martes, 30 de abril de 2019

Vivir deprisa, amar despacio (2018)




Título original: Plaire, aimer et courir vite
Director: Christophe Honoré
Francia, 2018, 132 minutos

Vivir deprisa, amar despacio (2018)
de Christophe Honoré


Plaire, aimer et courir vite arranca con unos créditos en los que, un poco a la antigua usanza, apenas se consigna el apellido de los distintos profesionales que han trabajado en la película: Chevrin, Hymans, Honoré... Primer indicio de una cierta voluntad vintage que se respira a lo largo de todo el filme, cuya acción se sitúa en 1993, y motivo por el que la pareja protagonista se conoce durante la proyección de un título tan significativamente asociado a aquella época como El piano de Jane Campion.

También la sombra del sida planea amenazadora sobre el relato, recuerdo de la epidemia que fue y del estigma que marcó a toda una generación. Porque, entre bromas y veras, con su habitual estilo desenfadado, Christophe Honoré hace balance de lo que supuso su juventud en aquel París de los noventa, al que llegó siendo un muchacho de provincias dispuesto a dejarse deslumbrar por el encanto de la ciudad de las luces y los placeres de la vida mundana.



Arthur (Vincent Lacoste) es su alter ego en la ficción, motivo por el que el director proyecta sobre el personaje algunas de sus obsesiones más recurrentes, como cuando, al visitar el cementerio de Montmartre, le hace sentarse junto a la tumba de François Truffaut (1932-1984) o la del dramaturgo Bernard-Marie Koltès (1948-1989), de quien después se citarán unas palabras en algún momento del diálogo.

Jacques (Pierre Deladonchamps) representa, en cambio, el desencanto de la madurez y, por ende, al Honoré de hoy en día: el que echa la vista atrás para, lejos de lamentarse por los errores del pasado, proclamar a los cuatro vientos lo que dice la letra de "Les gens qui doutent", una vieja canción de Anne Sylvestre (incluida en la banda sonora) que parece escrita a propósito para la ocasión: « J'aime ceux qui paniquent / Ceux qui sont pas logiques / Enfin, pas 'comme il faut' [...] Même s'ils passent pour des cons ».


domingo, 28 de abril de 2019

17 fois Cécile Cassard (2002)




Título en español: 17 veces Cécile Cassard
Director: Christophe Honoré
Francia, 2002, 105 minutos

17 fois Cécile Cassard (2002) de Christophe Honoré


En 71 fragmentos de una cronología al azar (1994), Michael Haneke tomaba como referencia una serie de instantes, aparentemente inconexos, con los que construía un mosaico tan gélido como turbador. En realidad, si uno va tirando del hilo hasta llegar, en última instancia, al primero que concibió semejante manera de contar una historia, es muy probable que topáramos con Stefan Zweig (1881-1942), autor de novelas como Veinticuatro horas de la vida de una mujer (1929) o los relatos históricos de Momentos estelares de la humanidad (1927).

Sin llegar a tanto, Christophe Honoré se valió de un recurso más o menos parecido en su ópera prima, esbozo de una joven viuda que, bajo el elocuente título de 17 fois Cécile Cassard, recorría lo más significativo de la trayectoria vital de la protagonista.



Con su banda sonora a base del típico guitarreo de finales de los noventa —entonces el no va más, pero que hoy suena un tanto obsoleto— la película tiene un no sé qué de onírico, a veces incluso de fantasmal. Cécile (Béatrice Dalle) deja atrás un hijo y el ambiente provinciano de su ciudad para adentrarse en el terreno desconocido de las pensiones herrumbrosas y los callejones malolientes.

Un entorno, el de los barrios bajos de Toulouse, en el que habitan seres tan desamparados como ella y que, en lo sucesivo, se van a convertir en sus amigos inseparables: Matthieu (Romain Duris), Erwan (Ange Ruzé), Lucas... Aunque no todo es tan sórdido: también hay lugar para el humor. En ese aspecto, resulta memorable la parodia que se marca Matthieu cuando se atreve a remedar un conocido número musical de la Lola (1961) de Jacques Demy.


Don Quijote de Orson Welles (1992)




Director: Orson Welles
España/Italia/EE.UU., 1992, 116 minutos

Don Quijote de Orson Welles (1992)


Y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asunto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca?

Miguel de Cervantes Saavedra
Quijote, II, Capítulo 2

El gran proyecto inacabado de Orson Welles (con permiso de The Other Side of the Wind y tras catorce años de trabajo intermitente) fue objeto de esta controvertida reconstrucción cuyo montaje correría a cargo del otrora ayudante de Welles, Jesús Franco. Quien poco o nada, a juzgar por lo que dicen determinadas autoridades en la materia (léase Juan Cobos), respetó el enfoque que, según parece, pretendía darle el cineasta, empeñado en que su Quijote fuese un mero ejercicio personal más que una adaptación al uso de la obra de Cervantes.

