domingo, 24 de mayo de 2020

El payaso de la ciudad (1965)




Título original: A Thousand Clowns
Director: Fred Coe
EE.UU., 1965, 118 minutos

El payaso de la ciudad (1965) de Fred Coe


Cuatrocientas veintiocho representaciones, durante la temporada 1962-63, es un número tan categórico, tratándose de una pieza teatral de Broadway, que la correspondiente adaptación cinematográfica de A Thousand Clowns no podía hacerse esperar. Y así fue cómo, dos años más tarde y con la mayor parte del reparto en sus mismos papeles, se presentaba la que, al fin y a la postre, supondría la única nominación al Óscar en la carrera del productor televisivo y ocasional director Fred Coe (1914–1979). Aparte de mejor película, la cinta también aspiró a la preciada estatuilla en tres categorías más: mejor banda sonora para Don Walker, mejor guion adaptado (a partir de su propia obra) para Herb Gardner y mejor actor secundario para Martin Balsam, que sería el único en obtener el galardón.

Neoyorquino de mediana edad, Murray (Jason Robards) es un individuo de lo más atípico: sin trabajo, sin esposa e hijos, tiene, no obstante, a su cargo a un sobrino de doce años cuya madre se fue un día a por tabaco y no regresó nunca más. Y, en esa misma línea de excentricidad, la educación que proporciona al niño resulta bastante sui géneris: tanto, que los servicios sociales no tardarán en tomar cartas en el asunto, motivo por el cual una pareja de funcionarios se desplaza hasta el apartamento que ambos comparten.



A partir de aquí, el desarrollo de la acción evolucionará, a lo largo de sus casi dos horas de metraje, por vías un tanto insólitas. Como, por ejemplo, el hecho de que la asistente social (Barbara Harris) se enamore perdidamente de Murray, para desesperación de su ampuloso compañero (William Daniels), o que sea el propio chiquillo quien, dando pruebas de una desacostumbrada madurez a su corta edad, termine por implorar a su tío que se busque un empleo.

Y es que el tal Murray tiene mucha tela: no sólo por el ingenio del que hace gala en sus réplicas, sino porque, aun a despecho de que lo tomen por un inadaptado, su firme propósito de nadar a contracorriente, llevando una vida que sea lo menos convencional posible, pone de manifiesto la lucidez de este cínico moderno, émulo de aquel Diógenes de la antigua Grecia que vivía en una tinaja. ¿Cómo hay que interpretar, entonces, el desenlace, cuando lo veamos unirse a la profusa marea humana que todos los días, a primerísima hora, desfila rumbo al trabajo? ¿Como una simple capitulación? ¿O más bien la prueba fehaciente de que Murray aspiraba a un ideal imposible de mantener por mucho tiempo?


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