Título original: Fanny och Alexander
Director: Ingmar Bergman
Suecia/Francia/Alemania, 1983, 312 minutos
Fanny y Alexander (1983) |
La mentira y la realidad son una. Cualquier cosa puede pasar. Todo es sueño y verdad. El tiempo y el espacio no existen. Y sobre la frágil base de la realidad, la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas, nuevos destinos.
August Strindberg
El sueño (1901)
Si no fuera porque la etiqueta realismo mágico lleva consigo asociada una connotación literaria que de inmediato nos hace pensar en "novelistas caribeños", lo cierto es que vendría de perlas para definir de forma bastante precisa el universo familiar que recrea Bergman en Fanny y Alexander. Porque, como los Buendía, los Ekdahl poseen la facultad de conversar con los espíritus u obrar un milagro, según les convenga. Son, a todos los efectos, una estirpe de lo más singular, lo cual, lejos de suponer problema alguno, los convierte en detentadores del secreto de la felicidad, sin que, probablemente, ni ellos mismos sean demasiado conscientes de tal fortuna.
Pero lo cierto es que en su hogar se respira un ambiente vitalista que contrasta vivamente con la austeridad monástica reinante en la perturbadora morada del obispo Vergerus (Jan Malmsjö). En ese sentido, el palacete donde habitan el prelado y su siniestra cohorte de hermanas y sirvientas enlaza directamente con el castillo de La hora del lobo (1968), sobre todo a partir del momento en el que Emilie (Ewa Fröling) y sus hijos se establezcan allí. Es por ello que, frente a la acogedora atmósfera que la abuela y matriarca Helena (Gunn Wållgren) ha sabido crear a su alrededor, la estancia de los dos hermanos y de la madre en los dominios de Vergerus será un auténtico calvario que tiene mucho de pesadilla en alguna oscura mazmorra sacada de las narraciones de Dickens.
Comparados con la versión cinematográfica de tres horas, los cinco capítulos de la serie televisiva ofrecen la posibilidad de disfrutar de escenas antológicas que quedaron fuera de aquel otro montaje. Así, por ejemplo, la tensa reunión que, tras el rapto de los niños, mantienen el sanguíneo Gustav Adolf (Jarl Kulle) y el apocado Carl (Börje Ahlstedt) con el ya mencionado obispo a propósito de la posibilidad de que Emilie y él se divorcien. O la hermosa canción que el personaje de Gunnar Björnstrand interpreta en el teatro regentado por la familia y que supondría, al fin y a la postre, el último trabajo del actor ante las cámaras.
Puede que suene a tópico el decirlo, pero, con sus más de trescientos minutos de duración, ilustrados con las notas del Quinteto para piano de Schumann, la versión televisiva de Fanny y Alexander es incluso mejor que cualquier otra de sus variantes "reducidas". Por lo menos llena más huecos en la difícil tarea de reconstruir las vivencias que moldearían el carácter de su autor. Son, al respecto, muy sintomáticas las palabras que, ya casi hacia el final, le dirige el fantasma de Vergerus al niño después de haberlo hecho caer al suelo: "¡No te será tan fácil deshacerte de mí!"
En cualquier caso, vale la pena terminar con una sabia reflexión que Helena le dedica en su residencia veraniega a otro espectro, el de su difunto hijo Oscar (Allan Edwall), vestidos ambos de blanco como en Fresas salvajes (1957), y que tanto recuerda, en el fondo, a aquellos versos de La vida es sueño que decían: "Y en el mundo, en conclusión,/todos sueñan lo que son,/aunque ninguno lo entiende..." Compárese, si no, con lo que afirma la abuela: "De cualquier modo, todo es actuar. Algunos papeles son agradables y otros no. Interpreté el papel de una madre, a Julieta y Margarita. Y, de repente, a una viuda y a una abuela. Un papel sigue al otro. La cuestión es no irse apocando".
El gran teatro del mundo |
No hay comentarios:
Publicar un comentario