Polémica que, por otra parte, se vio agravada por el hecho de que Jess Franco no utilizara todo el metraje disponible. En cualquier caso, corría el año de los fastos y alguien debió de considerar necesario que 1992 fuese también la fecha en la que se puso el punto y final a tan ambiciosa empresa.

Akim Tamiroff (1899–1972)


Y es ahí, precisamente, adonde radica el que, a nuestro juicio, sería el principal defecto de una cinta que fue "víctima" de los malos hábitos del momento. Porque, ¿a santo de qué se incluyó la voz en off de Constantino Romero recitando pasajes cervantescos? Y la machacona música de Daniel White, rebosante de innecesarios toques aflamencados, ¿era realmente la idónea? Por último: ¿no habría sido mejor respetar el sonido original, siempre que ello fuese posible, en lugar de doblar las voces de los actores?

En fin: lo hecho, hecho está. Así es como se consideró entonces que tenían que hacerse las cosas y tampoco conduce a nada criticar la labor llevada a cabo por Jesús Franco (interesantísimo hombre de cine, por otra parte). Baste señalar la genialidad de Welles al hacer que el hidalgo castellano y su fiel escudero tuvieran que enfrentarse a las infernales condiciones de vida en un mundo dominado por máquinas que esclavizan al ser humano. Motivo más que suficiente para que don Quijote, apesadumbrado por los artilugios del progreso, le proponga a su sirviente que abandonen de inmediato la gran ciudad: "¡Vámonos, Sancho! ¡Quizás en la Luna aún haya sitio para la caballería andante!"

Francisco Reiguera (1899–1969)

sábado, 27 de abril de 2019

Mi madre (2004)




Título original: Ma mère
Director: Christophe Honoré
Francia/Portugal/Austria/España, 2004, 110 minutos

Mi madre (2004) de Christophe Honoré


Provocadoramente amoral, Ma mère plantea una puesta en escena que, a nivel visual, desciende, por vía directa, del Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma (1975). Desprovista, eso sí, de cualquier connotación de tipo político. Y es que, en los inicios de su carrera, el francés Christophe Honoré aspiraba a convertirse en una suerte de enfant terrible, digno heredero de los planteamientos más rupturistas de la Nouvelle vague.

Incomodar al espectador, poner a prueba su paciencia hasta conseguir, en algunos casos, que éste abandone la sala, parece ser el objetivo de una película que recurre a tabúes como el incesto o la necrofilia para desafiar los prejuicios de la moral pequeñoburguesa. Eso es, al menos, lo que se ha vivido esta tarde en la sala Laya de la Filmoteca de Catalunya, una de las sedes del D'A y responsable de la retrospectiva que, en el marco de dicho festival, se le dedicará al director hasta el próximo mes de mayo.



Rodada en Canarias, Ma mère parece la síntesis de dos filmes clásicos de la cinematografía francesa: por una parte, la estrecha relación existente entre Pierre (Louis Garrel) y Hélène (Isabelle Huppert) recuerda enormemente a la de madre e hijo en El soplo al corazón (Le souffle au cœur, 1971) de Louis Malle; por otra, contiene determinados elementos vagamente sadomasoquistas que bien podrían entroncar con la estética de Maîtresse (1976) de Barbet Schroeder.

En todo caso, y habida cuenta de que en los próximos días comentaremos buena parte de su filmografía, dejémoslo, de momento, en que Honoré es simplemente Honoré, un cineasta controvertido, tal vez discutible e incluso irregular, pero que, y eso está fuera de dudas, no suele dejar a nadie indiferente. Podemos dar fe.


Vota a Gundisalvo (1978)




Director: Pedro Lazaga
España, 1978, 88 minutos

Vota a Gundisalvo (1978) de Pedro Lazaga


Sí, sí: ya sé que estamos inmersos en plena jornada de reflexión y que pedir el voto para cualquiera de los candidatos no parece lo más apropiado. Pero, aun así, vale la pena recuperar este viejo título que fuera concebido en tiempos de la hoy tan denostada transición para darse cuenta de que tampoco hemos cambiado tanto: partidos de nueva creación sin un ideario excesivamente definido; aspirantes a ocupar el escaño desprovistos de experiencia, pero con un pasado turbio e intenciones más que dudosas; guerra sucia para desacreditar a los rivales; etc., etc.

Escrita por el productor José Luis Dibildos en colaboración con Antonio Mingote y dirigida por el incombustible Pedro Lazaga, Vota a Gundisalvo es una película que resulta imposible desvincular del contexto en el que vio la luz. Sobre todo, porque alude directamente a los líderes políticos de aquel entonces, con una especial obsesión hacia Felipe González, sin duda a causa del ideario marxista y republicano que por aquellas fechas aún detentaba el PSOE.

