Director: Luis Marquina
España, 1942, 96 minutos
Malvaloca (1942) de Luis Marquina |
Enésima realización de la treintena larga de títulos que dirigió Luis Marquina, Malvaloca destaca por la rara virtud de presentar a su protagonista femenina como una descarriada pero sin ahondar excesivamente en detalles. Se entiende que en 1942 era difícil, por no decir misión casi imposible, el tratar determinados temas en una película. Apenas bastan una conversación fugaz en un rincón solitario de un patio sevillano, algún visillo que descorre la cotillería, proposiciones (se supone que deshonestas) sin respuesta (quizá off the record), el primer plano de una rosa deshojada... ¡Qué alarde de sutilidad!
Aunque a buen entendedor... Y además que el éxito de la pieza teatral de los hermanos Álvarez Quintero que precedía al filme hacía innecesario entrar en pormenores del pasado de Rosita que el público, sin duda, ya conocía.
De todas formas, y al margen de la nula vigencia o incluso escasa verosimilitud que pueda tener hoy en día su argumento, en el que campan monjitas solícitas y viudas de guerra, Malvaloca posee unos diálogos en los que el gracejo popular andaluz irradia no poco ingenio y salero:
-¿Y usted no baila, niña?
-Yo no.
-¿Por qué?
-¡Porque me da reparo de bailar delante de la cruz!
-¡Pues San Pedro se asomaría a las estrellas pa verla a usted!
-Pues se le iban a caer las llaves.
-No creo.
-Por lo malamente que lo hago.
-¡Que usted no pasa na malamente con esos ojos tan ladrones!
-¿Ladrones mis ojos...?
-Por lo pronto roban el sueño: yo esta noche no voy a dormir una hora seguida pensando en ellos.
-Pues yo dormiré de un tirón. Y si no me tomo un dormidero.
-¿Pa qué, mi arma?
-Pa orviarme de tó: es mi proceder siempre que hablo con un hombre simpático.
-¿Le ha ido a usted mal con los hombres simpáticos?
-¡Uh! ¡Y con los antipáticos!
- ¡Vaya por Dios! ¿Lo de antipático iba por mí?
-¡Ni con careta lo ve usté!
Quienes con tanta soltura se expresan son Salvador y Rosita "la Malvaloca" o, lo que viene a ser lo mismo, el gallardo Manuel Luna y una jovencísima Amparito Rivelles. En lo sucesivo se enamorarán y se desenamorarán (que toda pecadora debe seguir su personal vía crucis de desengaños hasta redimirse, por muy arrepentida que esté y por más salerosa que sea la muchacha), hasta que un magnánimo Leonardo (o sea Alfredo Mayo) se cruce en su camino para darle la felicidad que siempre mereció y, como ya hiciera con el bronce de la campana Golondrina, haga de ella una mujer nueva.
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