière...), von Trotta disecciona minuciosamente momentos clave de la filmografía bergmaniana. Como la escena inicial de El séptimo sello (1957), las secuencias oníricas de Fresas salvajes (1957) y Persona (1966) o esa pequeña joya, aún por descubrir para mucha gente, que realizó coincidiendo con su exilio alemán: De la vida de las marionetas (1980).

Y entre tanta sesuda indagación, es uno de sus nietos, el también realizador Halfdan Ullmann Tøndel, quien protagoniza el que quizá resulta el momento más desmitificador de Entendiendo a Ingmar Bergman cuando confiesa que, en la sala privada de proyecciones que tenía su abuelo en su residencia en la isla de Fårö, les pasaba una y otra vez las escenas de acción de Pearl Harbor (2001) que, al parecer, le entusiasmaban enormemente. Curiosa anécdota, en claro contraste con la profundidad intelectualoide que se le presupone a sus películas, y que nos muestra la vertiente más humana del personaje.


La dama de Beirut (1965)




Director: Ladislao Vajda
España/Francia/Italia, 1965, 89 minutos

La dama de Beirut (1965) de Ladislao Vajda


La dama de Beirut, coproducción hispano-franco-italiana rodada en los míticos estudios Balcázar de Barcelona, fue lo que, en el argot cinematográfico de aquel entonces, se solía denominar película para el lucimiento de la actriz protagonista, en este caso una Sara Montiel a las puertas de su decadencia profesional. Aunque si la cinta ha pasado a la historia no lo es tanto por sus dudosos méritos artísticos, sino porque el director Ladislao Vajda, aquel húngaro entrañable que alcanzara la fama una década antes gracias a Marcelino pan y vino (1955), falleció en pleno rodaje a consecuencia de un infarto fulminante.

Circunstancia, esta última, que queda patente por lo apresurado del desenlace o en esos horrendos playback mediante los que la Montiel se marca hasta siete numeritos musicales —algunos de inspiración flamenca; otros, como "Les feuilles mortes", para satisfacer a los socios franceses— que son la verdadera razón de ser del filme. Lo demás, incluido un guion sin pies ni cabeza en el que intervinieron demasiadas manos (entre ellas las de José Antonio de la Loma), es puro relleno.

El doctor Castello (Fernand Gravey) abraza a Isabel Llanos

La cosa va de una cupletista (otro de esos términos arcaizantes o caídos en desuso) que, al aceptar una jugosa oferta de trabajo para convertirse en la estrella de los cabarés de la capital del Líbano (los exteriores, sin embargo, se rodaron en Tánger, que pillaba más cerca y era más barato...), acaba siendo víctima de una peligrosa red de trata de blancas. Suerte que un apuesto galán, primero, y un bondadoso doctor ya entrado en años, que luego resulta ser padre del anterior, se cruzarán en su camino para salvarla, redimirla y llevarse a la moza a París.

No faltarán quienes se pregunten, después de haber visto La dama de Beirut, cuál tuvo que ser el mérito de Sara Montiel para llegar a convertirse en el mito que fue. No obstante, conviene tener en cuenta, al respecto, que juzgar el valor de un artista a toro pasado suele comportar errores de apreciación si únicamente nos guiamos por los gustos actuales: puede que su forma de cantar, actuar o bailar nos parezca pomposa y hasta afectada, pero también hay que considerar que los gustos del público varían y que lo que hoy se nos antoja ridículo, en el marco de una mediocre producción de serie B, en aquella España raquítica y reprimida bien pudo ser recibido como el summum del erotismo.


lunes, 29 de julio de 2019

Quien me quiera que me siga (2019)


















Título original: Qui m'aime me suive !
Director: José Alcala
Francia, 2019, 90 minutos

Quien me quiera que me siga (2019) de José Alcala

Cualquiera que esté medianamente familiarizado con el universo del cineasta marsellés Robert Guédiguian percibirá enseguida su ascendiente como productor en esta comedia agridulce que ha dirigido José Alcala. Sobre todo por ese aire desengañado de viejos revolucionarios de mayo del 68 venidos a menos que destila el trío protagonista y que ya flotaba en el ambiente en La casa junto al mar (La villa, 2017) del propio Guédiguian.