Los exteriores del filme se rodaron en la provincia de Málaga

El añorado Antonio Ferrandis se mete en la piel de este arribista con la habitual solvencia de la que siempre hizo gala a lo largo de sus muchos años de carrera. El suyo es un personaje sin escrúpulos, dispuesto a lo que haga falta con tal de llegar a senador: ¿que hay que ponerse a régimen para mejorar la figura?, pues venga dieta del pomelo; ¿que conviene cambiar los habanos por Celtas para parecer menos potentado y más proletario?, pues adelante; ¿que su amante Lolita (Silvia Tortosa) debe dormir con su adversario (José Lifante)?, pues se sacrifica uno por más que le duela. Porque París bien vale una moza (1972), como rezaba el título de un filme anterior de Pedro Lazaga.

Lo malo es que ni una sola de todas esas iniciativas surge de Gundisalvo García, sino que más bien se trata de recomendaciones ideadas por su joven y ambicioso asesor de imagen Julio Pedraza (Emilio Gutiérrez Caba), antiguo responsable de varias campañas publicitarias para promocionar detergentes y que ahora deberá lavar la reputación del futuro senador y flamante candidato por la recién creada Concordia Democrática del Estado Español.


viernes, 26 de abril de 2019

Un violent désir de bonheur (2018)















Título en español: Un violento deseo de felicidad
Director: Clément Schneider
Francia, 2018, 75 minutos

Un violent désir de bonheur (2018)
de Clément Schneider

Los Joves Programadors Moving Cinema presentaban esta tarde, en colaboración con el D'A, su sesión mensual en la Filmoteca de Catalunya. Cuyo protagonista ha sido hoy el cineasta francés Clément Schneider, autor de la muy notable Un violent désir de bonheur. Para presentar la película y mantener un coloquio posterior con el público, Schneider se ha desplazado hasta la capital catalana coincidiendo con el inicio del Festival Internacional de Cine de Autor.

Pese a estar ambientado en plena Revolución Francesa, conviene incidir en el hecho de que el filme de Schneider mantiene un diálogo continuo con el presente. Por eso no debe sorprendernos que arranque con las proclamas incendiarias de "When the Revolution Comes", himno generacional de los setenta a cargo del mítico colectivo afroamericano The Last Poets, o que posteriormente se incluyan temas de Patti Smith o de Marianne Faithfull.



Como no menos actual es el discurso de Marianne (Grace Seri), cuyo texto ha llegado a ser incluido en los exámenes de selectividad. Y es que eso de sugerir que la personificación de Francia deje de ser la habitual muchacha rubia de ojos azules a buen seguro que habrá gustado en un país que, en los últimos años, se ha visto impelido con demasiada frecuencia a renovar sus señas de identidad.

Tras la proyección, y a requerimiento de los asistentes, Schneider aclara por qué los créditos finales incluyen una bibliografía: de entrada, él no es el primero en hacer algo así, sino que dicho recurso ya fue utilizado por Pasolini; pero es que, además, siendo como es hijo de profesor universitario, considera un deber el mencionar todas aquellas lecturas que, directa o indirectamente, le puedan haber influido durante el proceso creativo. Una lista de lo más ecléctico en la que lo mismo figuran Pavese que el Marqués de Sade y que, de algún modo, podría favorecer en el espectador la curiosidad por leer tales obras.


La profesora de parvulario (2018)




Título original: The Kindergarten Teacher
Directora: Sara Colangelo
EE.UU./Israel, 2018, 96 minutos

«I Have a Poem...»

La profesora de parvulario (2018) de Sara Colangelo


En julio de 2015 ya tuvimos ocasión de comentar el filme israelí en el que se basa The Kindergarten Teacher. Que, de la mano de la cineasta Sara Colangelo, pasa a ser ahora un retrato de la América contemporánea, muy en la línea del Paterson (2016) de Jarmusch. Porque las tres películas comparten el denominador común de ver en la poesía una especie de tabla de salvación frente a la insoportable mediocridad imperante.

En ese sentido, la vida de Lisa (Maggie Gyllenhaal) parece haberse estancado en un cenagal de monotonía: madre de dos hijos adolescentes con los que apenas conecta y casada con un hombre que es tan soso como buena persona, asiste regularmente a clases de escritura creativa en las que aprende a condensar en haikus sus emociones. Sólo que, de momento, lo que escribe no acaba de convencer ni a sus compañeros ni al profesor (Gael García Bernal) ni tal vez a ella misma. Una insatisfacción a la que creerá haber dado fin cuando casualmente descubra que Jimmy, uno de los niños del jardín de infancia en el que trabaja, está especialmente dotado para la creación poética.



