Director: François Reichenbach
Méjico/Francia, 1975, 83 minutos
¿No oyes ladrar los perros? (1975) |
—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
Juan Rulfo
«¿No oyes ladrar los perros?»
El llano en llamas (1953)
El texto original en el que se basa ¿No oyes ladrar los perros? (1975) consta de apenas cuatro o cinco páginas en las que Rulfo esboza la acción a partir de la imagen patética de un padre que sostiene sobre sus cansados hombros de anciano el peso del hijo moribundo. Luego sabremos que el joven ha sido un tarambana del que el hombre reniega, si bien en su última hora, fatalmente herido en alguna de esas reyertas, decide cargar con el cuerpo camino de Tonaya, la localidad que se oculta tras los montes.
En cambio, la cinta que nos ocupa, coproducción entre Méjico y Francia, transforma al agonizante Ignacio en un niño indígena de corta edad, de modo que el dramatismo de la historia adquiere unos tintes mucho más tiernos. Y la pareja ya no se dirige rumbo a un enclave provinciano, sino que su peregrinaje les conducirá desde una remota aldea de Chiapas hasta las bulliciosas avenidas del D.F.
Por otra parte, y ahí reside tal vez el cambio más notable, se desdobla la trama en dos posibles existencias para el muchacho, correspondiendo la segunda de ellas a la vida que éste hubiese llevado de adulto en la capital, adonde, además de emplearse en un taller y probar fortuna en muy diversos oficios, seguirá los pasos de una bella señorita llamada Jacinta (Ana De Sade) y de la que anda enamorado.
Resulta curioso cómo la puesta en escena de François Reichenbach (1921-1993) le otorga a la película un punto de vista cuasi documental, propio del europeo que no cesa de admirarse ante una realidad que él considera exótica. Así pues, el simbolismo fúnebre del cuento, con una omnipresente luna llena presidiéndolo todo, da paso en la pantalla a un periplo muchísimo más largo en el que el padre implora el auxilio de quienes se cruzan con ellos. Asimismo, la música de Vangelis, con los habituales sintetizadores que hicieron célebres sus bandas sonoras, aporta a las imágenes una nota vagamente onírica.
Un padre siempre confía en un acto de contrición de su hijo.
ResponderEliminarDesde luego, aunque ello sería válido para el cuento de Rulfo, ya que en la película se trata de un niño inocente.
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