En esta ocasión, son dos hombres (Daniel Auteuil y Bernard Le Coq) quienes llevan toda la vida disputándose el amor de la misma mujer. Y aunque Simone (Catherine Frot) esté casada con el cascarrabias de Gilbert (Auteuil), no se cortará ni un pelo a la hora de fugarse con Étienne (Le Coq) o de volver con su marido, según le convenga.



Luego hay una segunda trama, más de tipo familiar, que es la que enfrenta al ya mencionado Gilbert con su hija Nathalie (Vanessa Paric), con la que lleva varios años sin hablarse y que, debido a un motivo de peso que se acabará desvelando hacia el final, le encasqueta a su hijo Térence durante una temporada. Se establece entonces, entre niño y abuelo, una relación marcada por la tirantez inicial y en la que ambos, a fuerza de irse conociendo, irán gradualmente venciendo sus reticencias.

No puede decirse que el guion de Qui m'aime me suive ! sea precisamente redondo en lo tocante a la cohesión entre las diferentes líneas argumentales que lo componen. Tenemos, por una parte, el tema del misántropo pendenciero (en este caso Gilbert), siempre dispuesto a buscar camorra y que, ahogado por apuros económicos, se deja consumir lentamente en el retraimiento de su aldea. Hay también algo del derecho de la mujer a liberarse sexual y sentimentalmente, eligiendo con quién quiere estar en cada momento en función de sus necesidades personales o afectivas. Y, por último, tiene bastante de aquellos ideales de juventud que se fueron perdiendo por el camino, pero que, el día menos pensado, tal vez revivan gracias a la savia nueva infundida por un nieto o por una joven pareja de vecinos con ganas de echar raíces en el pueblo.


Primeras vacaciones (2018)




Título original: Premières vacances
Director: Patrick Cassir
Francia, 2018, 102 minutos

Primeras vacaciones (2018) de Patrick Cassir


De un tiempo a esta parte se está poniendo de moda en el cine francés un tipo de comedia ligeramente gamberra y, hasta cierto punto, políticamente incorrecta. Si la semana pasada comentábamos el caso de Les crevettes pailletées (Maxime Govare/Cédric Le Gallo), hoy es el turno de Premières vacances, debut en la dirección de Patrick Cassir y para la que ha contado con la participación de su esposa en la vida real: la actriz Camille Chamoux.

El argumento, tal y como explicita el cartel de la película, gira en torno a la prueba decisiva para toda pareja: las primeras vacaciones juntos. Que, en el caso de Ben (Jonathan Cohen) y Marion (Chamoux), deberán superar el doble agravante de que se acaban de conocer vía Tinder y que sus respectivos caracteres difieren el uno del otro como la noche y el día. De por qué terminan en Bulgaria y cómo les va por allí preferimos no desvelar gran cosa.



Baste decir que ella es la típica aventurera, mujer independiente y con un punto de artista; todo lo contrario que él: tiquismiquis, previsor, comodón y hasta un poco inmaduro (de hecho, su hermano mayor y su madre no paran de organizarle la vida). ¿Cómo pueden haber acabado juntas dos personas tan distintas? Casi con todo seguridad —y es probable que ni ellos mismos sean conscientes del motivo— porque se complementan.

Además de una poco convencional historia de amor, Premières vacances intenta ir mucho más allá al hacernos entender que nadie está en posesión de la verdad absoluta; que, por encima de estereotipos e ideas preconcebidas, solamente quienes estén dispuestos a ceder, aunque sólo sea un ápice, en sus más profundas convicciones podrán disfrutar de una vida conyugal sana. A fin de cuentas, ni lo auténtico es tan genuino como cree Marion ni el confort pequeñoburgués que tanto adora Ben puede ser la clave de la felicidad.


domingo, 28 de julio de 2019

El primer amor (1974)




Título original: Pierwsza miłość
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia, 1974, 52 minutos

