viernes, 24 de noviembre de 2017

Dersu Uzala - El cazador (1975)




Título original: Dersu Uzala
Director: Akira Kurosawa
Unión Soviética/Japón, 1975, 142 minutos

Dersu Uzala (1975) de Akira Kurosawa


Con la sencillez de los relatos populares, Dersu Uzala (1975) se alza majestuoso en su condición de filme humanista y depositario de unos valores altamente positivos, que no son otros sino los de la madre naturaleza. Íntegro como la lluvia, inocente como la flor que brota en el risco, su protagonista es un nómada mongol cuya concepción del mundo se remonta a creencias más o menos vinculadas al animismo, pero con un conocimiento práctico tan preciso del entorno que, en varias ocasiones, salvará la vida del capitán (Yuriy Solomin). El hombre que todo lo aprendió en los libros auxiliado por el lugareño que todo lo recibió del terruño: curiosa lección sobre dónde reside la verdadera sabiduría.

Mas he ahí el dilema: porque cuando el viejo cazador, acostumbrado a moverse con total libertad por la tundra o los bosques, se vea forzado a abandonar su hábitat e, instalado en casa de los Arseniev, deba enfrentarse a las restricciones impuestas a su modo de vida por el simple hecho de residir en una ciudad, irá poco a poco languideciendo hasta implorar a sus anfitriones que le permitan regresar al ambiente del que fue arrancado.

Aunque el problema, en realidad, viene de antes. Concretamente de cuando, sin proponérselo, Dersu (Maksim Munzuk) abate de un disparo al tigre (o Amba, en su jerga) que los amenaza en mitad de la taiga. Para el guía, que habla con el fuego y los elementos con total naturalidad, semejante acto conlleva la maldición automática de Kangá, el espíritu del bosque. Por lo que, desde ese momento en adelante, el hombre perderá la puntería con el rifle, adueñándose de sus actos una irreprimible sensación de pánico.



Como historia en clave alegórica que es, Dersu Uzala encierra un mensaje de profundo pesar frente al avance imparable del progreso y la consiguiente pérdida de nuestro vínculo con la tierra. Tradiciones moribundas personificadas en el sherpa, como lo demuestra el detalle de que, en la escena inicial, Arseniev no logre dar con la tumba de su amigo debido a la transformación que ha experimentado el lugar, cuyos árboles han sido talados para construir sobre el terreno. Con todo, la película puede y debe considerarse al mismo tiempo un canto a la amistad, a la camaradería entre individuos que afrontan con entereza las inclemencias conforme avanza la expedición.

En ese sentido, Kurosawa supo aportar a este remake (sí: la celebridad y los premios recibidos por la presente versión acabarían eclipsando la dirigida en 1961 por el armenio Agasi Babayan) el sosiego oriental del paso de las estaciones, a las que veremos desfilar por la pantalla con la misma quietud que fluye la existencia.


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