Aunque el verdadero atractivo de La profesora de parvulario, lo mismo en el caso de la cinta de Nadav Lapid que en el del presente remake, reside en el hecho de que plantea una serie de interrogantes, a cuál más espinoso. Algunos en torno al mundo de la enseñanza: ¿qué papel debe jugar la familia en el proceso educativo? ¿Cuáles son los límites que deben marcar la relación entre educadores y educandos? ¿Cómo gestionar el talento de nuestros alumnos? ¿Es conveniente, o incluso ético, fomentar su participación en certámenes y concursos escolares?

Otras cuestiones, en cambio, son más de índole literaria o artística: ¿Cuál debería ser el encaje de la creatividad en las sociedades modernas? ¿Está la cultura condenada a morir en la jungla de asfalto de un mundo cada vez más competitivo? ¿Puede nuestra sensibilidad salvarnos? ¿O, dadas las circunstancias, el guiarse por ella nos aboca irremisiblemente a la insatisfacción?


jueves, 25 de abril de 2019

Gracias a Dios (2018)




Título original: Grâce à Dieu
Director: François Ozon
Francia/Bélgica, 2018, 137 minutos

Gracias a Dios (2018) de François Ozon


Encargar a François Ozon que escriba y dirija una película sobre los casos de pederastia en el seno de la Iglesia vendría a ser, salvando las distancias, como pedirle a Almodóvar que realizase el spot publicitario para la campaña electoral de Vox: lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Bueno, imposible: cosas más raras se han visto. De hecho, ahora que lo pienso, La mala educación (2004) se acercaría bastante a dicho enfoque. Pero a lo que me vengo a referir es a que no hace falta esperar a la publicación del resultado final para saber de antemano que éste será forzosamente tendencioso.

Pues bien: dicho y hecho. Lo último del prolífico director francés responde al nada inocente título de Grâce à Dieu y posee una estructura un tanto errática (por no decir desconcertante). Comienza con el relato en primera persona de Alexandre (Melvil Poupaud) —cuarenta años, padre de familia numerosa, católico practicante—, aunque la acción irá gradualmente alejándose de este supuesto "protagonista" hasta convertirse en coral.



Porque será la decisión de este primero de dar el paso y denunciar ante los tribunales unos hechos acaecidos muchos años atrás la que desencadene un crucial efecto dominó, de modo que buen número de antiguos Scouts, víctimas de los abusos del padre Preynat (Bernard Verley), unan sus fuerzas para sentar al pedófilo en el banquillo.

El tema, de candente actualidad, pone encima de la mesa un asunto no menos espinoso: el del silencio, cuando no encubrimiento, por parte de la jerarquía eclesiástica y hasta de algunas familias creyentes cuya fe, más ciega que sincera, abocó a los Emmanuel (Swann Arlaud), Gilles (Éric Caravaca) o François (Denis Ménochet) de turno a padecer graves secuelas psicológicas ya en la edad adulta. Cuestión delicada donde las haya que Ozon resuelve con más o menos destreza si no fuera por esos inquietantes insertos (y de ahí el elemento tendencioso al que antes aludíamos) en los que un Preynat de áspero semblante conduce de la mano a sus tiernos efebos hasta el cuarto oscuro.


miércoles, 24 de abril de 2019

The Great Buster (2018)




Título en español: El gran Buster
Director: Peter Bogdanovich
EE.UU., 2018, 102 minutos

The Great Buster (2018) de Peter Bogdanovich


Habría sido estupendo que el mítico Peter Bogdanovich, a sus casi ochenta años, hubiese estado esta tarde en la Filmoteca de Catalunya, según lo inicialmente previsto, presentando la que, de momento, es su última película: el documental/homenaje a la figura de Buster Keaton (1895–1966). Un genio en el sentido amplio del término al que la vida, sin embargo, quizá no trató con la misma generosidad con la que él hizo reír a tantas generaciones de espectadores.

Probablemente, lo más destacable de la estructura narrativa de The Great Buster es que Bogdanovich, en su doble vertiente de director y narrador, no ha querido seguir el orden cronológico de los hechos (habría sido muy duro terminar con los años de decrepitud física y moral del cómico alcoholizado y empobrecido). Por el contrario, es una vez mostrada su trayectoria vital y profesional cuando, a modo de brillante colofón, se revisan los títulos inolvidables que protagonizara en la década de los años veinte.



Cimas del cine mudo como Tres edades (1923), La ley de la hospitalidad (1923), El navegante (1924), Siete ocasiones (1925) o El maquinista de La General (1926) en las que el actor invariablemente lució su característica y triste cara de palo. Algunos de dichos filmes han dejado imágenes icónicas para la posteridad: Keaton perseguido por una avalancha de novias deseosas de casarse con él; girando al compás de las ruedas de una locomotora; impertérrito (y milagrosamente ileso) tras caerle encima la fachada de una vivienda...