El primer amor (1974) de Krzysztof Kieślowski


El encanto de una película de semejantes características radica en el hecho de que el espectador se va a identificar con esos padres prematuros desde el minuto uno. Máxime cuando su entorno más inmediato, compuesto por miembros de la teóricamente avanzada sociedad comunista polaca, les dedicará un rechazo casi unánime: ni el doctor que atiende a la futura madre ni el claustro de profesores que la evalúa a final de curso ni, mucho menos, el agente de policía que se presenta "de improviso" en el apartamento de la pareja demuestran la más mínima empatía ante una circunstancia que consideran impropia de unos muchachos de su edad.

Filmar el embarazo de una joven de diecisiete años supone una aventura desde el momento en que dicho proceso comportará cambios drásticos en la vida de unos adolescentes que, de la noche a la mañana, se van a convertir en adultos. Con todo lo que ello implica: casarse, emanciparse, dar a luz... Y, sin embargo, tanto ella como él afrontan con entusiasmo el atolladero que se les viene encima. Probablemente, porque la inocencia que aún anida en ellos les hace ser tan inconscientes como felices.

En cualquier caso, la ingenuidad que destila este Primer amor, y que supuso un enorme éxito para el cineasta (un Kieślowski que, como Richard Linklater en Boyhood, tenía que seguir filmando todo el proceso vital a lo largo de los años, pero que desistió de la idea ante el temor de que los padres comenzasen a interpretar su papel como actores de verdad), conecta de pleno con proyectos actuales como la reciente Els dies que vindran (2019) de Carlos Marques-Marcet.


El pasaje subterráneo (1974)




Título original: Przejscie podziemne
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia, 1974, 29 minutos

El pasaje subterráneo (1974) de Krzysztof Kieślowski


Un grupo de escolares se encuentra de visita en Varsovia. El más joven de los dos profesores acompañantes aprovechará la noche para desplazarse hasta unas céntricas galerías comerciales en uno de cuyos pasajes subterráneos, repleto de gente, se afana por encontrar una tienda de productos artesanales. Cuando finalmente dé con el establecimiento, descubriremos que la dependienta es, en realidad, su esposa, quien huyó a la capital a la espera de obtener el divorcio.

El debut profesional de Krzysztof Kieślowski se caracteriza por una puesta en escena muy a lo Nouvelle Vague, filmando con cámara en mano y en blanco y negro. Posee ese innegable aire documental del free cinema y del cinéma vérité (y de tantas etiquetas como se quiera), pero, al final, el resultado es, por encima de todo, inequívocamente polaco.


De la ciudad de Lodz (1969)




Título original: Z miasta Łodzi
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia, 1969, 17 minutos

De la ciudad de Lodz (1969) de Krzysztof Kieślowski


En algo más de un cuarto de hora, el joven Kieślowski (contaba, a la sazón, veintiocho años) ofrece un recorrido por los ambientes obreros de la ciudad en cuya Escuela Superior de Cine se graduó con este cortometraje. Sorprende que ya desde sus inicios como cineasta se palpe un evidente espíritu crítico a la hora de abordar la vida cotidiana de unos operarios que se lamentan, mirando a cámara, del protagonismo que ha perdido Lodz en detrimento de otras ciudades polacas como Varsovia o Katowice. Otros claman al cielo ante la posibilidad de que las autoridades comunistas desmantelen una humilde orquesta que hace más llevadera la existencia de los trabajadores. Y entre canciones románticas y bailes populares, el objetivo lleva a cabo una panorámica sobre los tejados de los edificios, mostrando un paisaje gris de bloques de pisos y fábricas decadentes.


Decálogo, diez (1989)

















Título original: Dekalog, dziesięć
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia/Alemania, 1989, 57 minutos

Decálogo, diez (1989) de Krzysztof Kieślowski

"No codiciarás los bienes ajenos". Como todo el mundo sabe, los grandes coleccionistas, movidos por un irrefrenable afán acaparador, atesoran compulsivamente piezas valiosísimas durante toda la vida para que, una vez muertos, sus herederos se deshagan de ellas sin el menor miramiento. Quizá por ello, porque Kieślowski y Piesiewicz se reservaban una pirueta sarcástica para culminar su Decálogo, la décima y última entrega de la serie tiene como protagonistas a los hijos de un filatélico difunto.

