Título original: Cirano di Bergerac
Director: Augusto Genina
Italia/Francia, 1923, 113 minutos
Vous voyez la noirceur d’un long manteau qui traîne,
J’aperçois la blancheur d’une robe d’été :
Moi je ne suis qu’une ombre, et vous qu’une clarté !
Vous ignorez pour moi ce que sont ces minutes !
Si quelquefois je fus éloquent …
Edmond Rostand
Cyrano de Bergerac
Acto III, Escena VII
Nuestra segunda entrega a propósito de los Cyranos más notables que ha dado el celuloide nos lleva esta vez a la adaptación que realizara el italiano Augusto Genina en 1923. Más conocido entre nosotros por haber dirigido, a principios de los cuarenta, la producción bélica Sin novedad en el Alcázar, Genina fue, sin embargo, un habilidoso artesano ya desde la época del cine mudo, habiendo comenzado su andadura tras las cámaras en 1912, cuando apenas contaba veinte años. Addio, giovinezza!, basada en la pieza teatral de Camasio (y de la que llevó a cabo dos versiones, una en 1927 y otra, anterior, en 1918), es quizá uno de sus títulos más representativos en dicho período. Con el permiso del presente Cyrano de Bergerac, claro está...
Ante todo, hay que decir que el colorido de sus imágenes (fruto de un minucioso proceso que se prolongó durante casi tres años, consistente en pintar, fotograma a fotograma, las dos horas de metraje) es una gozada para los sentidos, sobre todo tras la restauración a que fue sometido el filme en 1999. Tonalidades muy vivas, de una textura que recuerda ligeramente la de las acuarelas y que, sin duda, debieron ser una de las bazas principales para el éxito de la película, doblemente fascinante gracias a la banda sonora que posteriormente compondría Kurt Kuenne.
Pierre Magnier caracterizado como Cyrano |
Encanto que ha pervivido hasta nuestros días, toda vez que incluso Jean-Paul Rappeneau, director de la laureada versión que protagonizara Depardieu en los noventa, admite haberse inspirado en la puesta en escena de Genina. Lo cual no tiene nada de asombroso, habida cuenta de lo frustrante que podría haber sido un Cyrano, epítome de la elocuencia, mudo y desprovisto de su arma más letal. Escollo que el italiano eludió con nota valiéndose de los más variados ardides, desde sobreimprimir algunos versos en pantalla durante la célebre escena de los ejercicios de estilo a propósito de cómo describir una descomunal nariz hasta mostrar en imágenes los prolegómenos de la función teatral de Montfleury o el supuesto viaje a la luna del gascón con la ayuda de un imán gigante.
Un mito, el del narigudo locuaz, que, en definitiva, sigue y seguirá vivo mientras haya actores que, como Pierre Magnier entonces o Lluís Homar estos días en la cartelera barcelonesa, decidan meterse en la piel de un hombre que antepuso el penacho de su chambergo a cualquier otra gloria y el amor de Roxane a su propia vida.
« Mon panache... ! » |