Son muchos los cineastas y actores con cuyo testimonio se completa la semblanza biográfica de quien había iniciado su carrera siendo apenas un niño al que sus padres lanzaban de aquí para allá sobre el escenario de un teatro de variedades. El mismo que, muchos años después y ya apagada su estrella, dará todavía muestras de un inmenso talento en las películas de otros. Como Candilejas (1952), primera y última vez en la que actuó junto a Chaplin: dicen las malas lenguas que, consciente de que el bueno de Buster le eclipsaba en las escenas que compartían, el británico no dudó en acortar el metraje. Rumores que Bogdanovich rehúye con elegancia: de hecho, alguien llega a comentar que Chaplin le dispensó un trato exquisito, no siendo tan favorable la opinión que despiertan Roscoe 'Fatty' Arbuckle (1887–1933) o el productor Joseph M. Schenck (1876–1961).


martes, 23 de abril de 2019

Cervantes, la búsqueda (2016)




Director: Javier Balaguer
España, 2016, 79 minutos

Un fracasado genial...

Cervantes, la búsqueda (2016) de Javier Balaguer


Aprovechando que hoy es Sant Jordi, con todo lo que implica una fecha de connotaciones tan elocuentemente literarias, los cines Boliche de Barcelona han tenido a bien programar, en pase único, este documental a propósito de la operación (porque operación fue, al fin y al cabo) para localizar los restos del autor del Quijote. Es más: si hay una cosa que queda bien clara desde un principio, es que el filme toma partido a favor de una iniciativa de esta especie, llegando a considerarla cuestión de Estado. "Todos los grandes escritores del mundo tienen un lugar de culto"; "Sin duda alguna", dice Luis María Ansón, "el personaje más importante que ha producido la historia de España".

Frases lapidarias y, por ende, muy fácilmente refutables. ¿O es que el no haber dado aún con el paradero de los huesos de García Lorca —otro ilustre escritor sin "lugar de culto"— impide que se le considere miembro destacado de nuestro parnaso? Claro que con el poeta granadino entra también en juego la tan traída memoria histórica, por lo que la balanza entre detractores y defensores probablemente se decante más a favor de estos últimos a la hora de poner en marcha una campaña de similares características a la de la búsqueda de Cervantes.



El toque de sensatez —aunque su testimonio, procedente de unas declaraciones a Los Desayunos de TVE, se presente un poco como el del típico aguafiestas— lo pone el profesor Francisco Rico al calificar el proyecto de "tontería" apoyada por "la cultura de la chequera". Pues sí, para qué nos vamos a engañar: de hecho, alguno de los participantes en el documental se apresura a subrayar que la repercusión mediática de la codiciada osamenta podría cuantificarse en unos beneficios de alrededor de ochenta millones de euros...

Pero zanjemos la polémica de una vez por todas y hablemos de la película: que nos brinda la oportunidad de conocer a fondo los secretos que encierra el madrileño Barrio de las Letras, sobre todo en el subsuelo de la cripta de la iglesia de las Trinitarias Descalzas y en esa "reducción número 32" donde supuestamente reposan, desde que fuesen allí reubicados en 1697, los despojos de Cervantes y de su esposa, Catalina de Salazar. Ya sabemos que lo importante es leer su obra, pero, prescindiendo de este tipo de consideraciones y centrándonos en el afán con el que el forense Francisco Etxeberría (y el equipo de colaboradores que encabeza) escudriñan el terreno, no queda más remedio que contagiarse de su entusiasmo. Aunque al pobre manco de Lepanto (Ramón Barea) casi le entra la risa cuando, en la escena final y después de pasar tantos trabajos, descubre una errata en el túmulo que enaltece su memoria.


lunes, 22 de abril de 2019

Pink Floyd: Live at Pompeii (1972)




Director: Adrian Maben
Bélgica/Alemania/Francia, 1972, 92 minutos

EL ANTI-WOODSTOCK

Pink Floyd: Live at Pompeii (1972)
de Adrian Maben


La impetuosa efigie de Roger Waters aporreando un gong bajo el sol abrasador de Pompeya ha quedado para la historia como uno de los iconos de la música rock. Corría el mes de octubre de 1971 y Pink Floyd era todavía un grupo underground. Aunque no por mucho tiempo, puesto que el éxito apabullante de su álbum The Dark Side of the Moon les convertiría, apenas dos años después, en un auténtico fenómeno de masas.

Waters interpretando "A Saucerful of Secrets"

Es precisamente por eso que la filmación del "concierto" que ofrecieron en el anfiteatro de la antigua ciudad romana, a los pies del Vesubio, tiene, además de un innegable valor musical, el aliciente del documento que deja constancia de un período tan genuino como irrepetible. Y, si no, compárese con el recital ofrecido por David Gilmour en esa misma arena, ya en solitario y con muchos kilómetros a sus espaldas, en 2017: que el guitarrista intentase revivir las glorias de su juventud llenando con miles de personas el lugar donde él y sus antiguos compañeros habían actuado a puerta cerrada es la prueba fehaciente de que algo se perdió por el camino.