Que ambicionan sacarse una pasta a costa de la admirable colección que les ha legado el finado, si no fuera porque, en los círculos en los que se van a tener que mover, la picaresca es casi o incluso más importante que saber reconocer un ejemplar de valor incalculable.

En aras de subrayar la vis cómica de la historia, los hermanos Jerzy (Jerzy Stuhr) y Artur (Zbigniew Zamachowski) poseen caracteres del todo opuestos, de manera que si el primero es un padre de familia serio y un poco crédulo (la "broma" le costará un riñón...), el otro, en cambio, es un célebre cantante de rock dispuesto a echarle morro al asunto.


Decálogo, nueve (1990)
















Título original: Dekalog, dziewięć
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia/Alemania, 1990, 58 minutos

Decálogo, nueve (1990) de Krzysztof Kieślowski

"No desearás a la mujer de tu prójimo". Tras recibir la confirmación, por parte de su médico de cabecera, de que, en lo sucesivo, ya no podrá mantener relaciones sexuales satisfactorias, Roman (Piotr Machalica) se irá distanciando progresivamente de su esposa, motivo por el cual Hanka (Ewa Blaszczyk) tiene una aventura con otro hombre. Sin embargo, los celos van a desatar una tormenta de resultados imprevisibles en el interior de Roman...

De hecho, llegará al extremo de pincharle el teléfono a Hanka y hasta de trasladarse al apartamento en el que su mujer y su amante se dan cita para así presenciar los encuentros amorosos de la pareja. Conducta obsesiva suscitada por la impotencia y que terminará derivando en una violenta pulsión suicida.

Al margen de lo arriba expuesto, la novena entrega del Decálogo es célebre por anticipar una serie de elementos que Kieślowski reutilizará en los títulos más destacados de su posterior filmografía, básicamente La doble vida de Verónica (1991) y la trilogía de los Tres colores (1993-1994).


sábado, 27 de julio de 2019

Viktor y Viktoria (1933)




Título original: Viktor und Viktoria

Director: Reinhold Schünzel
Alemania, 1933, 100 minutos

Viktor y Viktoria (1933) de Reinhold Schünzel


Quien más quien menos habrá visto u oído hablar de la versión que Blake Edwards hizo de esta película. Lo que resulta ya más difícil es que a muchos les suene el nombre de Reinhold Schünzel, el cineasta alemán que escribió y dirigió tan original historia, copiada y adaptada después en infinidad de ocasiones: aparte de la ya mencionada ¿Víctor o Victoria? (1982), el propio Schünzel se había encargado de la versión francesa, Georges et Georgette (1934), el británico Victor Saville rodó un remake titulado First a Girl (1935) y todavía Karl Anton llevaría a cabo una nueva adaptación en 1957. Hay, además, un olvidable telefilme de 1995 con el que Julie Andrews y Blake Edwards intentaron renovar el éxito cosechado por ambos una década antes.



Pero volvamos a Reinhold Schünzel (1886–1954), ese "desconocido" al que hacíamos referencia en el párrafo anterior. En realidad, Schünzel no sólo se hizo un nombre como realizador en Alemania, gracias a títulos como el que nos ocupa o Amphitryon (1935), sobre la comedia de Plauto, sino que en 1937, tras el ascenso al poder del nazismo, se vio forzado a abandonar el país al igual que tantos otros artistas de su generación, recalando en Hollywood, donde llegaría a dirigir alguna que otra producción menor y se ganó la vida como secundario. Su papel más memorable, el del maléfico doctor Anderson, lo interpretó a las órdenes de Hitchcock en Notorious! (Encadenados, 1946).

