Director: Edgar Neville
España, 1960, 91 minutos
Mi calle (1960) de Edgar Neville |
Tras treinta años de profesión, Edgar Neville ponía el broche de oro a su carrera como director con un filme coral que era, además, el compendio perfecto de todo su universo creativo. Hay en Mi calle (1960) un protagonismo absoluto del Madrid con solera, enjambre humano cuya evolución a lo largo de la película abarca aproximadamente medio siglo de la historia de España. Arranca la acción en 1906, con un niño vestido de escocés y los ecos del atentado contra la comitiva nupcial de Alfonso XIII, y acaba, después de haber revisado el período de la Segunda República y la Guerra civil, con un autobús de dos pisos encallado en el mismo socavón de siempre.
Los tipos que habitan el lugar son hombres y mujeres de muy diversa condición social a los que una voz en off irá presentando durante los primeros compases. Se trata del señor Marcelino (Roberto Camardiel), "constructor de acordeones, bandurrias y guitarras"; el carnicero Pablo López (Rafael Alonso), enamorado de una señorita cursi con vocación de tiple, o el republicano Rufino Meléndez (Pedro Porcel), "un hombre dedicado a la fabricación de paraguas en un país donde no llueve casi nunca". La peluquera Julia (Conchita Montes) se encarga de llevar chismes todo el día de aquí para allá, mientras la pobre Petra (Susana Campos) bebe los vientos por un organillero llamado Lesmes (Antonio Casal) que no le hace demasiado caso.
Son varios los momentos musicales en los que se intercala alguna canción. Por ejemplo, ya en los títulos de crédito iniciales, la voz de Nati Mistral nos deleita con la "Balada de Madrid", aunque luego es Milagros (Lina Canalejas) quien, en compañía de otras criadas, se marca el cuplé "¡Ay, mi Tomás!" en el patio de luces de la comunidad en donde sirven. Y entre la pléyade de secundarios que integran el reparto una sorpresa: el escritor francés de origen argentino Héctor Bianciotti (1930–2012) dando vida al hermano pintor de la solterona Purita (Gracita Morales).
A pesar de su apariencia amable, lo cierto es que la panorámica que Neville lleva a cabo tomando como pretexto un rincón del Madrid castizo obedece a un planteamiento ideológico completamente sesgado. Sobre todo en lo tocante a cómo son retratados los personajes de ideología progresista, desde el estrambótico matrimonio Peluquistáin (él será nombrado ministro de la República) hasta el bisoñé de don Rufino y su lorito entonando el Himno de Riego. Por no hablar del arisco Fabricio (Agustín González), quien ya desde pequeño da muestras de un carácter especialmente huraño. Queda claro, a este respecto, que Neville siente mucha más simpatía por el afable Marqués de Abantos (Jorge Rigaud), quien encarna un ideal aristocrático similar al del propio cineasta. No en vano, la alabanza que lleva a cabo a propósito de las bondades de la equitación coincide de pleno con lo expuesto por el director, una década antes, en El último caballo (1950).
No en vano, Neville era conde de Berlanga de Duero.
ResponderEliminarCiertamente: de ahí ese toque distinguido y hasta aristocrático que se percibe en toda su filmografía.
EliminarAy, mi Tomás!
ResponderEliminarhttps://youtu.be/FdA_ZJYPLfI
Gran chotis, ya lo creo.
Eliminar