¿Chewbacca? ¡No: David Gilmour!

La idea de rodar en las ruinas pompeyanas la tuvo el director Adrian Maben a raíz de una visita turística en la que perdió el pasaporte: al regresar allí para buscarlo, a eso de las ocho, comprobó que el silencio del crepúsculo sería el entorno ideal para que la banda británica diese rienda suelta a su creatividad (que entonces era mucha). De modo que, tras entrevistarse un par de veces con Steve O'Rourke (1940–2003), a la sazón mánager del grupo, se pusieron manos a la obra, con un plan de rodaje de seis días. Que quedarían reducidos a tres, ante las dificultades técnicas para obtener suministro eléctrico suficiente que alimentase el mastodóntico equipo de sonido.

La banda al completo... en París

Quizá ello explica por qué de los siete temas que interpreta Pink Floyd en Live at Pompeii (seis, en realidad, puesto que la extensa "Echoes" fue dividida en dos partes) sólo la mitad se grabaron allí: la ya mencionada "Echoes", "A Saucerful of Secrets" y "One of These Days". Los otros tres —"Careful With That Axe Eugene", "Set the Controls For the Heart of the Sun" y "Mademoiselle Nobs" (versión instrumental de "Seamus")— fueron interpretados en un estudio de París, valiéndose, a ratos, de transparencias que se proyectan como fondo mientras Mason, Waters, Gilmour y Wright tocan sus instrumentos y que hoy se ven pasadísimas de moda.

Richard Wright (1943–2008)

Como suele ocurrir en estos casos, existen dos versiones distintas del material filmado: por una parte, el montaje original, de apenas una hora de duración; por otra, el montaje que el propio Maben llevara a cabo en 2003, enriqueciendo el metraje ya existente con entrevistas a los miembros de la banda (o devorando ostras o "peleándose" por un pastel de manzana en la cantina de los estudios Abbey Road...) e imágenes de las sesiones de grabación de los álbumes Meddle (1971) y The Dark Side of the Moon (1973). No obstante, todo hay que decirlo, el director también se saca de la manga unas innecesarias instantáneas de planetas y naves espaciales que puede que sirvan de relleno, pero que, en cualquier caso, podía haberse ahorrado...

Nick Mason

domingo, 21 de abril de 2019

Teorema Zero (2013)




Título original: The Zero Theorem
Director: Terry Gilliam
Reino Unido/Rumanía/Francia/EE.UU., 2013, 107 minutos

Teorema Zero (2013) de Terry Gilliam


Cada cierto tiempo, a míster Terry Gilliam le da por volver a hacer Brazil (1985). Generalmente cada diez años, más o menos. Lo intentó con Doce monos (1995) y de nuevo, en 2013, con Teorema Zero. Sólo que esta vez, con la fama de derrochador que se ha ganado a pulso a lo largo de su irregular carrera, se tuvo que desplazar hasta Rumanía para abaratar los costes de producción. No sin antes haber indagado en Google Earth cuáles serían las mejores localizaciones para rodar. Así es el ex Monty Python: histriónico por naturaleza, excéntrico hasta la sepultura...

Con The Zero Theorem nos pasa un poco lo mismo que con las demás distopías que la precedieron: que uno no sabe muy bien lo que está viendo, pero, con todo y con eso, resulta enormemente apasionante. Quizá porque, detrás de tanta parafernalia frenética, se vislumbra el porvenir terrible que le aguarda a la humanidad a la vuelta de la esquina.

¿Pero hay algo que no esté prohibido?


Sea por lo que fuere, lo cierto es que para llevar a cabo su enésima tentativa de profetizar lo que nos deparará el mañana, Gilliam buscó su fuente de inspiración en el extraño universo del pintor alemán Neo Rauch (Leipzig, 1960), autor de una obra ecléctica en la que conviven elementos de inspiración surrealista con influencias tan dispares como el hiperrealismo y el realismo socialista. Así pues, cuando en un momento determinado de la película se muestra un Cristo cuya cabeza ha sido sustituida por una cámara de videovigilancia —imagen iconoclasta donde las haya, a la par que buñueliana— resulta inevitable pensar en el sustrato pictórico que alimenta el imaginario del cineasta.

Mártir del caos abrumador, Qohen Leth (Christoph Waltz) representa al individuo enfrentado al sistema, aislado en un universo de algoritmos y realidad virtual del que difícilmente se puede llegar a huir si no es aceptando el sinsentido de la existencia, representado por ese devastador agujero negro hacia el que todo se encamina y que todo lo devora. Lo fatal, lo realmente inquietante, es que en ese ambiente tan desalentador, la sombra del Big Brother sigue más viva que nunca, avizoradora en su afán por controlar hasta el más leve movimiento de una población que busca consuelo refugiándose en paraísos artificiales en los que nunca se pone el sol.