Reinhold Schünzel (1886–1954)


Bien: ahora que ya sabemos quién fue su creador, pasemos a este portento de la comedia musical en el que una aspirante a actriz sin demasiada fortuna recurre al subterfugio de hacerse pasar por hombre con tal de triunfar en los concurridos cabarés de la República de Weimar. Es en ese Berlín bullicioso, cuya agitada vida nocturna, con sus chisteras y vestidos de gala, aparece perfectamente retratada en la película, donde va a transcurrir la acción. Ambiente sofisticado y glamuroso en el que, sin embargo, el número estrella de los transformistas es un pasodoble titulado "Komm' doch ein bisschen mit nach Madrid" ('Ven conmigo a Madrid'), de lo que se deduce que la idealización romántica de los tópicos asociados a lo hispánico seguía haciendo furor. No en vano, la cantante francesa Rina Ketty triunfaría poco después en toda Europa, y según el mismo modelo, con su célebre "Sombréros et mantilles".



Técnicamente, Viktor und Viktoria está rodada siguiendo el pomposo gusto de la época, lo cual incluye hasta la imaginativa coreografía de un nutrido grupo de bailarinas captadas en ángulo cenital a lo Busby Berkeley. Los diálogos son, muchos de ellos, en verso, con la particularidad de que los personajes (sobre todo Susanne y Viktor) pasan de hablar a cantar con pasmosa rapidez. Por cierto que ella (la actriz Renate Müller) fallecería apenas cuatro años después en circunstancias nunca del todo esclarecidas. Se cree que pudo tratarse de un suicidio (se precipitó al vacío desde el balcón de la clínica donde se hallaba ingresada) o hasta de un crimen orquestado por los nazis a causa de su nula simpatía hacia el Führer. Tenía treinta y un años.

Renate Müller (1906–1937)

viernes, 26 de julio de 2019

Velvet Goldmine (1998)




Director: Todd Haynes
Reino Unido/EE.UU., 1998, 118 minutos

Velvet Goldmine (1998) de Todd Haynes


La estructura de Ciudadano Kane más el universo creativo de David Bowie y hasta el espíritu errante de Oscar Wilde: con semejantes referentes, Velvet Goldmine reúne las condiciones necesarias para convertirse en película de culto, si es que no lo es ya. Un homenaje profundo e inteligente a la escena musical británica underground mediante el que el director Todd Haynes presentaba sus credenciales como fiel devoto de la estética andrógina del glam-rock de los setenta.

Para encabezar tan soberbio proyecto, se eligió al actor y modelo irlandés Jonathan Rhys Meyers, quien encarna al excéntrico Brian Slade, artista iconoclasta cuyo alter ego Maxwell Demon transita por la estela de aquel mítico Ziggy Stardust de pelo rojizo en el que Bowie solía metamorfosearse para deleite de sus legiones de fans.



Ewan McGregor —ese intérprete que posee la rara habilidad de estar siempre presente en los filmes más rompedores, aquéllos que marcan época— es Curt Wild. Por su aspecto (melena rubia, voz aguardentosa, carácter autodestructivo) se le ha comparado con Kurt Cobain, cosa que Haynes desmiente, porque el modelo en el que se inspira no es otro sino Iggy Pop.

Christian Bale, por último, da vida a Arthur, un periodista empeñado en desvelar qué fue de su ídolo de juventud, el mismo Brian Slade cuya estrella se apagaría tras ser acusado de haber fingido su propio asesinato. A tal efecto, el reportero se dedicará a ir entrevistando a quienes lo conocieron para así, a partir de muy diversos testimonios, reconstruir los acontecimientos que marcaron su misteriosa desaparición.


No matarás (1988)

















Título original: Krótki film o zabijaniu
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia, 1988, 84 minutos

No matarás (1988) de Krzysztof Kieślowski

El presidente Trump aboga en un mitin por recuperar la pena de muerte y las masas enfervorizadas aplauden de inmediato la ocurrencia como si en ella radicase la solución a todos los males. Son unas imágenes que hoy han reproducido los noticiarios de todo el mundo y que, sin proponérselo, demuestran la vigencia que sigue teniendo el filme de Kieślowski.

Porque, más allá de ser uno de los mandamientos capitales (si no el que más), "No matarás" significa, ante todo, "No matarás aunque seas el Estado y tu víctima un asesino sin atenuantes". Dos momentos de la película avalan con especial crudeza dicha tesis: uno es el asesinato del taxista, brutal y arbitrario; el otro, la sofisticada maquinaria que el estamento jurídico ha diseñado para acabar ensañándose sobre el reo con similar ferocidad...



Sin embargo, cuando, a raíz de las pesquisas del sumario, tengamos noticia de los antecedentes familiares y de la sordidez ambiental que han determinado la conducta de Jacek (Miroslaw Baka) se hará todavía más evidente la absurdidad de un sistema que no sólo engendra violencia, sino que, paradójicamente, se vale de ella para reprimirla.

He ahí el sombrío círculo vicioso en el que la especie humana se halla inmersa desde que el mundo es mundo y que Kieślowski, sabedor de las debilidades que nos impiden eludirlo, opta por traducir visualmente oscureciendo los márgenes del encuadre, a veces incluso la mitad de la pantalla.


El payaso y el Führer (2007)




Título original: El pallasso i el Führer

Director: Eduard Cortés
España, 2007, 95 minutos

El payaso y el Führer (2007) de Eduard Cortés


Soy el payaso, y mi misión es convertir la tristeza humana en alegría. Soy el payaso, y mi deber es —no importa lo que yo mismo sienta hacer olvidar a los demás sus penas y desgracias. La pista me espera siempre. Soy el payaso, y no tengo derecho a quejarme si siento hambre, ni a llorar en el caso de perder uno de los míos, ni a acompañarle en su último viaje. Soy el payaso, y debo reír, incluso cuando llora mi corazón.

Charlie Rivel
Pobre payaso (1971)
Traducción de Ebbe Traberg

Estrenada en el Teatre Nacional de Catalunya dentro del proyecto T6, la pieza Uuuuh! (2005), del dramaturgo Gerard Vázquez, obtuvo un sonado éxito de crítica y público que se vería recompensado con el Premio Butaca al mejor texto teatral en 2006, amén de quedar finalista al Premio Max de las Artes Escénicas en 2007. De ahí el interés del productor Xavier Atance en adaptar la obra a la pequeña pantalla y convertirla en un telefilme dirigido por Eduard Cortés.

El origen escénico de El pallasso i el Führer se pone enseguida de manifiesto por su reducido elenco de actores, así como por las réplicas brillantes de los diálogos. Un convincente Ferran Rañé se mete en la piel del célebre Charlie Rivel, acompañado por Jordi Martínez (Witzi) y Pere Arquillué (Golo) en el rol de partenaires. Manel Barceló, en cambio, es el inquietante Krauss, líder de la Gestapo cuyo instinto sanguinario no impide unas ciertas y toscas veleidades artísticas.

"¡Uuuuh!"

Ignoramos si Josep Andreu, nombre real de Charlie Rivel (1896–1983), llegó a actuar alguna vez para Hitler. De ser cierto, sorprende que no diga nada en sus memorias (de las que arriba citamos un fragmento), aunque a veces, y sobre todo tratándose de un tema tan controvertido, hay silencios que resultan muy reveladores. Lo que sí es del todo verídico, y él mismo se encarga de relatarlo en las páginas de Pobre payaso, es que se vio obligado a permanecer en suelo alemán durante buena parte de la contienda.

En líneas generales, Eduard Cortés logra dotar a la película de la emoción necesaria a la hora de exponer unos hechos tan sumamente conmovedores, aunque, puestos a ponerle alguna pega, puede que a El pallasso i el Führer le sobren las imágenes de archivo en blanco y negro, así como las habituales indicaciones de tipo histórico que, tanto al principio como al final, pretenden contextualizar lo que el espectador ya sabe o puede deducir perfectamente a partir de las situaciones expuestas.


jueves, 25 de julio de 2019

Decálogo, ocho (1990)




















Título original: Dekalog, osiem
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia/Alemania, 1990, 55 minutos

Decálogo, ocho (1990) de Krzysztof Kieślowski

"No dirás falso testimonio ni mentirás". Que la protagonista del capítulo octavo del Decálogo sea una distinguida profesora universitaria de ética no es precisamente casual, ya que lo que va a destaparse es un oscuro episodio de su pasado que pondrá en tela de juicio la presunta rectitud moral de la mujer.