De aquí a la eternidad...

El caballero del dragón (1985)




Director: Fernando Colomo
España, 1985, 88 minutos

El caballero del dragón (1985)
de Fernando Colomo


La que en su día fuese considerada como la película más cara del cine español tiene un reparto que corta la respiración: Harvey Keitel, Klaus Kinski, Fernando Rey, Miguel Bosé, Josep Maria Pou, Julieta Serrano... Cierto que no pasará a la historia como un portento de la ciencia ficción ni del cine histórico o de aventuras (de hecho, no es ninguna de las tres cosas, aunque tiene un poco de todo), pero, aun así, el paso del tiempo le ha dado ese toque kitsch ochentero que hace que hoy sean títulos de culto películas que, como El caballero del dragón, en el momento de su estreno fueron denostadas por público y crítica.

En el fondo, la historia que explica no deja de ser —detalle arriba, detalle abajo— una variación posmoderna en torno a la leyenda de Sant Jordi: basta cambiar la nave espacial y el alienígena por un dragón y... voilà ! A decir verdad, son los propios lugareños quienes transmutan lo uno por lo otro en su obtusa imaginación medieval, si bien, en el desenlace, optarán finalmente por santificar a Ix (Bosé).

Ix (Bosé) junto a Alba (María Lamor)


Por cierto que el cantante, pese a no pronunciar ni una sola palabra durante todo el filme, enfundado en ese traje espacial negro con escafandra, le da un aire a David Bowie que es uno de los encantos principales de su personaje. Luego están Boetius (Kinski), mitad alquimista mitad nigromante; fray Lupo (Fernando Rey), clérigo y manipulador a partes iguales y, por último, Klever (Keitel), caballero advenedizo de la corte del conde (José Vivó).

Aparte de los exteriores rodados en el castillo de Requesens (cerca de La Junquera) y en las minas de Olot, cabe destacar la banda sonora de José Nieto y, de un modo especial, la dirección artística de Félix Murcia, a quien la Filmoteca de Catalunya dedica estos días una exposición que permanecerá abierta al público hasta el próximo mes de junio.


sábado, 20 de abril de 2019

La campana del infierno (1973)




Director: Claudio Guerín Hill
España/Francia, 1973, 92 minutos

La campana del infierno (1973) de C. Guerín


Hay ocasiones en las que la realidad, empeñada en superar a la ficción, acaba deparando escenas infinitamente más macabras que las de cualquier cinta de terror. La campana del infierno tenía que ser el segundo largometraje de Claudio Guerín. También fue el último. A punto de culminar el rodaje, un infausto accidente acabó con la vida de quien estaba llamado a ser el gran director del cine español. Y a buena fe que lo habría conseguido a juzgar por el encanto de los dos filmes que dejó para la posteridad: La casa de las palomas (1972), que ya tuvimos ocasión de comentar hace un par de años, y esta coproducción con Francia que terminaría siendo su testamento fílmico.

San Martiño de Noia (A Coruña) en la actualidad
A la derecha, entre andamios, se aprecia el fatídico campanario 

Testamento y, en buena medida, película de culto marcada por el halo de maldición que desde entonces le acompaña. Porque, y ya es mala suerte, Claudio Guerín se precipitó al vacío desde lo alto del campanario de la iglesia de San Martiño de Noia (A Coruña), donde se había construido una estructura paralela que albergase la campana a la que alude el título. En la ficción era el protagonista (interpretado por el francés Renaud Verley) quien debía morir a consecuencia de la misma, pero, por una de esas ironías trágicas del destino, finalmente fue el malogrado cineasta quien lo hizo en su lugar.

Juan (Renaud Verley)

Rodada en enclaves de una lluviosa Galicia, La campana del infierno explica, en realidad, una venganza minuciosamente planeada: la que Juan (Verley) lleva a cabo contra su tía Marta (Viveca Lindfors) y sus tres bellas primas: Teresa (Nuria Gimeno), María (Christina von Blanc) y Esther (Maribel Martín). Un hombre contra muchas mujeres, marcado por sus recuerdos de infancia, que le asaltan una y otra vez en forma de imágenes en blanco y negro, y empeñado en hacer extensiva su manía persecutoria fuera del ámbito familiar, puesto que mantiene una extraña relación de amor-odio con su vecina (Nicole Vesperini) y el marido de ésta (Alfredo Mayo).