Pero también asistimos a la trascendental confrontación de Elzbieta (Teresa Marczewska) con su verdadera identidad: la de la niña judía que en 1943 a punto estuvo de morir a manos de los nazis y que, milagrosamente, salvó el pellejo para convertirse, años más tarde, en una eminente investigadora norteamericana experta en el tema del holocausto.

El colaboracionismo es, por definición, uno de los asuntos más incómodos que puedan abordarse tanto en el plano de la ficción como, sobre todo, en el estrictamente historiográfico. De ahí que Piesiewicz y Kieślowski, ya de por sí ambiguos en el tratamiento de la mayoría de sus guiones, eviten en éste de un modo especial el hablar a las claras, limitándose a diseminar, aquí y allá, leves indicios que permitan desentrañar la auténtica naturaleza de los personajes. Como ese vecino de Zofia (Maria Koscialkowska) que presume orgulloso de su colección de sellos alemanes o el hijo ausente de la mujer, que se niega a vivir con ella porque quizá intuye la implicación que tuvo su madre con el genocidio.


Decálogo, siete (1990)


















Título original: Dekalog, siedem
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia/Alemania, 1990, 55 minutos

Decálogo, siete (1990) de Krzysztof Kieślowski

"No robarás..." Aunque la séptima entrega del Decálogo de Kieślowski también podría titularse "El que roba a un ladrón, tiene cien años de perdón". Porque el dilema al que debe enfrentarse la joven Majka (Maja Barelkowska) pasará, forzosamente, por una drástica solución: habiéndose quedado embarazada a muy temprana edad, fue su propia madre quien le arrebató a la criatura para educarla como si fuese suya (y haciendo creer a la niña que es hija de la abuela).

Cuando finalmente Majka se lía la manta a la cabeza y decide fugarse con la pequeña, quizá ya es demasiado tarde. Sobre todo porque es muy improbable que Ania vaya a llamar "mamá" a quien ella sigue considerando su hermana mayor.

De nuevo una pizca de tragedia griega planeando sobre la trama ideada por Piesiewicz y Kieślowski. Que, una vez más, derivará en interesantes connotaciones freudianas. A título de ejemplo, baste señalar que la pobre Ania es aquejada por terribles y frecuentes pesadillas que la hacen despertarse gritando en mitad de la noche. Qué son o qué simbolizan esos lobos con los que sueña queda abierto a la especulación de los espectadores.


Siempre es domingo (1961)




Director: Fernando Palacios
España, 1961, 81 minutos

Siempre es domingo (1961) de Fernando Palacios


Fernando Palacios vivió apenas cuarenta y nueve años —pocos, si lo medimos según los parámetros actuales—, pero suficientes para dejar tras de sí una filmografía en la que sobresalen títulos como La gran familia (1962) o El día de los enamorados (1959). Todos ellos con el mismo denominador común: ensalzar una vida color de rosa que coincidiese plenamente con el discurso oficial que, desde las altas instancias del Estado, le interesaba promover al franquismo.

En ese sentido, hacer que una película se titule Siempre es domingo resulta, ya de por sí, un claro reproche hacia la conducta de la pandilla de jóvenes protagonista. Porque eso de enlazar una juerga con otra es propio de holgazanes egoístas y los individuos comme il faut (o "como Dios manda", según la versión nacionalcatólica de la célebre máxima francesa) deben obediencia ciega a sus santos padres. Amén. Por eso el barman Paco (Arturo López), experto conocedor de la fauna nocturna desde su atalaya privilegiada, acaba sentenciando: "Sin alcohol se sienten inseguros; el alcohol los hace superiores. Los agiganta. Después de unas copas se creen más fuertes..."