Esther (Maribel Martín)

La estancia de Juan en un centro psiquiátrico en el que pasó varios años interno no parece haberle ayudado a sanar de los muchos traumas que lo atormentan, en su mayor parte a consecuencia de la muerte de la madre, motivo que explicaría su fijación con las mujeres. Y, por si fuera poco, cuando le dan el alta trabaja durante un tiempo en un matadero (ojo a las imágenes explícitas de sacrificios de reses: son de las que pueden herir la sensibilidad). Allí aprende a descuartizar sus cuerpos, algo que le vendrá muy bien para el ajuste de cuentas que tiene en mente...


viernes, 19 de abril de 2019

El secreto de los hermanos Grimm (2005)




Título original: The Brothers Grimm
Director: Terry Gilliam
Reino Unido/Chequia/EE.UU., 2005, 118 minutos

El secreto de los hermanos Grimm (2005) de Terry Gilliam


Volver a insistir en el habitual derroche de imaginación del que hace gala Terry Gilliam filme tras filme sería repetirse. En su lugar, baste decir que el ex Monty Python lleva muchos años, tal vez demasiados, haciendo la misma película. Lo cual no significa que su trabajo carezca de interés (que ya creo que lo tiene: y mucho), sino más bien que, a veces, se agradecería una cierta mesura entre tanto engendro saltando por aquí y por allá. Y es que durante su infancia Gilliam debió de ser un niño hiperactivo, a juzgar por el ritmo frenético que es capaz de imprimir a todo cuanto hace. 

En el caso particular de los célebres hermanos Grimm, a los que dieron vida Matt Damon y el malogrado Heath Ledger, el director los imagina como una pareja de estafadores de poca monta que van de aldea en aldea y, conchabados con otros dos ayudantes, fingen ahuyentar los malos espíritus. Pero la cosa cambia cuando topan con un pueblo afectado por una maldición auténtica.



Directa o indirectamente, la mayoría de personajes de las leyendas que en su día fueron recopiladas por Jacob y Wilhelm Grimm intervienen durante la compleja trama, dando lugar a un enmarañado batiburrillo en el que, al final, uno ya no sabe muy bien ni adónde va ni de dónde viene la acción. Dejémoslo en que la pareja se adentra en un bosque cuyos árboles cobran vida; que una bruja arrugada adquiere la apariencia de Monica Bellucci (reina de la belleza a uno y otro lado de la pantalla); que un lobo-hombre se deja caer por allí de vez en cuando y, por último, que las tumbas de doce doncellas tienen algo que ver con no sé qué hechizo que un hacha con poderes mágicos puede ayudar a neutralizar. Más o menos.

Por todo lo dicho en los párrafos precedentes sería más bien fácil encontrar similitudes entre ésta y otras cintas que, por aquellas mismas fechas, hicieron un uso similar de la fantasía: la saga de El señor de los anillos (2001-2003), El laberinto del fauno (2006), El pacto de los lobos (2001), Sleepy Hollow (1999)... Aunque para dar con el título que mejor ha sabido captar la esencia de los cuentos populares habría que retrotraerse hasta 1984, año de estreno de la excelsa En compañía de lobos, de Neil Jordan.


La vida futura (1936)


















Título original: Things to Come
Director: William Cameron Menzies
Reino Unido, 1936, 90 minutos

La vida futura (1936) de William Cameron Menzies

El siempre clarividente H. G. Wells no sólo escribió la novela en la que se basa esta fantasía distópica, sino que todo apunta a que fue él mismo quien comenzó a dirigirla. No obstante, y dada su escasa pericia en este tipo de labores, no tuvo más remedio que ceder el timón al más bregado William Cameron Menzies, prestigioso director artístico (tres años más tarde trabajaría en Lo que el viento se llevó) que, de vez en cuando, también ejercía como realizador.

Things to Come presentaba un escenario escalofriantemente apocalíptico según el cual la humanidad se vería, en pocos años, al borde del colapso. Lo cual, dicho sea de paso, era bastante cierto, habida cuenta de la contienda mundial que se avecinaba y que Wells fue capaz de vaticinar con estremecedora precisión. De hecho, la película muestra cuál va a ser el devenir del planeta durante los próximos cien años, deteniéndose en 1940, 1966, 1970 y el 2036.

H. G. Wells (izquierda) sentado con los protagonistas de la película

Lo más relevante de cada una de esas fechas es que comenzará la Segunda Guerra Mundial (1940), extendiéndose durante décadas y asolando la Tierra; que una epidemia de peste causará estragos en 1966 y que, finalizada ésta (1970), la civilización renacerá de sus cenizas. Por último, el 2036 marcará la llegada del hombre a la luna y el inicio de la carrera espacial.

Pocas veces un filme de ciencia ficción ha dado en el clavo con tanta exactitud a la hora de predecir nuestro futuro inmediato, si bien la cosa flojea un tanto cuando se trata de mostrar cómo será la moda en el siglo XXI: ataviados con vistosas túnicas de inspiración grecolatina, los habitantes de Everytown no tienen pinta de ir muy cómodos, la verdad...