Sin embargo, no hay ni uno solo de estos mozos y mozas (todos ellos en edad de merecer) que no cojee de un pie o del otro. Materialista sin escrúpulos, Luis (Carlos Larrañaga) vive obsesionado con cazar a alguna rica heredera. David (Pepe Rubio) es un arquitecto ocioso, capaz de agenciarse una sortija que no es suya para jugársela a las cartas. Carlota (María Mahor) intenta por todos los medios seducir a un honesto hombre casado. Clara (Mara Cruz) desprecia a su padre porque, a pesar de ser juez, gana muy poco dinero. Y Doris (María Luisa Merlo) se las da de niña bien entre sus amigos cuando, en realidad, es la sirvienta de un matrimonio norteamericano.

Fingen lo que no son con el objetivo de llevar una existencia vacua. Y, claro: al final acabará imponiéndose la lógica del patriarcado imperante. La dulce Teresa (Susana Campos) hará entrar en razón a David. Clara logrará ver el lado poético de la realidad gracias a su matrimonio con Víctor (José Luis Pellicena). El resto tal vez no tenga remedio. Aunque es el juez Andonelli (Fernando Rey) el encargado de dictaminar el diagnóstico de los males que aquejan a la juventud: "Yo mismo he fracasado como educador. Tenemos los defectos de nuestra sociedad. Y un estado de ánimo colectivo contra el que no luchamos porque somos cobardes. Todos sabemos que la persecución del placer a la que se lanzan los jóvenes es falsa y peligrosa. Y, sin embargo, la toleramos". "Dios nos ha abandonado" puntualiza el padre de  Carlota. "No, le hemos abandonado nosotros... ¿Cómo vamos a pedirle que nos ayude si no estamos dispuestos a obedecer sus mandatos?"


miércoles, 24 de julio de 2019

Sin fin (1985)




Título original: Bez końca
Director: Krzysztof Kieślowski
Polonia, 1985, 107 minutos

Sin fin (1985) de Krzysztof Kieślowski


Es axioma universalmente aceptado en los círculos cinéfilos considerar buen augurio el hecho de que una película dé comienzo siendo narrada por un difunto. Así arrancaba, por ejemplo, Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950) de Billy Wilder, por citar el paradigma de tan necrófila categoría. 

Y así es como empieza Bez końca, el filme que supondría la primera de tantísimas colaboraciones entre el cineasta Krzysztof Kieślowski y su guionista habitual, a partir de entonces, Krzysztof Piesiewicz. También fue, por cierto, el inicio de la fructífera asociación entre Kieślowski y el compositor Zbigniew Preisner. Conforman el reparto muchos de los actores habituales en las producciones del director polaco: Grazyna Szapolowska (Urszula), Aleksander Bardini (el letrado Labrador), Maria Pakulnis (Joanna), Artur Barciś (el encarcelado Darek)…

El difunto Antek (Jerzy Radziwilowicz)


Crítica con el sistema socialista en la misma medida que lo había sido, anteriormente, El azar (1981), Sin fin plantea un escenario moralmente desolador como consecuencia del estado de sitio decretado por el general Jaruzelski entre diciembre de 1981 y julio de 1983. Una drástica y sanguinaria ley marcial mediante la que se pretendió neutralizar la creciente popularidad del sindicato católico Solidarność.

He ahí el contexto histórico y social en el que se desarrolla la historia de Urszula, traductora de Orwell, madre de un hijo y viuda del abogado cuyo espíritu, ya desde la escena inicial, va a ser testigo de la mayor parte de acontecimientos. Puede que Piesiewicz y Kieślowski no albergasen la más mínima intención de valerse de símbolos en su cine —tal y como manifestara el primero de ellos, hace unos días, en su reciente visita a la Filmoteca de Catalunya—, aunque ello no impide que quien lo desee vea, en determinados momentos de Bez końca (el curandero que "sana" a sus pacientes a través de la hipnosis, la fiel esposa que aparca sus ideales para prostituirse a cambio de cincuenta míseros dólares...), una advertencia certera de lo que le esperaba a Polonia tras el comunismo.